martes, 24 de octubre de 2023

XVII CERTAMEN LITERARIO GENTE MAYOR. Título: RUESTA. NARRATIVA

RUESTA

 

                                                                                                                 Seudónimo: Elia

 

 

Abre los ojos con suavidad, del mismo modo que asoma un sol lento y pastoso tras los cerros próximos del pequeño poblado de Ruesta, en el término municipal de Urriés, a orillas del río Aragón, en la comarca de la Jacetania y del Partido de Egea de los Caballeros, próximo a la frontera con la comunidad navarra.

Aunque aún no llegan a ser las siete de la mañana, una vez más no ha hecho falta el despertador, como sucede invariablemente día tras día parece ponerlo cada noche por un ritual que nunca llega a su término. Se incorpora de un tirón y se dobla hacia el lado de la cama para que sus pies encuentren el suelo frío de este diciembre que acaba de comenzar. Se levanta sin esfuerzo a pesar de sus 84 años de soledad infinita apenas rota de vez en cuando por la visita aburrida de sus hijos y nietos, y se despereza estirando los brazos hasta casi hacerle daño sobre el pecho que hincha varias veces. Aunque ya tiene artrosis en los huesos y cada vez se encuentra más limitado en sus movimientos, él todavía se considera ágil y se levanta cada mañana sin ningún esfuerzo, eso sí, no olvidándose de quitar la alarma del despertador, cuyo tono ya no recuerda porque hace muchos años que no llega a sonar.

Se dirige a la cocina arrastrando sus zapatillas de felpa que usa invariablemente sea la estación que sea; sus pies son su punto débil y por ahí suele comenzar cada uno de los achaques que, cada vez más a menudo, le van llenando su cuerpo como heridas de una guerra que siempre ha querido evitar. Incluso en los veranos ardientes de calma chicha y ventanas abiertas a la madrugada también encendida, suele dormir con calcetines, algo que María, su mujer que ya le falta demasiados años, no logró nunca comprender, aunque siempre lo aceptara sin reproche alguno.

Pancracio es recio, tanto de aspecto como de carácter; a pesar de todo, los años de duro trabajo en el campo no le han hecho encorvarse como a otros amigos con los que aún conversa o visita con asiduidad en el camposanto y camina recto y con paso firme. No le ha gustado nunca su nombre, pero al final no le ha quedado más remedio que acostumbrarse. Al contrario que sus padres y otra gente del pueblo, él no les ha puesto a sus hijos el nombre del santo del día. Pero ya se ha resignado y cada 12 de mayo, con la primavera entrada en carnes y luciendo todos sus colores, acostumbra a celebrar su santo y su cumpleaños como la herencia turbia y repleta de neblina de un pasado donde resultaba difícil encontrar algunas cosas que celebrar.

Se prepara el desayuno con tranquilidad, hace ya demasiados años que ha olvidado la palabra prisa. Primero un buen tazón de leche fresca con miel y una rebanada de pan tostada sobre los rescoldos de la chimenea que aún quedan vivos y que servirán para prender los troncos del nuevo día. Cuando está todo preparado se sienta con la parsimonia de los santos y unta la rebanada con manteca y sal antes de comenzar a comerla a pequeños bocados. Le gustaría tardar más en concluir su desayuno, pero suele acabar pronto, así es que deja con cuidado su tazón, su plato y su cucharilla en el fregadero para lavarlos más tarde y pone la comida en la olla aún sin encender; enseguida comienza a asearse con un agua fría que despabila todos sus sentidos con sólo abrir el grifo que ya conoce demasiado bien.

Después, siguiendo con su ritual de cada mañana, un afeitado con espuma y rastrillo, ya que nunca ha conseguido acostumbrarse a las maquinillas eléctricas, que irritaban su piel y hacían asomar algunos granos por su cara siempre desprevenida; luego asoma su cabeza por la puerta del patio para observar el tiempo que hace y elegir la ropa antes de salir a su paseo de cada día. Pancracio nunca abandona su paseo diario, aunque sepa que no se encontrará a ningún vecino con quien cruzar unas pocas palabras, resguardados todos en sus casas a estas tempranas horas en las que el sol apenas si ha comenzado a calentar. Y así lo hace día tras día, llueva, haga calor o frío; incluso en el invierno más crudo, cuando sopla el viento helado de las montañas con su blancor de escarcha y se colman de nieve los caminos, que acaban por llenarse de sus huellas, se niega a abandonarlo.

A su vuelta, se dedica a poner al fuego la comida cuyos ingredientes ha dejado preparados la noche anterior: las habichuelas en un tarro con agua y una pizca de bicarbonato y sal fina, la panceta y el chorizo en un plato tapado con un trapo para que pierdan el helor de la nevera y la patata, sin pelar, junto con el pimentón dulce a modo de guardianes que formarán parte del menú. No es mal cocinero Pancracio, aunque esta faceta realmente la ha ido aprendiendo varios años después de que le faltara María, el amor de su vida que nunca le permitió acercarse a la cocina para otra cosa que no fuera comer. De igual modo, aprovecha estos momentos para fregar con sumo cuidado el tazón y los cubiertos que ha utilizado para el desayuno y lo deposita todo sobre un paño de cocina abierto sobre la encimera de azulejos ya casi sin brillo para que terminen de secarse.

Sucede algo parecido con la chimenea, a la que toda su vida ha cuidado y alimentado de manera amorosa. Y hoy no es la excepción: tres troncos finos de almendro para prender de los rescoldos aún vivos de la noche anterior y otro bastante más grueso de encina rojiza para que arda durante todo el día, con la misma calma con la que van pasando sus horas, bastan para tener bien caldeada la casa.

