miércoles, 11 de octubre de 2023

XVII CERTAMEN LITERARIO GENTE MAYOR - EL GATO DE SCHRÖDINGER - NARRATIVA


EL GATO DE SCHRÖDINGER (escrito por DoGo)

 

¡PAM!¡PAM!¡PAM!

Los golpes en la puerta restallaron como truenos en la tarde desvaída.

<![if !supportLists]>-         <![endif]>¡Señor Schrödinger!

¡PAM!¡PAM!

Schrödinger dormitaba en el sofá viendo caer las primeras gotas de una lluvia aguanieve. Se levantó sobresaltado y acudió descalzo a la puerta.

<![if !supportLists]>-         <![endif]>Señor Schrödinger.

<![if !supportLists]>-         <![endif]>¿Sí? – contestó, aún aturdido.

<![if !supportLists]>-         <![endif]>Soy su vecino, el señor Munch. Verá, no sé cómo decírselo; su gato esta…

<![if !supportLists]>-         <![endif]>¿Mi gato? - abrió la puerta y se encontró al señor Munch abatido - ¿Qué le ha pasado a Otto?

El señor Munch, aquel vecino del segundo cuarta esquivo que apenas saludaba, no sabía explicarle al señor Schrödinger cómo estaba su gato.

<![if !supportLists]>-         <![endif]>Es…; es difícil de explicar – secó con un pañuelo una gotas de sudor de la frente.

<![if !supportLists]>-         <![endif]>¿Qué le ha pasado a mi Otto? – repitió Schrödinger - ¿No me dirá que está…? – ante la mirada congelada de Munch y su rictus inexpresivo, temió lo peor - ¿Esta muerto?

<![if !supportLists]>-         <![endif]>No – se limitó a decir Munch secamente; evitando mirarlo a los ojos.

<![if !supportLists]>-         <![endif]>¿Herido? – Schrödinger no sabía qué decir; qué hacer, y la verdad es que Munch ayudaba poco - ¿Está herido?

<![if !supportLists]>-         <![endif]>No; tampoco.

<![if !supportLists]>-         <![endif]>Entonces… ¿está bien? ¿Está vivo?

<![if !supportLists]>-         <![endif]>Verá…, será mejor que me acompañe.

<![if !supportLists]>-         <![endif]>Un momento – Schrödinger entró con pasos rápidos y cortos y se puso las zapatillas y una chaqueta de lana beige.

<![if !supportLists]>-         <![endif]>Venga conmigo, por favor – Munch la invitaba a subir a su piso.

Subieron los peldaños precipitadamente y entraron en la humilde vivienda de Munch. Apenas habían entrado, le ofreció asiento y le preguntó si quería tomar algo.

<![if !supportLists]>-         <![endif]>Siéntese, por favor – le indicó una butaca junto a la estufa de leña que habían en medio de la habitación -. Quiere tomar algo. Tengo algo de aguardiente. Le ayudará a entrar en calor – le alargó una copita de cristal con un líquido ambarino y él se sirvió otra que se bebió de un trago.

Schrödinger no sabía qué hacer; ni qué decir. Con la copa en la mano y viendo como Munch se servía otra con cierto temblor, quiso saber:

<![if !supportLists]>-         <![endif]>Por favor, puede decirme qué le ha pasado a mi gato. Es lo único que tengo y…

<![if !supportLists]>-         <![endif]>No se preocupe – dio un nuevo sorbo a la copa ante la mirada estupefacta de Schrödinger –. Está…; está bien. Bueno…, eso creo; espero.

<![if !supportLists]>-         <![endif]>¿Cree? – Schrödinger no entendía; creyó seguir durmiendo en su sofá y que aquello sería sin duda una pesadilla de media tarde, pero el frio en su cuerpo le hizo dudar. Imitó a Munch, bebiendo la copa de un trago que le rajó el gaznate y aquella sensación de calor reconfortante que le subió desde el estómago no tenía parangón en el mundo onírico. Así que, lo que fuera, le estaba pasando en realidad.  

