PASEOS MATINALES
PSEUDÓNIMO: "AQUESTES"
Por las mañanas suelo pasear de la mano con Teresa, siempre el mismo itinerario: Legazpi, Delicias, Atocha, Paseo del Prado hasta la Cibeles, y vuelta a casa. En invierno, salimos con gabardina o con abrigo, depende si llueve o no, y procuramos no detenernos a no ser que a mi señora le dé un ataque de tos crónica o mi maldita próstata me obligue a entrar en algún bar para aliviar la vejiga. Por lo demás, estas excursiones matutinas nos permiten ciertas cuotas de autonomía que, dada nuestra edad, resultan aconsejables. Hay que activar el sistema motriz, nos repite el médico como una letanía, pero creo que exagera porque el ejercicio excesivo también puede resultar un pequeño vía crucis doméstico. En verano, todo es distinto, decrece el ritmo de nuestros pasos, quizá por el calor y por la falta de sueño durante la noche, es como si nuestros cuerpos mostraran a primeras horas del día una lentitud de bueyes cansados. A veces, soy yo quien debe tirar de la yunta, me dejo llevar por una falsa sensación de bienestar y me olvido de juanetes y reumas. En otras ocasiones, por el contrario, es Teresa quien lleva la iniciativa y tironea de mí. Quizá hemos establecido tácitamente una tonta rivalidad que, siendo sinceros, termina por resultar agotadora. Trato de no enfadarme cuando escucho de su boca palabras poco amables, y ella supongo que hace lo mismo si se rezaga y justifica su paso calmoso con alguna excusa infantil. El enfado, sin embargo, nos dura bien poco, enseguida nos volvemos a coger de la mano, no sé si con la vieja complicidad de compañeros o por simple costumbre, y yo siento como una blanda ternura que me inunda el corazón. Pasada la Glorieta de Atocha, antes de llegar al Botánico, nos da casi siempre por hablar de nuestros dos hijos, de sus prometedoras carreras en el banco y, por qué no reconocerlo, nos desgañitamos criticando el comportamiento poco amable de unas nueras demasiado antipáticas. Lo mejor llega después, cuando recordamos a nuestros tres nietos, esos niños angelicales que solo con nombrarlos nos alegran la jornada. Así llegamos hasta la puerta del Museo del Prado, saludamos a la estatua de Velázquez con la cortesía de viejos amigos y, poco después, elevamos la vista ante el soberbio edificio del Hotel Ritz. En la suite del tercer piso durmió Mata Hari... Hablamos de aquellos tiempos lejanos como si hubiésemos sido testigos de primera mano y, después, si hace calor, nos refrescamos el gaznate bebiendo un sorbo de agua en la fuente de la Plaza de la Lealtad y encaramos el edificio de Correos como dos sherpas que vislumbran su cima. Si hace frío, me gusta ver cómo Teresa echa vaho por la boca. La miro, y parece uno de esos viejos trenes de vapor cuando entra humeando en una estación de provincias, pero luego me da por pensar con tristeza que más pronto que tarde terminaremos los dos en alguna vía muerta. Nadie se acordará de nosotros cuando faltemos, estoy casi seguro.
Después del paseo, volvemos a casa: lectura de periódicos y revistas de actualidad, un segundo café con galletas y, para terminar, sonatas de Chopin, que Teresa es muy aficionada a la música clásica. Tienes alma de clavicordio y cuerpo de viola de gamba, le digo a veces a modo de requiebro, y ella me mira burlona y me responde que lo mío es más de orquesta de percusión: haces ruido y trasteas entre cacerolas como un cocinillas. ¿Qué más decirnos entre tanto aburrimiento?, somos tan viejos que hasta el corazón se nos cae del pecho si tratamos de innovar una historia que está casi agotada. Lo cierto es que nos sobran casi noventa minutos antes de poner la mesa para el almuerzo, y ese lapso de tiempo es como recorrer una estepa helada a la pata coja y cantando el casatchok. A veces, trato de ocupar esa hora y media limpiando la plata y la alpaca con bicarbonato y agua tibia o, simplemente, cambio la disposición de los ocho jarrones de cerámica y las doce figuritas de Lladró que hemos coleccionado a lo largo de los años. Cualquier cosa antes que quedarnos dormidos; el sueño, fuera de horas, es como un ensayo a medias de la propia muerte. Siempre he sido, además, muy cobarde para encarar con el valor esperado ciertos temas de enjundia. Pero Teresa no, a ella le gusta juguetear con esas cosas del más allá por puro divertimento, y creo que solo lo hace por cierta falta de entusiasmo. Si morimos, mejor hoy que mañana, eso me dice mientras saca la colada de la lavadora y me invita a sumarme a su derrota.
