miércoles, 11 de octubre de 2023

“XVII CERTAMEN LITERARIO GENTE MAYOR”+ SEVILLA MUSICAL,NARRATIVA

Llevaba unas semanas revuelto por dentro. Con los intestinos casi en la garganta y en su lugar la tristeza. Viéndolas venir, ausente, bajo montañas de trabajo y tareas caseras autoimpuestas. Siempre ocupado y preocupado. Pretendía viajar en el tiempo al más puro estilo Marty McFly alejándose del día muy próximo en el que se cumplía el primer aniversario de la muerte de su padre. Era cuando toda Sevilla quedaba en silencio y se apagaban las farolas de las calles, el momento en el que sus meninges empezaban a atiborrarse de recuerdos, formando un castillo que solía terminar derrumbado sobre sí mismo hasta hacer de  su habitación una piscina olímpica desbordada de lágrimas azules. Desde que él se fue para no volver jamás, su vida era un torrente inabarcable de emociones descontroladas y bipolares, convertidas a veces en auténticas ganas de no ser cuando aquella música que tanto los unió sonaba por casualidad en la calle o en alguna de las pocas emisoras que a día de hoy la ponían en antena. Había decidido cerrar todas sus cuentas en las redes sociales y darse de  baja en los servicios de escucha de música. Vendió su televisor a las pocas semanas de quedarse solo y le regaló a una amiga el iMac con el que había teletrabajado durante los últimos meses en que acompañó la larga enfermedad de su padre. Incluso cambió su teléfono de última generación por un aparato  arcaico de segunda mano con el que sólo podía hacer llamadas y mandar mensajes de texto. Deseaba con todas sus fuerzas que esa música nunca hubiera sido inventada. Cuando se sumergía a solas en media docena de cervezas belgas, en casa, solía terminar tirado en el suelo maldiciendo a Nueva Orleans y a Nueva York, a Satchmo y a todo lo que oliera a jazz. Exponerse a esas notas significaba atravesar con cuchillas la piel hasta lo más hondo de sus entrañas.

Sin embargo, no pudo deshacerse del tocadiscos que presidía el mueble más esbelto del comedor de su casa. Jamás se lo había planteado, formaba parte natural de ella. Como esa pared que nunca piensas derribar. Tenía asumido que aquel ente con identidad única quizá era una extremidad más de su propio padre, un miembro que en absoluto cortaría. Habría sido como terminar de enterrarlo para siempre en los confines de su cerebro, y con él los cientos de recuerdos de los que ahora quería huir. Frente al aparato de aspecto antiguo pero sofisticado había pasado inolvidables fines de semana desde bien pequeño. Tardes de verano, días de vacaciones en Navidad viéndolo girar, aprendiendo a dejar impolutas aquellas galletas morenas y delgadas, brillantes y enormes; después a subir y bajar el brazo de la aguja en el momento adecuado. A mantenerla inmaculada. Y también a inflar todo su ser con las notas de la ilustre trompeta de Louis Armstrong, la particular voz de Holiday o el teclado inmisericorde de Joe Zawinul. Siempre bajo la atenta mirada de su padre, quien casi con la baba cayendo por la comisura de sus labios, sentía cómo el corazón de su hijo se hacía más rico, más sano y resistente nutriéndose de lo bueno y bonito que aquella música les regalaba.

La tarde del viernes en la que todo ocurrió se sentó a descansar en el sillón reclinable de piel marrón que su padre usaba para escuchar música a través de unos auriculares espumosos. Había salido a hacer algo de deporte aprovechando que el averno al fin se marchaba dando paso a tardes donde el atardecer ocurre cuando verdaderamente debe atardecer, al helor del viento que hace volar hojas secas y a los abrigos cálidos que reconfortan almas. Llevaba una camiseta de tirantes blanca y unos pantalones cortos rojos. Al reclinarse sobre el sillón su piel entró en contacto con la tela que aún olía a él y a sus vinilos, al tabaco de menta que solía fumar en lo que duraba la cara A de cada álbum. Cerró los ojos, se secó el sudor con la muñequera y se creyó literalmente abrazado por su padre. Allí se quedó horas, volviendo a sentirse protegido y reconfortado. La oscuridad de sus párpados entornados se hizo pantalla de cine en la que comenzaron a proyectarse inconscientemente algunos de los momentos que habían pasado juntos desde donde su memoria alcanzaba a recordar. Sabía que dolería, pero también sentía necesitarlo. La terapeuta a la que visitaba desde hacía pocos meses en una búsqueda desesperada para aprender a convivir con la gran pérdida de su vida se lo había repetido en más de una ocasión:

-          ¿Qué problema tienes tú con recordar? No olvides que eso fue precisamente lo que se llevó a tu padre. -insistía ella en cada sesión.

-          Duele hacerlo, ni quiero ni puedo asumir que no volverá. -decía él con la voz temblorosa y la mirada perdida.

-          ¿Crees que hay algo más bonito y profundo que el recuerdo de una madre o un padre? Nadie muere del todo si sigue siendo recordado, sinceramente no pienso que quieras olvidarlo. Yo no querría, nadie querría.

-          A veces ni yo mismo me comprendo. No quiero recordar porque sufro demasiado, pero al mismo tiempo tampoco olvidarlo… -se lamentaba mientras cogía un pañuelo de papel para secarse las mejillas.

