martes, 24 de octubre de 2023

"CERTAMEN LITERARIO GENTE MAYOR" Desde la una estoy solo. NARRATIVA.

                    

                                      DESDE LA UNA ESTOY SOLO  

                                              Seudónimo: Carpanta                

 Tal vez la época de postguerra civil en España agudizó la picaresca. ¡Es más que posible! Leyendas urbanas y chismes sobre el momento abundaban por doquier y otras se inventaban por aquello de que el miedo guardaba la viña... pero vayamos sin dilación al grano y no divaguemos.

El hambre apretaba a gargantas y cuerpos como el más cruel de los garrotes. Honorato tenía familia y apenas podía ofrecerles diariamente una comida que saciase, al menos con relativa frugalidad una vez al día, a los siete que componían su parentela numerosa. Si era tiempo de bellotas se lanzaba a la dehesa a robarlas, y si era tiempo de setas, nidos o níscalos, no faltaba algo que poder llevar a la boca de sus cinco hijos varones, su señora y la suya propia.  El Señor le había dado una prole abundante en tiempos difíciles, mientras el cabeza de familia se cuestionaba si aquello era fruto del amor que sentía por Enriqueta, su mujer, o simplemente que como no tenían para comer, empleaban el tiempo en la coyunda diaria  en procrear para así tener más gente con la que contar a la hora de hacerse viejos y poder ser mejor atendidos —como muchos pensaban en aquella época—. Daba igual. Como no había remedios para evitarlos y apretaba más la calentura de la cama que la del plato, de aquellos polvos llegaron todos los lodos que la necesidad y la penuria los arrastró hasta bien entrada una edad a cada uno de ellos.

Todo era efímero en cuestión de sustento, y para colmo de males, a Honorato se le atribuía confusamente una mala fama de ladrón de ganado y cuatrero de lo que nunca había ejercido. Eso no quería decir que no  hubiese pensado o  necesitado en innumerables ocasiones lanzarse al vacío y robar para llevarse algo al estómago sin medir las circunstancias, ni las supuestas represiones a las que se sometía, porque para él solucionar el hambre de los suyos estaba por delante de cualquier otra cosa.

En la vecindad, no muy separado de su casa, que finalizaba con un huerto que si coincidía con buena temporada le proporcionaba al capricho del clima, abundancia de  berzas y patatas, vivía un vecino que alardeaba de buena vida y que cada vez que se cruzaba con Honorato, le dirigía una mirada desafiante de superioridad, a la que el pobre no respondía. Si acaso, un "con Dios" o un "vamos", era la única respuesta y conversación que mantenían. El susodicho vecino también tenía huerto y un hortelano del pueblo –el tío Miguel—, que se lo cuidaba y preparaba con presteza, por lo que la diferencia en vistosidad y producción era abismal entre el uno y el otro.  Además, tenía unos techados donde criaba un par de cochinos blancos porque daban más peso y más hato, y al lado de las corraletas, un gallinero de una extensión considerable. Este albergaba una docena de gallinas ponedoras y un gallo castellano garboso que presumía de ellas como el rey del mayor harén del orbe. En esa casa no faltaba  ninguna necesidad porque moraban en ella una pareja ya entrada en edad  sin hijos y todo lo que producía el huerto, las corraletas y el gallinero, les daba con suficiencia para el abasto diario. Para suerte el pozo que regaba la propiedad estaba en mejor zona que el suyo y en una especie de hondonada natural del terreno en la que  no sufría apenas los rigores y consecuencias de la sequía por muy malo que fuera el año en lluvias, a diferencia del de Honorato.

Una mañana desesperado como siempre, se había lanzado a la calle en busca de trabajo o de hacer algo que le proveyese de algún dinero para, entre otras cosas, pagar en la tienda de coloniales del barrio en la que le iban apuntando lo más esencial con la promesa de abonarlo en el momento que pudiese, o cuando la fortuna o por el beneficio de algún chapuz o empleo esporádico se lo permitiera. Recaló en una taberna próxima que hacía esquina a su calle y aunque no era bebedor,  entró en la misma con la idea de tomarse un vaso de vino de pitarra casero con la única moneda que le había sobrado después de abonar la sustanciosa cuenta al vecino de la tienda  antes de retirarse abatido como casi todos los días a su casa, donde los cinco mocosos y su mujer pese a la adversidad, le  esperaban con la alegría de verlo aparecer con alguna talega o costal lleno de algo que no pasase por acudir con los bolsillos vacíos. Se tomó el vino de rigor casi de un trago, pero un vecino que sabía cómo lo estaba pasando, lo invitó a varias rondas sin pedir nada a cambio y este, que no estaba habituado a la ingesta por no tener un real, agarró media melopea y como pudo y mucho más tarde de lo acostumbrado,  se marchó para casa.

