Bla-bla-bla-beando (Voces entre rejas)
Desenvuelto, huesudo y flaco, aunque bien parecido, lenguaraz, imaginativo, mentiroso. Así le conocían en el colegio, y él se sentía orgulloso de ser como era y de lo que le auguraba su abuelo: candidato perfecto para vivir del cuento. Acertó: siendo aún jovencito se emparejó con la hija de un ricachi y se fue a vivir con ellos, por el morro. Tiempo después, le vendió la burra a su suegro y le montó un negocio de nigromancia telefónica, de esos que te adivinan el futuro a través de un 806. Y de allí a un canal de televisión local nocturno, donde echaba las cartas del tarot a quien llamaba. Por el día se dedicaba a balancear los minutos empleados para pasar la minuta. Así toda su vida: viviendo del cuento y del recuento.
Hasta que Hacienda dio con él, con su eterno olvido del obligatorio pago de impuestos y le metieron cinco lindos añitos de inquilino en este caluroso complejo residencial de delincuentes, aunque ni uno solo lo admita.
Muy pronto se dio a conocer. Su nombre de pila y de DNI lo reserva únicamente para el carnet de interno, por lo que todos, funcionarios incluidos, se refieren a él como se hacía llamar en la tele, 'Rapamagín'. Un caso excepcional, pues una vez colocado en su correspondiente chabolo1, su pucheleo2 fue de un atrevimiento de novela. Nada de ir a lo blondy3, esperando conocer a la gente, saber quién puede ser legal o quién un falsuni4, que los hay, y muchos. No he podido saber si lo hacía por su natural carácter de hablador empedernido o por ser un gualtrapa5 inocente y medio tonto. Cualquier momento, cualquier lugar, fuera con quien fuera, era bueno para darle a la lengua, no para conversar sobre su nueva vida, sino para meterse en la de los demás.
Aplicaba toda su expertez utilizando las debilidades de tanto personajillo, aunque la tónica de quien más quien menos era hacerse los hombretones. Aprovechaba los momentos de confluencia: el patio, el comedor, la sala de estar, la ducha… y su repertorio de técnicas era de destacar.
Por ejemplo, en la cola para recoger el desayuno, se giraba hacia el de detrás, sin conocerlo de nada, le miraba fijamente, se volvía, le miraba de nuevo, así varias veces mientras avanzaban con cortos pasos y muy seriamente le soltaba sin más:
―Tú no deberías estar aquí.
Claro, no decía nada que no tuviera cada cual como bálsamo en su armario emocional. El otro, al escuchar palabras tan agradables, le podía contestar:
―Ya. ¿Y tú cómo lo sabes?
―Lo sé porque veo tu interior. Y si me dejas, por un poco de nada, te puedo adivinar cosas que no sabes de tu pasado y lo que te vas a encontrar en un futuro no muy lejano.
Estaba echado el anzuelo.
Siguió con un estudiado silencio, dejando que el interpelado, mordido el cebo, se dejara arrastrar.
En la mesa, mojando las rancias magdalenas en el café medio aguado, la posible captura le habló:
―¿Cuál es tu precio?
―Nada: algo de tabaco, un porrete… y que le digas a algún amigo que puedo ayudarle también a él.
Quedaron en verse en el patio, a solas, en un rincón, sin nadie que les molestara. El adivino necesitaba, según le dijo, concentración, y el otro llevarle el pago pactado.
Horas después, sentados en el escalón del fondo del patio, comenzó la función:
―Dame la mano derecha.
Se la alargó. Rapamagín la cogió entre las suyas y pasó el índice por los surcos de la palma. Tras un prudente silencio soltó:
―Tu padre, cuando eras un crío, te castigaba a veces sin motivo, o tú no entendías la razón… ¿Es cierto?
El otro afirmó: ―Sí, muchas veces.
―Háblame de tu padre, lo primero que se te ocurra…
Y así, recogiendo información, el intrépido adivino continuaba:
―Eso es lo que recuerdas, o lo que quieres recordar. Pero lo importante es ese pasado que no recuerdas, pero está ahí, y te amordaza. ¿Por qué no recuerdas lo que pensaba tu padre de ti? Lo dice esta raya incompleta ―y le señalaba otra, la que va o viene del pulgar, la llamada línea de la vida.
―¿Y qué pensaba? ―le preguntó el ingenuo.
―Las muchas cosas que habría podido hacer si no hubieras nacido… y cuántas harías tú si él no estuviera…
Como se puede apreciar, eran puras obviedades, pero el incauto receptor las digería placenteramente:
―Es verdad, es verdad ―afirmaba―. ¿Y qué me dices de mi futuro?
―Para eso necesito apoyar mi frente en la tuya, y si nos ven… alguien puede pensar mal, que somos julapas6… Ven, vamos al tigre7.
Se levantó y el otro le siguió dócilmente. Metidos en un retrete se colocaron frente a frente, puso las manos a ambos lados de la cabeza, cerró los ojos y, tensionando los músculos de la cara, le anunció:
―Te veo fuera de aquí y te veo con ganas de vivir, pero no debes confiarte. Tienes dudas contigo mismo y aún tardarás en satisfacerlas. Necesitarás volver a encontrarte, y aunque creas que ya lo conseguiste, cuidado, tus fantasmas querrán alimentarse… Un remedio veo que te ayudará, y puedes hacerlo a partir de ya mismo: haz una lista de las personas de tu vida que crees buenas y leelá cada mañana.
Le soltó. Ambos se miraron agradecidos y salieron.