Se incorporó y quedó sentado en el sillón con la cabeza apoyada en las manos abiertas sobre sus pómulos. El túnel en el que se encontraba era tan oscuro como la piel azabache de Thelonious Monk. "¿Vas a estar huyendo de él eternamente y al mismo tiempo estar cogido de su mano? Dolor eterno… no… no es eso lo que él habría querido"- pensó. Entró en la ducha y bajo el agua templada que cubría todos sus poros enjabonados lo decidió, aquello debía acabar y sabía cuál era la mejor forma de reencontrarse con él. La respuesta siempre había estado ahí, en el templo musical que se erigía en un lateral de la vivienda como un santuario sagrado: el despacho que llevaba cerrado desde que él murió. Pero enfrentarse a ello iba a ser más complicado de lo que imaginaba.

Su padre había enviudado muy joven y él apenas recordaba a su madre. Un infarto fulminante le dijeron, sin justificación ni aviso. "Palos que da la vida", se repetía a menudo para convencerse de que no podría haber hecho nada para evitarlo. Desde que los dos se quedaron solos en casa habían compartido sus mejores y peores momentos como padre e hijo, también como amigos. Se hacían compañía el uno al otro y tuvieron la suerte de disfrutar de las mismas aficiones. De entre todas ellas la música fue la que más le marcó. Su padre, afinador de pianos en uno de los estudios de grabación más reconocidos de la ciudad, llevaba a cenar a casa a grandes de la música. Artistas, ingenieros de sonido, productores, fotógrafos… Muchos pasaron por allí y compartieron con él y con su padre veladas repletas de experiencias, risas, anécdotas y siempre, siempre, con un vinilo girando en el tocadiscos. Las paredes de su despacho estaban plagadas de recuerdos junto a todos ellos, la mayor parte fotografías acompañadas de una cariñosa dedicatoria: "Sin ti hoy no habría sido posible. Stockholm 1964", decía la de Bill Evans. "Eternamente agradecida. Berlín 1968", escrita en rojo por Ella Fitzgerald en la esquina de otra. Y vinilos… ¡la cantidad de grabaciones que había podido acumular en aquél minúsculo despacho! Desde que enfermó, muchas tardes se encerraba allí con llave. Nunca supo por qué, no era algo que su padre soliera hacer. "Nada que ocultarte, nunca. Lo sabrás todo hijo", le había dicho en más de una ocasión cuando él sospechaba sobre su vuelta a esas drogas en las que Chet Baker lo metió en una ocasión, o cuando pensaba que había decidido retomar su vida sentimental con la cantante de algún club de jazz. Por esa misma razón el hecho de encerrarse en el despacho le inquietaba tanto. Y por más que le preguntaba nunca obtenía una respuesta clara. Sabía que su padre usaba su propia enfermedad para no contarle la verdad. Pero decidió quitarle importancia porque en aquella habitación nunca descubrió drogas, nunca olió a marihuana y por su edad, su enfermedad y su manía de procurar salir lo menos posible de casa, tampoco creyó que estuviera liado con ninguna jovenzuela. O jovenzuelo, quién sabe. Aunque nunca demostró preocupación por lo que su padre hacía ahí dentro encerrado, siempre sintió curiosidad. Al cabo de unos años la muerte se lo arrebató y todo aquello quedó diluido en llantos negros y melancólicos.

 

En eso fue en lo primero que pensó cuando salió de la ducha: "¿Qué cojones haría mi padre ahí dentro?". Con la toalla aún enrollada sobre la cintura, caminó hacia la puerta del despacho en el que no había vuelto a entrar desde el día en el que él se fue. Giró el pomo y por unos segundos esperó verlo de pie tocando su tema favorito de Keith Jarret en el órgano que él mismo le regaló con su primer sueldo. Todo se desvaneció cuando el frío y la humedad de la habitación se colaron por su nariz al respirar. Recorrió lentamente con la mirada las paredes forradas de estanterías color caoba repletas de vinilos apelotonados pero perfectamente clasificados. No había orden alfabético, tampoco cronológico. El archivo era mucho más simple pero personal: "Siempre los primeros, a la izquierda, muy a la mano, los que se me hacen duros al oído", le explicó una vez. "Eso hace que no repita siempre en lo que más me gusta. Es una manera de cultivarme en lo que Sonny Rollins o Jutta Hipp entendieron en un momento de sus vidas, pero yo jamás he logrado captar". Nunca le había parecido buena idea, pero ahora lo entendía. Ahora que ya no servía de nada todo tenía sentido.

"Y arriba, donde más me cuesta llegar, allí donde a veces tengo que pedirte ayuda porque ni con esta banqueta alcanzo a sacarlos, mis favoritos. Me sirve para mantenerme alejado de la fácil tentación". Miró a la parte superior de la estantería más alejada de la puerta y vio una caja con franjas verdes y azules. Le resultó extraño, su padre sólo guardaba allí vinilos. También pudo darse cuenta de que había algunos huecos vacíos donde debían estar sus preferidos. Llevaba sin entrar allí casi un año. Cogió la banqueta de tres peldaños y bajó la caja. En la tapa de la misma reconoció su letra: "Todas mis despedidas". Comenzó a acelerarse su latido, no era lo que esperaba. Era mucho más. La toalla que cubría sus piernas cayó al suelo, pero ni se dio cuenta. Ahora desnudo, dudó unos instantes. "¿Debo abrirla?

 

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