ANTIGUA VIDA
¿Tan cansados están los hombres de mí?
Friedrich Hölderlin
No quiso bajarse del autobús. Manos curtidas por la salazón pero frágiles, ajadas manos de cachorro. No quería moverse de su asiento, ni siquiera contestó al conductor. Se limitó a sonreír desde la veranda clara de sus ojos.
Después de todo, había pensado alguna vez, solo es un gesto. Asomarse a la ventanilla, decir adiós a las gentes, iniciar la retirada. Parecía tan fácil. Sumergirse, de una vez para siempre, en el asiento. Olvidarse de olvidar. Otra vez.
La primera noche le dio pena. Se acababa el día, no era cosa de dejar al pobre anciano solo por ahí. Noviembre es un mes atroz si tu aliento apenas sibila bajo el pecho. Trajo una manta, le deseó buenas noches. El viejo se envolvió en ella. Dejó en el asiento contiguo un sombrero de paja que llevaba sobre las rodillas, volvió a hundir la cabeza en el cristal. Agazapado en su tibio palomar, no dormiría en toda la noche. Tampoco el autobús; ambos tenían demasiados años, demasiadas imágenes confusas bullendo en sus sienes. Ambos, ajenos al aguanieve posándose leve sobre la paramera, más allá de los lindes de la estación, permanecieron silenciosos en la oscuridad, vagando por aquella nebulosa de rostros desvanecidos y luz menguante.
Nadan los escualos en el mar, se deslizan indolentes. Las rectas se tornan curvas en la memoria, todo se embota con la distancia. Por el aire viciado del coche flotaban aromas antiguos, cenizas insomnes, la sombra furtiva y ciega de un pez gato. Ninguno conoce tan bien el agua, océano cuya existencia ignora. Sombra sin aletas ni esqueleto, apenas una ilusión luminosa entre las ondas. Espectro de agallas secas que recuerda el mar.
Durante todo el día siguiente no se atrevió a decirle nada, además de viejo debía estar ido. Tuvo que retirar él mismo la manta porque no le contestaba. Una foto arrugada cayó a sus pies, desleído reflejo de dos niñas en una noria. Sedientos los ojos, pasó la mañana lamiendo la lluvia. Una vez alzó inerme la mano e intentó dibujar aquel nombre sobre el vidrio empañado, transmutado en arroyo apenas escrito. De tu aliento perseguía el vaho. En los espejos de los bares donde estuvimos y que quizá, alguna vez, volviste a visitar. Ahora creo percibirlo, reciente, esbozando en la ventana una hoja lobulada que se disuelve lentamente en espuma, sobresaltada el alma creo ver tu reflejo en el cristal. Ni siquiera intento volverme. Tampoco sabría cómo llamarte: hace tiempo que olvidé nuestros nombres.
Desde el pasado observó su figura en el asiento. Hola abuelo, hola papá, cuándo os convertisteis en mí. ¿Sabéis vosotros qué fue de ellas? ¿Tuvimos una vida feliz, tuvimos al menos una vida?
Hay un momento del viaje que le agrada en especial. Cuando el coche se acerca a una de las pequeñas estaciones del camino, va disminuyendo poco a poco su velocidad, ligera, fluidamente. Y de pronto el flujo se interrumpe, por un eterno instante parece desprenderse de la corriente mientras sus hombros se inclinan apenas, aéreo, ingrávido como los grandes albatros del cielo, hasta que leves espalda y pulso retornan al respaldo, a las horas, al torrente. Entonces ríe, jubiloso.
Ser otro es no saberse otro.
Al oscurecer eran ya muchas las veces que habían hecho el viaje de ida y vuelta. Se corría por la villa la voz de que un viejo estaba chocheando en el coche de línea. El guarda de turno, picado por la curiosidad y vagas nociones de orden moral, se acercó a ver qué era todo eso. A ver, preguntó, a ver, ¿le pasa algo?. Pero míreme, hombre, le estoy hablando. Se irritaba frente a aquel cuerpo desmedrado que sonreía con la mirada perdida, ignorante de los niños que le hacían burla desde el andén. No sé, esta noche vuelve a dejarlo ahí. Voy a llamar y ya me dirán.
En el corazón del tiempo, las rocas erosionadas permanecen absortas. Nadie permanece para recordar al viento mientras se busca lento en cada roce, anónimo portador de una sentencia que su propio discurrir ejecuta. La guillotina del viento rezuma sangre y cinabrio.
Amanecía. Lo siento, abuelo, tiene que levantarse, no se apure, irá a un sitio caliente, le daremos de comer, tendrá sabanas tibias, este viejo ya me empieza a cansar, él se veía flotando sobre las olas, ausente, ajeno. Entonces, con suavidad al principio, más brusco después, empezó a tirarle del hombro.
Escuchó aullar al pez gato. Escuchó el gemido lejano del narval. La caldera vibrante bajo sus botas de caña, brisa salina en el rostro. Fue entonces cuando sintió unas tenazas feroces e inexorables, mandíbulas que se complacían en quebrarle la concha. El sol y la lluvia morderían ya incesantes su torso inerme, su albo cuello infantil, una zozobra turbia lo empaparía para siempre. El conductor y otro viajero, impaciente por el retraso matinal, fueron a ayudar, lo levantaron sin mayor esfuerzo. Sintió un crujido desvalido allá en la espalda, su sombra se hacía ángulo sobre aquel contorno que se les esfumaba casi.
Y todos sintieron una vaga ira cuando, demonio de viejo, no entiende nada, se echó a llorar con congoja irrefrenable, asiendo desesperadamente su sombrero de paja.
Seudónimo: Gabirol
No hay comentarios:
Publicar un comentario