Cuando llegan las dos en punto, dejo de clavetear escarpias en la pared, me sumo a la apacible actividad común de extender sobre la mesa del salón el hule de plástico y, después, dispongo los platos y los cubiertos sin olvidarme de colocar las servilletas a la derecha. En ese momento, dejamos de mirarnos como dos desconocidos y nos sentamos ocupando nuestros sitios de siempre. Teresa parece una reina viejísima sin dientes, trata de morder un pedazo de carne con sus dos únicos incisivos y, en ese titánico esfuerzo, observo una debilidad en todos y cada uno de sus gestos, es como una loba herida que aúlla en silencio. Por cierto, bien pocos nos llaman los hijos, y menos en días de diario, y esa tristeza, como de postre sin azúcar, nos deja al borde de una amargura que solo desaparece cuando limpiamos las migas del mantel. Malditos, llaman los viernes por la tarde, a las nueve o a las diez de la noche, o los sábados, y en esos días Teresa y yo estamos como ausentes, viajamos por regiones remotas donde no es necesaria la compasión de nadie. Te quiero más cuanto más solos estamos, amor, eso le digo, y ella me regala una de sus caras de diva de ópera y me besa en el cuello como si quisiera alimentarse de mi propia sangre: Mujer vampiro, me defiendo, y enseguida desaparece del salón, abandona la pantomima y agarra un llanto de media tarde que le dura hasta la hora de cenar. Sí, la escucho gemir, y es como si oyera el batir de una puerta de madera en un castillo habitado por fantasmas. Nuestros propios fantasmas.
Por las tardes, televisión, poca, que aturde el entendimiento y luego nos da por soñar con tonterías, alguna partida de chinchón y sesión de lectura. Ella lee novela francesa: Balzac, Flaubert, Sthendhal, siempre está diciéndome que en esos viejos tochos que huelen a musgo y a madera de cedro, cabe igual un carruaje de caballos que el corazón roto de un conde alsaciano. Admiro su cultura, y casi me avergüenzo cuando me mira de reojo y me sorprende, bolígrafo en mano, con los crucigramas de Ocón de Oro que nunca completo por falta de cultura general y de paciencia. Son eternas las tardes de invierno, tan largas que, a veces, el pantalón de mi pijama de tergal quisiera salir danzando de mi cuerpo, pero también me consuela saber que hay cierta elegancia de casta en esas horas intermedias que quedan hasta la cena. Merendamos con algún vecino del bloque de apartamentos, nos contamos cosas de la juventud y, en ocasiones contadas, probamos a querernos con cierta lujuria sobre el sofá de cuero que compramos cuando nació el pequeño, pero siempre está esa maldita lumbalgia para negarnos el placer como enemigo declarado. A las nueve, está casi todo hecho, nos preparamos algo de embutido y un yogur, y cenamos frugalmente. Después nos toca ir a dormir, planeamos la compra del día siguiente, y nos damos las buenas noches. Antes, dejamos el alma y las dentaduras postizas sobre dos vasos de agua en el lavabo. Todo es tan triste.
Los chicos no han llamado en dos meses, claro que ni falta que hace. Siempre la misma conversación, la misma negativa para no venir nunca a vernos. Quizá estén aliados para expulsarnos de sus vidas, pero si les queda algo de conciencia, nos visitarán a finales de mes por nuestro aniversario de bodas. Vendrán con una tarta de merengue y con muchas ganas de enterrarnos, pero al menos vendrán y eso es más que nada. Le digo a Teresa que son unos malnacidos, y ella no me responde, qué va a decir. Lleva tres días tan pálida, durmiendo como una muñeca de cera y despertándose solo para ir al baño. Solo espero que abandone esa actitud, que abra los ojos y acepte pasear de nuevo conmigo todas las mañanas. Sería como volver a empezar. Por cierto, se ha atascado la cisterna del baño y, quizá, dentro de unas horas me vea navegando a la deriva como un pobre náufrago sin isla. Pero no pasa nada. Solo deseo que Teresa resucite y vuelva a ser la de siempre, que me tienda otra vez la mano y acepte pasear conmigo todas las mañanas desde Legazpi hasta la Puerta de Alcalá. Le hablaré entonces como si todavía hubiese esperanza, y el tiempo pudiese estirarse como una comba infantil.
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