El sujeto, lejos de guardarse los vaticinios para sí, contó a los de su chabolo su experiencia quiromántica, y estos lo fueron expandiendo a otros de sus respetivos grupos de origen o de apego: calorros8, jays9, sudacas…, un poco de todo, y su fama corrió por el centro. Nuestro televisivo charlatán se hizo un porrero empedernido y le daba a todo: hierba, polvos, pasta…
Llegó a oídos de un tal Mario, un kíe10 colombiano bastante respetado que controlaba mucho el abastecimiento de estraperlo11 de marihuana y otras hierbas. Fue él quien alertó sin mucho éxito a sus compis del burle12 mentiroso del adivinador, del timo barriobajero que le ensuciaba el trapi13.
Cuando ya su camarilla estuvo a punto, es decir, cuando les había convencido de la falsedad y cómo se habían dejado engañar, decidieron darle un escarmiento, algo que pusiera las cosas en su sitio y que el negocio volviera a sus cauces. Lo montaron así:
Mario se le acercó una mañana en el patio y le pidió sus servicios. Quería conocer su técnica, según le dijo, y que le adelantara el futuro, pues le parecía que pronto iban a concederle la bola14. El Rapamagín, por supuesto, aceptó, preguntándole previamente cuál sería su pago.
―Tengo unos chuflos15 de maría16 con mezcla de cascabel17 que son la hostia ―le informó―. Si te parece, nos vamos esta tarde a las duchas y allí nos lo plonamos18, tú y yo.
Dicho y hecho. El pitoniso no conocía estos vocablos, pero no le dio más importancia. Allí cada cual hablaba su particular jerga, pero todos decían lo mismo, o eso creía.
Fueron a las duchas. Estaban solos. Pero dos del grupo de Mario esperaban fuera, al acecho. Lo primero fue el protocolo adivinatorio:
―Yo también quería dedicarme a lo tuyo ―comenzó el colombiano―. Me decían que tengo dotes. Pero no sé si es cierto, porque no soy como tú, con tu experiencia. Pero también me gustaría probar.
A Rapamagín le resbalaba su confesión. Lo que deseaba era entrar en situación profética. Le cogió la cabeza, como hacía siempre, se colocó contra su frente y cerró los ojos. Puso sus dos manos a cada lado, tapándole las orejas, y Mario hizo lo mismo.
Y cuando le habló, sin decir apenas nada constatable, lo que le iba a pasar tras cumplir la condena, Mario hizo lo propio:
―Yo también veo algo de tu futuro no muy lejano… Pronto te vas a quedar calvo…
Rapamagín abrió los ojos, contrariado:
―¿Qué dices?
―Nada, cosas mías, que me han venido. Pero no tiene importancia. ¿No ves que soy un novato?
Terminada la sesión, Mario le dio el porro y se lo encendió con un fósforo de carterilla. También le puso fuego al suyo. Ahí quedó la cosa, ahora en silencio, saboreando los humos y vapores.
Pero la trampa ya estaba echada: el chuflo del sudaca era normal, de maría sin más, pero el otro llevaba una buena dosis de cascabel, el cual, pasados cinco o seis minutos, comenzó a hacer efecto.
El adivino fue tumbándose en el banco y no tardó mucho en quedarse totalmente dormido. Mario fue a por los suyos y cogiéndole dos, uno por los brazos, el otro aguantando la cabeza, y manipulando el tercero, primero lo raparon al cero y luego le afeitaron en seco la cabeza. Fue cosa de poco tiempo.
Terminada la faena, limpiaron el suelo y desaparecieron. Allí quedó, dormido como un tronco, el ahora calvo.
¿De dónde sacaron los parias colombianos tanto material prohibido?, nos podemos preguntar. La droga, las cerillas, la maquinilla del pelo, la cuchilla de afeitar, todo forma parte del amplio listado de lo incautado, y servido únicamente, lo que tiene uso permitido, con la conformidad y control de los funcionarios, bien del módulo de ingresos o del economato. Muy probablemente, bajo mano, suministrado por el chapa19 conchabado con Mario en el negocio de la hierba.
Llegada la hora de la cena, como no apareció, fueron los funcionarios a buscarlo. Dio con él una pareja, el chapa cómplice y otro; lo intentaron reanimar y cuando al salir se vio en un espejo se echó las manos a la cabeza.
En su semiinconsciencia gritó:
―¡Es cierto! ¡Estoy calvo!
―¡Eso, eso! ―le contestó el secuaz del moreno colocho20― ¡El calvo calborota!
Según dicen, desde ese día su boca se selló, y ni siquiera contestaba cuando, colocados todos y cada cual en la puerta de su chabolo, realizaban el preceptivo recuento.
(1) Chabolo: celda donde los internos duermen y pasan más horas desde su ingreso en prisión.
(2) Pucheleo: parloteo, charlatanería.
(3) Ir a lo blondy: no meterse en problemas.
(4) Falsuni: falso, no de fiar.
(5) Gualtrapa: novato, abobado.
(6) Julapa: homosexual.
(7) Tigre: váter
(8) Calorro: gitano.
(9) Jay: moro, en sentido amplio.
(10) Kíe: líder.
(11) De estraperlo: a escondidas.
(12) Burle: juego.
(13) Trapi: negocio.
(14) Bola: carta de libertad.
(15) Chuflo: porro.
(16) María: marihuana.
(17) Cascabel: adormidera.
(18) Plonar: fumar.
(19) Chapa: funcionario de prisiones.
(20) Colocho: coloquialmente, colombiano.
SIMON TERPI
martes, 24 de octubre de 2023
Re: XVII CERTAMEN LITERARIO GENTE MAYOR. Título: Bla-bla-bla-beando (Voces entre rejas).Narrativa. Poesía
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