miércoles, 11 de octubre de 2023

XVII certamen literario gente mayor - Relato: El Alfiler

A
Relato El alfiler
Seudónimo Voramar


—Las joyas son siempre para las hijas.
Con aquella frase Herminia dio por terminado el asunto, antes de que nadie ni siquiera lo hubiese mencionado. Vació el escaso contenido del joyero en el interior de su bolso y el joyero en cuestión fue lanzado sin miramiento a la bolsa de basura. Al fin y al cabo era un simple y viejo  estuche de tela. Yo, sin ganas de protestar, le dejé hacer. Herminia, tras echar a la bolsa de basura varios pares de zapatos, salió al comedor. Fue en ese instante en el que en un tris-tras, revolví en la basura hasta dar con el joyero y esconderlo apresuradamente en mi bolso, tal y como si acabase de cometer un robo. No era esa la razón por la que obré tan sigilosamente, sino por la certeza de que Herminia se reiría de mí en conocer el deseo de apropiarme de aquel objeto ajado.
Mercedes Gimeno no hacía ni tres días que había muerto y nosotras ya estábamos borrando su huella en la humilde casa. Tras una hora más de limpieza de armarios, dimos por terminado el asunto. Antes de irnos nos acercamos a Inocencio, que como solía ser, fumaba su pipa en el patio. Alzando la voz porque estaba algo sordo Herminia le dijo:
—Padre... la cena la tiene preparada encima del fogón… en la nevera le hemos dejado comida para dos días. Padre, recuerde: Luisa vendrá los martes y yo los viernes. Y el domingo las dos.
Inocencio asintió y sin exteriorizar demasiados sentimientos, nos vio marchar tras recibir un par de besos.  
Ya en casa saqué el joyerito del bolso depositándolo sobre mi cama. Era de satén rosado, con forma hexagonal y estaba cosido a mano. Yo lo había visto encima del tocador de mi suegra durante el breve tiempo en que coincidieron nuestras vidas. En una ocasión, viendo cómo me lo quedaba mirando, me comentó, satisfecha de haber acaparado mi atención:
Lo hice cuando estaba curándome en el sanatorio. No es gran cosa pero a mí me ayudó a pasar mejor aquellos duros días.
De aquel hecho yo conocía retazos y así, enlazando unos con otros, con el tiempo monté parte de su historia: Mercedes había sido durante toda su vida lo

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que se conoce por una "buena mujer", pero de esas que por ser demasiado sacrificadas consienten abusos que terminan por consumirles la vida antes de tiempo. Si a ello le unes pasar una guerra y una posguerra, era lógico que cuando nació su hijo estuviese a las puertas de la muerte y solo lograran salvarla secándole un pulmón e ingresándola en un hospital, donde las monjas la ayudaron a remontar la convalecencia.  
Mi lado más sentimental hizo imaginarme a esa mujer, joven, ignorante, simple y de buen corazón, cortando, montando y cosiendo, puntada tras puntada, aquella pequeña cajita de tela, quizás considerando mientras lo hacía, si podría sobrevivir, y de hacerlo, cómo lograría sacar adelante a sus hijos en un país lleno de miseria. La empatía que yo había sentido hacia Mercedes no era porque fuese la abuela paterna de mis hijos, sino porque era la viva representante de una raza antigua de españolas educadas para una incuestionable resignación.
Así que allí estaba yo, pensando en la servicial abuelita a la que mis hijos apenas si iban a recordar, contando como contaban por aquel entonces, cuatro y cinco años. Pero en eso me equivoqué, porque tiempo después, hablando de ella, mis hijos me confirmaron que efectivamente no la recordaban físicamente, pero sí al evocarla sentían cierta sensación de bondad y un inconfundible sabor a chocolate blanco (el que ella les regalaba en cada una de sus visitas)
El joyero, aun siendo viejo, estaba en perfecto estado. Al abrirlo, para sorpresa mía descubrí prendidos en la tela, un broche y un alfiler, antiguos y sin valor. El broche tenía forma ovalada y era de esmalte blanco, en cuya superficie se veía pintado un ramillete de flores silvestres. El Alfiler era muy simple pero solo verlo tuve la extraña sensación de haber reencontrado a un viejo conocido. Su aguja era bastante larga, de unos diez centímetros de hojalata dorada, y en uno de sus extremos, una bola de cristal transparente se engarzaba con una serie de diminutos pétalos de metal dorado. No sé por qué esa aguja me cautivó y en lugar de guardarla de nuevo en la cajita (que deposité en el cajón de mi cómoda) la dejé caer dentro de mi joyero personal.