 Apenas tomó de almuerzo  un trozo de tocino añejo y una pera de su huerto, porque en el mismo tenía algunos árboles frutales y un naranjo de mandarinas dulces que hacían las delicias de los pequeños cuando no tenían nada ni para entretenerse, y mucho menos  para comer. Cuando se levantó de la siesta y a modo de una estrella fugaz,  le pasó por su cabeza una idea que rechazó en un principio,  pero que después de estar un rato sentado en el jergón de paja donde dormía junto al resto de los chiquillos, meditó profundamente acercándose a su mujer aprovechando que los niños jugaban en la calle diciéndole:

Esta noche le limpio el gallinero al tío Manuel como que me llamo Honorato y en la orza grande con pringue que tenemos sin condumio y de la que vamos sacando el tocino derretido, guiso las gallinas sin que nos falta carne en un par de semanas.

¡Tú estás loco de remate!, repuso su señora. Como te pille el vejestorio o te denuncie alguien que te vea,  vas a la cárcel y no sales de ella hasta que tus hijos hagan la mili. Entonces sí que nos traes la ruina... ¡No digas pamplinas!

Te juro Enriqueta por la gloria de mi madre, que no se entera ni Dios. Además, ese tío se va a dar cuenta de lo que vale un peine porque a mí ya no me mira desafiante como lo hace cada vez que nos cruzamos ni una sola vez más en su vida.

— ¡Ten cuidado Honorato que me da a mí que te estás metiendo en los pimientos sin darte cuenta y las consecuencias podrían ser peores!

Calla y prepárame un saco de rafia y una tapa de una caja de zapatos vieja con la que voy a dejar una firma.

¿Una qué? —Le dijo Enriqueta. ¡Si apenas sabes leer ni escribir!

Te he dicho que me busques el cartón de una caja de zapatos y un ramal de cuerda pequeño, que el saco ya sé yo de donde lo cojo.

Enriqueta lo hizo todo como Honorato le dijo y en cuestión de segundos tenía todo el material para la rapiña preparado, aunque viendo que eran las seis de la tarde y en esos comienzos de primavera anochecía mucho más tarde, no se imaginaba ni por asomo la estratagema del marido. Toda la sobremesa y la tarde la pasó Honorato sentado en la puerta de la casa que daba al huerto esperando la noche, y cuando esta se hizo y aguantó todo lo que pudo antes de que el sueño por el cansancio del vino del mediodía se lo llevara por delante, se lanzó a la aventura. Con sigilo saltó al huerto del vecino Manuel a sabiendas de que las gallinas estaban dormidas en los palos al uso que se ubicaban en los gallineros antiguos por la manía de las mismas de no apoyar las patas en el suelo. Encendió una pequeña vela con un fósforo que depositó en la entrada del gallinero y una a una las fue rematando a mano y metiendo en el saco con el sigilo de una gineta, hasta que llegó al gallo y le colgó al cuello el cartel preparado respetándole la vida. Apagó de un soplido la vela y a la luz tenue  de una luna creciente, regresó con el mismo sigilo a casa, pero con el saco de rafia repleto de aves que le darían trabajo y comida en una buena temporada.

A la mañana siguiente, nada más salir el sol, las voces del vecino retumbaban por todo el barrio: ¡Me han robado las gallinas los ladrones!  ¡Que vengan los municipales que me han buscado la ruina! Un barullo incontrolado y un vocerío de turbamulta sin ordenar se formó en la puerta de la casa hasta que llegó el jefe de los guardias,  que con una sonrisa disimulada solo pudo decir al leer el pasquín que tenía el gallo atado al cuello:

¡Esto no ha sido cuestión de zorras de cuatro patas! En el mismo, y con un tizón negro y una letra casi ilegible, alguien le había colgado al macho alfa del gallinero un lacónico:

                                            "DESDE LA UNA ESTOY SOLO".

 

                                                                                                     FIN.                       

 


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