miércoles, 11 de octubre de 2023

XVII CERTAMEN LITERARIO GENTE MAYOR + DESDE LAS PROFUNDIDADES + NARRATIVA

 

DESDE LAS PROFUNDIDADES

Cuando Gedeón leyó en el examen el tema sobre el que debía ir el relato de su comentario de texto, —un mundo sin agua—enarcó las cejas, en un gesto de estupefacción. No era posible. A la hora de la prueba, —las cuatro de la tarde—, aún recordaba nítidamente el sueño que había tenido y de cuya zozobra aún no había conseguido desprenderse todavía, tantas horas después.

En él, se había visto a sí mismo como el último superviviente del planeta, un mundo a punto de extinguirse por la ausencia de agua. Lentamente, a lo largo de unas cuantas décadas, ésta había ido desapareciendo, sin que ningún organismo ni gobierno hubiera podido hacer nada por evitarlo. En el sueño, un grupo de científicos le habían visitado en su casa, portando en una botella esterilizada la última muestra que quedaba de agua, que una vez había sido tan abundante como para ocupar más espacio que todos los continentes juntos. Y ahora, todo se había reducido a una pequeña garrafa de cristal, portada con las temblorosas manos de un químico desesperado. Pero, ¿Por qué se la habrían llevado a él? ¿Qué se suponía que podía hacer?

Su fuerte no era analizar los sueños, pero ahora, frente a frente a aquel examen, no podía evitar hacerse esas preguntas. Cogió una hoja en blanco y trató de imaginar cómo sería un mundo así. Prefería quitarse la redacción del texto del relato en primer lugar, que era lo que más le costaba; después quedaría lo fácil, las traducciones del latín y del griego.    

Pero no se le ocurría nada. "Si nosotros mismos somos un setenta por ciento de agua, su desaparición sería también necesariamente nuestra desaparición", pensó. Luego reflexionó sobre que quizá eso terminaría ocurriendo, pero no necesariamente en un primer momento. Trató de centrarse en la idea de que aquella ausencia lo fuera como elemento líquido, es decir, imaginando un mundo sin mares ni ríos, un mundo sin hielos, nieves ni lluvias, y sin aguas corrientes regando los campos o llenando las tuberías de acceso a las casas. "Hubiéramos debido inventar otra cosa, una forma de evitar la muerte de sed. Una pastilla. Una inyección, algo".

Pero ese algo se le escapaba, y lo hacía a la misma velocidad con que se le escapaba el tiempo del examen.

Súbitamente recordó los veranos que había pasado de niño en la playa. La imagen le alcanzó con la vivacidad de un holograma. Él, bañándose cerca de la orilla y su hermano pequeño, Iván, llorando a unos metros de él, pisoteando enrabietado los últimos límites de arena fronterizos con el agua, la última zona donde su madre le dejaba jugar, siempre bien cogido de su mano. Después recordó lo que le hacía a Iván en casa para apaciguarle, cuando la sombra del disgusto fruto de su impotencia por no haber podido compartir baño con su hermano sin la esclavitud que suponía el lazo materno aún no había desaparecido de su rostro: convertirse él mismo en agua. Simulaba con ruidos y ostentosos movimientos de brazos ser la corriente marina, y se abalanzaba sobre Iván, como si fuera una ola furibunda que lo anegaba todo. Los dos terminaban tirados en el suelo, exhaustos, mojados internamente de arriba abajo, y dispuestos siempre a sortear un próximo tsunami de proporciones gigantescas.

Y entonces, en mitad del juego, la voz de su madre resonaba, desde la cocina, llamándoles a comer, y Gedeón e Iván, los hermanos que un instante antes habían gobernado un universo desconocido en las abisales profundidades marinas, emergían, como tritones enfervorecidos, a la superficie.

Gedeón dejó que aquel recuerdo reposara en él y tomara forma. Luego volvió a coger el boli y empezó a escribir, de corrido, hasta que terminó, de un tirón, la historia de dos fabulosos animales marinos que una vez habían colonizado un mar infinito, repleto de seres quiméricos y asombrosas criaturas y ahora estaban terminando con el plato de macarrones que les había preparado su madre.

  

 

 

 

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