Y sólo entonces, con sus obligaciones ya cumplidas, se toma tranquilo un café pensativo, poco antes de salir a la plaza para encontrarse con los escasos vecinos que quedan, cercanos todos en edad. No es de mucho hablar Pancracio, aunque tiene cierta chispa y nunca le falta alguna ocurrencia con la que animar a aquellos paisanos que ocupan todas las mañanas el único banco de la pequeña plaza a eso de las diez o diez y poco. Hoy alguno de ellos comenta que ha escuchado en la radio que se ha aprobado rehabilitar alguna vivienda para convertirla en casa rural y aprovechar los encantos que aún quedan en el pueblo, ya con demasiados achaques, en un intento último para resucitarlo: las ruinas del castillo y el embalse de Yelsa, al que tuvieron que entregar algunas moradas en un pasado ya casi olvidado, no son poca cosa comparado con otros pueblos cercanos, más vivos, pero con menos atractivos que ofrecer. Y en eso ocupa su tiempo junto con Bernardo, el de la tienda con bar donde suelen ver algunos partidos de fútbol, y Severiano, el único guardia forestal de toda la zona ya a punto de jubilarse, hasta que llegue la hora de comer, después de haber discutido por cosas nimias que incluso les han hecho lanzarse, en ocasiones, amenazas insignificantes o hasta palabras malsonantes que no tardan en olvidar.

Se sienta a comer la fabada cocinada a fuego lento con un buen vaso de Vegázar joven, del que, tras varios días, suele sobrar un pequeño poso que termina por secarse con el tiempo, dejando un anillo oscuro en el fondo de la botella. Y allí permanece, con su soledad de cada día desparramada por todas las paredes como compañera, la misma soledad inseparable que le hace de lazarillo durante su camino diario y la mayor parte de cada jornada, a la que no puede engañar porque se conocen demasiado bien después de tanto tiempo de estar juntos. La comida es también lenta y perezosa: va degustando cada cucharada con infinita paciencia, saboreando desde el borde de su lengua pequeños sorbos del vino que bebe cada jornada sólo a mediodía, barruntando ya con una calma pasmosa qué comida cocinará para el día siguiente porque, a pesar de su soledad, todavía siente las ganas de vivir y está convencido de que una buena comida, regada cada vez que se puede con un buen vino, es capaz de levantar el ánimo de cualquiera, mucho más el suyo.

Por la tarde una pequeña partida de dominó en el único bar y tienda, que aún queda abierto, en la que forma pareja con su dueño Bernardo, que nunca suele abandonar la mesa e interrumpir la partida porque apenas si dispone de clientes a los que atender durante el juego, y de nuevo a la plaza donde siguen las conversaciones, las disputas, los pequeños rencores que pronto se olvidan, los recuerdos del pueblo cuando estaba lleno de gente, allá por los cincuenta, antes de construirse el embalse que los aisló un poco más y de que comenzara el éxodo de los más jóvenes a la capital. Y allí quedan en silencio, en ese mismo silencio que llena cada rincón y cada esquina de un pueblo cada vez más vacío que sólo se va poblando de años en sus espaldas, como se preña de agua la tierra sedienta de los veranos sin límite en un riego a manta que todo lo ocupa.

Tiene compradas un par de casas casi en ruinas para sus hijos por ese sueño romántico de que algún día las quieran rehabilitar para pasar allí los veranos, con noches más frescas que las de la capital a pesar del calor, o las otras vacaciones del colegio de sus nietos, aunque el interés de sus dos hijos por regresar al pueblo algún día lejano brilla por su ausencia. Siente desvanecerse en parte esa ilusión cuando contempla cómo se aburren los pequeños, sin internet en la casa, en las contadas visitas que le hacen en fechas determinadas que se van reduciendo conforme pasan los años. De todas formas, quizás azuzado por ese sentimiento de conseguir rentabilidades que le ha acompañado a lo largo de toda su vida, está convencido de que la inversión ha merecido la pena y que serán una buena herencia para cuando él ya no esté, sobre todo en estos momentos en los que los ahorros no producen nada en el banco, además de que las ayudas oficiales consiguen que sean más apetecibles estas adquisiciones. A pesar de que no lo ha contado a nadie, nunca ha abandonado la esperanza, oculta entre los ripios de las laderas que rodean por completo el pueblo, de que a alguno de sus nietos le pueda llegar a gustar esta vida algún día, o que quiera disfrutar alguna temporada en una aldea semi abandonada como la suya, aunque también sabe que él no lo verá.

Hasta que el sol se apaga sobre el lomo arrugado de los cerros altos y recios, dejando algunas ascuas que pronto se consumen también sobre las crestas afiladas…, y se marcha cada cual a su casa pensando en la conversación de esta tarde, que ha girado en torno a la Navidad ya cercana y con los neveros casi repletos, calculando el número de personas que tendrá que albergar la cena de Nochebuena, donde todo es alegría, y la tremenda soledad con la que recibirá el Año Nuevo en su casa ya vacía hasta el verano o, en el mejor de los casos, hasta Semana Santa. Pero eso no le arredra y, en medio de la cautelosa cena que acostumbra a ser frugal y siempre acaba con una infusión de hierbas de la zona, seguirá transmitiendo a los suyos cómo era el pueblo cuando estaba lleno y lo feliz que en él se vivía, con la esperanza prendida de verlo algún día renacer, aunque sólo sea una pizca, a través de la ventana abierta que da a un atardecer a media asta.

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