miércoles, 11 de octubre de 2023

XVII CERTAMEN LITERARIO GENTE MAYOR. LA PRIMA ISABEL. NARRATIVA

La prima Isabel

 

Es posible que fuera domingo, ahora no lo recuerdo. María estaba sentada en el sofá, leyendo, y yo intentaba escribir algo original. Cuando sonó el timbre de la puerta, nos miramos extrañados: no esperábamos a nadie.

 

María y yo éramos un matrimonio normal. Nos casamos jóvenes. Tuvimos dos hijos, varios perros y una hipoteca que se transformó en otra hipoteca cuando compramos el chalé, y que duró prácticamente hasta la jubilación. Estábamos en la última etapa, que podía ser larga o corta, y tratábamos de disfrutarla al máximo. Pero cuando aquella tarde llamaron a nuestra puerta, no imaginábamos que toda la tranquilidad de nuestro mundo se iba a venir abajo.

 

Descolgué el auricular del telefonillo, pregunté quién era. Escuché una voz de mujer que pronunció mi nombre: «¿Sebastián?», para presentarse, a continuación, como «la prima Isabel». Yo tardé unos segundos en reaccionar y la voz insistió: « ¡Tú prima Isabel, la hija de Josefa!». ¿La tía Josefa?, —pensé—, pero...hacía años que no sabía nada de la tía Josefa. La voz volvió a insistir: «Sebastián ¿me abres?».

 

Se quedó en casa: ¡qué gran error! María y yo nos dijimos «bueno, por unos días, al fin y al cabo, es de la familia». Aquella noche llamamos a los chicos para darles la «noticia». Los dos preguntaron lo mismo: « ¿Quién es la prima Isabel?».

 

En Isabel todo era excesivo: su forma de hablar, su forma de vestir, de comportarse... Era desordenada, anárquica en los horarios, caprichosa en la comida; en fin, una verdadera joya. Por supuesto, Isabel no tenía un duro. La tía Josefa había muerto hacía unos meses y no le dejó más que deudas. Así que ella pensó (pensar quizá no sea lo mejor para definir las reflexiones de Isabel), que lo mejor era largarse de la ciudad en la que vivía; poner tierra de por medio, como si las deudas fueran a esfumarse por arte de magia. No tenía oficio ni beneficio. No acabó los estudios y nunca trabajó. Tenía, eso sí, una larga ristra de novios de los que hablaba como si nosotros los conociéramos a todos: «Cuando yo estaba con Javier…». «Un día le dije a Juan Antonio: "hasta aquí hemos llegado"». «Lo que no soportaba de Carlos, era…». Todas las noches, después de cenar, decía invariablemente: «Déjalo, yo friego luego». Pero se sentaba a ver la tele —se apropió también del mando—hasta que se adormilaba y se iba a la cama dejando, por supuesto, los cacharros sin fregar. A los quince días, teníamos la sensación de que llevaba en casa quince años.

 

María y yo empezamos a discutir. Cuando, en la intimidad de nuestro cuarto, me quejaba, ella decía que era yo quien debía tomar cartas en el asunto, que era mi familia. Y una mañana la situación reventó. Al bajar del dormitorio, encontramos a Isabel desayunando en la cocina con un chico que nos presentó con total naturalidad: «Este es Miguel Ángel…, mis primos». María salió de la cocina y subió de nuevo al dormitorio. Cuando entré estaba haciendo la maleta. Le pregunté qué hacía y me respondió: «Cuando se haya ido, me avisas».

 

Pero ni aún entonces, Isabel era consciente de la situación. Con una normalidad que rayaba en la impertinencia, me preguntaba por mi mujer, y cuando yo le mentía diciéndole que se había ido unos días a casa de mi hija porque la nena pequeña estaba enferma y necesitaba que le echara una mano, respondía: «Me lo podías haber dicho y hubiera ido yo».

 

La ausencia de María provocó un caos, aún mayor, en la casa; porque, aunque yo colaboraba en las tareas domésticas, el mayor peso lo llevaba ella. Además, María llamó a la chica que venía un par de veces a la semana y le dijo que no la necesitaríamos durante un tiempo.

 

Una tarde le dije a Isabel que teníamos que hablar. Nos sentamos en el salón, ella se puso un güisqui y me preguntó si yo quería otro. Cuando terminamos de hablar, llamé a mi mujer:

— ¿Embarazada? ¿Te ha dicho que está embarazada? —exclamó María.

—Sí, Mari, sí: embarazada. Y, claro, ¿cómo la vamos a echar ahora?

— ¡No me lo puedo creer, Sebastián, de verdad que no me lo puedo creer!

 

Pues era verdad. A las pocas semanas empezaron a crecerle las tetas y su vientre se fue curvando poco a poco. Y, si Isabel ya era complicada antes, con el embarazo se volvió ¿cómo decirlo?, difícil, muy difícil.

 

María regresó a casa. Eso, al menos, devolvió un poco de orden a nuestro día a día. Pero fue algo pasajero. Nuestra tranquila vida de jubilados se vio completamente alterada por el calendario de la gestación de Isabel, que incluía visitas al ginecólogo, clases de adaptación al parto, compra de artículos para el bebé, reforma de la habitación… En la tele solo veíamos documentales relacionados con el parto o la crianza de los niños, y todas las conversaciones giraban alrededor de lo mismo. Fiel a su volubilidad, Isabel, pasaba de querer dar a luz en casa, asistida por una doula, a parir en una piscina, o en una silla obstétrica. Si tenía un mal día, optaba por la epidural y cuando se ponía dramática estaba convencida de que «lo suyo» sería cesárea. No sabíamos quién era el padre. Isabel pregonaba, a todo aquél que quisiera escucharla, que el niño era suyo y que lo criaría ella sola. Bueno, sola, pero en nuestra casa y con nuestro dinero. Una soledad un poco particular.