Diecinueve años después.

Pasando el dedo sobre mi parpado quité una mancha de rimel, me miré en el espejo y di por terminado el arreglo matinal. Prisas. Horarios. Había que irse al trabajo ya. No quedaba tiempo para nada mas, salvo para colgarse el bolso y salir pitando. Un último vistazo en el espejo hizo que me percatase de que mi vestido se abría demasiado: contrariada comprobé que se había caído el botón que ajustaba las solapas sobre mi pecho.
No tenía tiempo material para un cambio de ropa así que fui hacia la cocina y cogí el alfiler que allí habitualmente guardaba clavado en la pizarra de corcho,

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entre chinchetas con recibos, extractos bancarios, fotografías y pos-its llenos de anotaciones. Con un movimiento lo prendí sujetando las dos solapas, dando por solucionado el incidente. Cerré la puerta del piso y me colgué el bolso en bandolera, dejando caer en su interior las llaves de casa. En la calle me dije que aquel iba a ser un buen día de primavera: aún no eran las nueve de la mañana y ya el sol brillaba de manera luminosa.
Bajé calle abajo con paso rápido. El bolso se sacudía y me percaté de que al llevarlo en bandolera la correa coincidía con la bola de cristal del alfiler, zarandeándolo y haciendo que éste se deslizase hacia fuera. Solo fue un segundo lo que duró este pensamiento:
Ya verás como aún lo perderé.
Y fue otro segundo lo que duró el pensamiento que lo reemplazó:
—No, tendré cuidado… no lo perderé.
Presioné la bola de cristal hacia el interior, introduciéndolo de nuevo hasta el fondo de la solapa y recorrí los veinte minutos de mi diario trayecto a pie desde casa a la oficina, disfrutando de la belleza del Parque Ribalta con la primera luz del día, de las calles del centro de la ciudad aun desperezándose… y solo fue cuando llegué a la oficina y soltarme Emilia:
Chica, tan pronto y ya haciendo estriptis…—cuando me percaté de lo sucedido: las solapas del vestido estaban abiertas, el sujetador al descubierto y ni rastro del alfiler. Fue una mezcla de intensísimo cabreo y desconcierto lo que sentí en escasos segundos. No sé qué cara debí de poner porque Emilia se echó a reír y me dijo:
Chica, que no hay para tanto, que las tetas no se te ven… y el "suje" es una monada.
Pero yo no le hice el menor caso, estando como estaba controlándome por no auto pegarme dos bofetadas bien merecidas:
—¡Mira que te lo he dicho, mira que te lo he dicho! —me reñí a mí misma en voz alta saliendo precipitadamente a la calle y dejando a Emilia más asombrada si cabía. Recorrí a la inversa los últimos cincuenta metros rogando por ver el alfiler en el suelo, a la espera de que mis manos lo recogiesen. Pero aquello no sucedió. Observé la calle, larga, recta, interminable. Volver sobre mis pasos y regresar luego a la oficina era como mínimo media hora de retraso a la entrada del trabajo. Dios mío. Y ya daban las nueve en el campanario del Fadri.  ¿Qué excusa podía dar a mi jefe?
Es que he perdido un alfiler. —sonaba ridículo. ¿Y si añadía?...  
Para mi tenia un gran valor sentimental.

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Mas ridículo todavía. Así que con una mezcla de dolor y resignación entré en la oficina y ocupé mi lugar de trabajo. Descolgando el teléfono que ya atronaba a la espera de que alguien le atendiese, mientras contestaba:
—Rassan Group, buenos días Dígame. —No podía dejar de repetirme mentalmente: ¡Gilipollaaaaasssss!

Al terminar la jornada regresé a casa examinando cada centímetro de suelo. Nada, ni rastro. Con la de gente que había pasado durante ese tiempo por aquella zona tan concurrida. ¿En qué bolsillo andaría mi alfiler… o luciría ya prendido en una solapa?
Con tanto sobresalto y examen de conciencia, sufrí una especie de visión mística-estrafalaria, de esas que, lo reconozco, suelo padecer en momentos de crisis: Una voz interior me reveló que nuestras vidas son una composición de ese continuo llegar y marchar de objetos, amistades, lugares y vicisitudes, dejando con ese ir y venir su huella indeleble en nuestra existencia, convirtiéndonos con ello, en seres únicos. Ya veis a qué conclusión tan absurda llegué. Lo malo es que de allí pasé a la siguiente:  
No sé por qué rememoré a mi abuela Pepita. Entre su abanico personal de singulares habilidades estaba la de encontrar objetos perdidos, por eso, cuando alguien de la familia o algún vecino perdía algo, venía a casa y le decía:
—Pepita, no encuentro esto ó aquello, por favor… encuéntramelo.
Y Pepita se encerraba en su dormitorio para que nadie la molestase y rezaba una oración que solamente ella sabía, porque a ella se la había enseñado su madre, mi bisabuela Pepa, y ella a su vez solo se la podía enseñar a su hija, mi madre, y ésta, en teoría, debería de habérmela enseñado a mí. Pero mi madre no era "rara" como mi abuela, ni como yo, así que pasó de aprender oraciones ypor consiguiente, de trasmitírmelas.
—Ai abuela… —suspiré con ironía— … qué bien me iría ahora esa oración.  
E irreprimiblemente me invadió el impulso de cerrar los ojos allí mismo, de pie en medio de la cocina frente la pizarra de corcho, tal y como si ésta fuese un altar. E invoqué y supliqué a mi abuela Pepita para que allí donde estuviese, rezase ella por mí esa oración tan efectiva y que el alfiler reapareciese; como sucedió mientras vivió, en todos los casos en que ella había intercedido entre el mundo material y el espiritual. Sí, aún podía recordar la cara de estupefacción de familiares o vecinos cuando volvían a nuestra casa con el objeto perdido entre sus manos, diciendo con un hilo de voz:
—Pepita, lo he encontrado y no lo entiendo: ¡si yo había mirado allí cien veces!
Cuantos recuerdos me invadieron, pero con un supremo esfuerzo los aparté implorándome cierta dosis de cordura:

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—Luisa… por Dios, parece mentira que a tus años sigas con tus cuentos antiguos, tus espíritus y tus rarezas, déjalo ya… compórtate como la adulta que eres. Reconócelo, has sido descuidada y lo has perdido, solo eso… ahora ponte a hacer la cena, en media hora esta la tropa aquí.
En aquella lucha interior entre la locura y la cordura terminó por ganar ésta última, así que opté por abrir la nevera y preguntarme qué iba a cocinar.  

Habían trascurrido tres días y el disgusto ya se me había pasado… relativamente. Pasaban de las ocho de la noche y tenía la cabeza saturada tras una jornada de intenso trabajo. Repasando todo lo que todavía me quedaba por hacer me detuve frente mi portal, metí la mano en el bolso mecánicamente, como hacía un mínimo de ocho veces al día en busca de las llaves… cuando de pronto rocé algo con las yemas de los dedos, reconociendo al instante su contorno. Perpleja e incrédula saqué el objeto del bolso y lo observé sin entender nada. ¡ Ab-so-lu-ta-men-te -na-da!  
Al cabo de unos segundos, durante los cuales di varias vueltas a la Galaxia y regresé, logré pronunciar una conclusión coherente:
—Debo darle las gracias a la Ley de la gravedad, a la Ley de las probabilidades e incluso a la Santa Providencia: cuando el alfiler se desprendió de mi vestido por la fricción contra la correa de mi bolso, en lugar de caer al suelo, como hubiese sido lo lógico, no lo hizo. Por esos azares curiosos e imprevisibles de la vida, de los giros y del movimiento… topó por casualidad con la apertura mínima de la boca de mi bolso y allí dentro se quedó, desafiando toda lógica.
Sí… racionalmente únicamente eso cabía que hubiese sucedido. Pero…¿Sabéis qué? Como soy rara, rarísima en ocasiones, no le di las gracias a la ley de la gravedad, ni a la de la Santa Providencia, ni a la Ley de las mínimas probabilidades… Le di las gracias directamente y a conciencia… a mi abuela Pepita.
Sí, solo ella podía conseguir… algo así.

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