 

Los chicos dejaron de venir a casa. Cuando queríamos verlos, y siempre que el calendario de Isabel lo permitiera, nos íbamos María y yo a la suya. En cuanto salía el tema, la discusión estaba servida: «Prefiero no hablar del asunto, papá. Ahora bien, que sepas que yo pienso como mamá: toda la culpa es tuya», me espetaba mi hija. Yo me defendía diciendo que era de la familia, que no podía echarla a la calle. Pero mis argumentos, generalmente, empeoraban las cosas: « ¿Familia? ¡Pero papá, por dios, si no la habías visto en veinte años!».

 

Yo creía que las cosas no podían empeorar, pero me equivocaba. Una tarde, apareció en la puerta un chico preguntando por Isabel. Le dije que estaba descansando y que no quería molestarla. El caso es que a mí el chaval me sonaba de algo y cuando me dijo el nombre, caí: « ¡Ah, sí!, Miguel Ángel, ¿tú no eras…?». Sí, resultó ser el incógnito padre. Y tras varias escenas de folletín que montó Isabel cuando bajó del dormitorio, terminaron abrazados en el sofá del salón; ella llorando y el jurándole amor eterno mientras le acariciaba la tripa y, de vez en cuando, le daba pequeños sorbos a mi Macallan de doce años.

 

Miguel Ángel venía todas las tardes. Llegaba sobre las seis, o seis y media, y se iba después de cenar, a eso de las diez. Cuando digo «después de cenar», quiero decir «cenado». Una noche se quedó a dormir. Isabel no se encontraba bien. Subió con ella a la habitación y ya no bajó. Por la mañana me preguntó si podía prestarle una maquinilla de afeitar. No la utilizó, al parecer el modelo que yo compraba no era el más adecuado para pieles sensibles como la suya y me dijo que se traería su bolsa de aseo, por si surgía de nuevo la necesidad.

 

Surgió, surgió. Empezó por quedarse los fines de semana, y a medida que aumentaba el tamaño de la barriga de Isabel, aumentaba el tiempo que Miguel Ángel pasaba en nuestra casa. Con la excusa de ayudar, comenzó a realizar pequeñas tareas en el jardín y, de paso, a confraternizar con los vecinos. Un día me dijo que el que vivía dos casas más abajo, lo había invitado a una barbacoa el sábado: «Bueno, a mí solo no, a todos», me aclaró. Yo iba de sorpresa en sorpresa, sin saber que aún me quedaba mucho por lo que sorprenderme. De la barbacoa de los sábados pasó a los partidos de fútbol. Primero en su casa y luego en la mía —él decía ya «la nuestra»—, argumentando que «como siempre estaban en su casa…», y muy educadamente añadía: «No te importa, verdad».

 

Al final, fue un parto corriente y moliente en el hospital. A la niña le pusieron Esperanza, y la verdad es que era preciosa. Confieso que María y yo casi dimos por bien empleados todos los disgustos de aquellos nueve meses, al ver a la criatura. Los chicos vinieron a conocerla y, por unos días, parecíamos una familia de verdad. Por unos días...

 

Isabel me lo soltó sin anestesia: «Los padres de Miguel Ángel vienen a conocer a la niña», añadiendo que «como sus suegros no andaban muy bien de dinero, que si se podían quedar en casa, que apretándonos un poco». Yo no sabía muy bien como decírselo a María, e intenté endulzarlo todo lo que pude: «Llegan el jueves, y el domingo se irán». La cara de mi mujer era un poema. Me amenazó con volver a marchase. Le pedí, le supliqué, que no se fuera, que no me sentía capaz de enfrentarme yo solo a todo aquello. Al final, decidimos que lo mejor era irnos ese fin de semana al apartamento de la playa. No era temporada, pero al menos estaríamos tranquilos y, con la excusa de que estuvieran más cómodos, así lo hicimos.

 

Cuando llamé a Isabel tenía una dureza inusual en la voz. Ella, que no solía ser parca en palabras, me contestaba solo con monosílabos.

— ¿Qué tal con los padres de Miguel Ángel? ¿Ha ido todo bien?

—Sí.

— ¿Qué les ha parecido la niña?

—Muy guapa.

— ¿Les ha gustado la casa?

—Sí, mucho.

—Y… ¿Cuándo se van?

—Han tenido un problema con el coche. Tardarán unos días en dárselo.

 

Llevábamos tres meses en el apartamento de la playa: ¡tres meses! María ya no me hablaba y cuando llamaba alguno de los chicos se echaba a llorar. El abogado interpuso la denuncia, pero, para mi sorpresa, me dijo que la cosa no estaba nada clara. Isabel también nos había denunciado —yo no me lo podía creer— ¡Nos había denunciado por querer echarlas a ella y a la niña! Descubrimos que nunca hubo padres de Miguel Ángel. Todo había sido un ardid para alejarnos de la casa. Cuando el vecino declaró en el juzgado, dijo que él siempre creyó que Isabel y Miguel Ángel vivían allí. Contó lo de las barbacoas, lo de los partidos de fútbol… Y luego, lo que sabía todo el barrio, cuando la policía me detuvo por golpear la puerta con la pala del jardín.

 

El juez falló en contra nuestra, y nos dio una semana de plazo de para sacar nuestros efectos personales de la casa.

 

 

—Fin—

 

Moracinos

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