<![if !supportLists]>-         <![endif]>Está… en esa caja – Munch señaló una caja que había en el suelo, bajo el ventanal que golpeaba la lluvia.

<![if !supportLists]>-         <![endif]>¡Otto! – Schrödinger se levantó como empujado por un resorte y fue a por su gato.

<![if !supportLists]>-         <![endif]>No la abra, por favor – Munch le sujetó suave del brazo y le volvió a pedir que no abriera aquella caja -. No la abra.

<![if !supportLists]>-         <![endif]>Pero sí... me acaba de decir que ahí está Otto. ¿Por qué…?

<![if !supportLists]>-         <![endif]>Siéntese, por favor. Deme un minuto e intentaré explicarle. Siéntese. Tome – le sirvió una nueva copita de aguardiente.

Schrödinger la cogió y esta vez dio un sorbo más comedido. Munch acercó un taburete y se sentó junto a él. No sabía cómo empezar y, peor aún, cómo acabar.

<![if !supportLists]>-         <![endif]>Verá. Ya sabe usted que Otto sube a veces a jugar con los hijos del doctor Oppenheimer, el del tercero segunda.

<![if !supportLists]>-         <![endif]>Sí, pero… - Schrödinger no sabía dónde quería ir a parar Munch; su único pensamiento estaba en aquella caja; en abrirla y abrazar a Otto.

<![if !supportLists]>-         <![endif]>Espere, ya sé que está nervioso y que no entiende nada, y le confieso que yo tampoco, pero déjeme explicarle. Hágame el favor. 

Schrödinger apuró la copa con un buen trago y extendió la mano tímidamente para que Munch le pusiera otra. Se la sirvió diligente y prosiguió:

<![if !supportLists]>-         <![endif]>Como le digo, Otto estaba jugando en la casa de Oppenheimer y, por lo que fuera, se entretuvo en lo que él pensaría era una madeja de lana o un ovillo de hilo. Cuando en realidad, era un isótopo radiactivo con el que el doctor Oppenheimer experimentaba – antepuso la mano ante Schrödinger para cortar lo que serían varias preguntas agolpadas -. Por favor – volvió a pedirle -. Déjeme acabar. Según me ha dicho su esposa, Oppenheimer está unos días fuera de casa liado con un no sé qué proyecto Manhatan y Otto, que es tan curioso, se metió en su laboratorio y salió dándole con la patita a aquello haciéndolo rodar; jugando.

<![if !supportLists]>-         <![endif]>Es que Otto es así – Schrödinger adoraba a su gato -: juguetón y muy cariñoso.

<![if !supportLists]>-         <![endif]>Yo oí los gritos de la señora Katherine, la esposa de Oppenheimer, y subí a ver qué pasaba. Estaba de los nervios. Con la escoba en la mano. Sin saber qué era aquello que Otto hacía rodar por su casa. Y me dijo que su marido era un desastre: un, auténtico, desastre. Que siempre lo dejaba todo por ahí y que un día iban a salir volando por los aires. Reconozco que me hizo gracia que dijera aquello con la escoba en la mano. ¡Ah!, y que estaba harta de que el maldito gato se metiera en su casa. Menos mal que subí, porque estaba a punto de correrlo a escobazos.

Cogí a Otto para bajárselo, pero no sé cómo tenía cogido el ovillo que no había manera de que lo soltara. Y la verdad es que era una madeja extraña. Lo dejé en esa caja - señaló la caja bajo el ventanal - y subí de nuevo al piso de Oppenheimer; algo no me gustaba. Así que pedí permiso a la señora Katherine para ver si podía averiguar de qué se trataba. Como usted sabe, los pintores tenemos una especial sensibilidad y aquello que llevaba Otto, como le digo, me daba mala espina.

Pedí entrar en la habitación laboratorio a la señora de Oppenheimer y me dijo que el día menos pensado lo iba a tirar todo por la ventana, porque estaba harta de las tonterías de su marido.

Entré y, en verdad, aquello era un caos: detonadores nucleares por aquí, cesio y plutonio por allá. Cuánta razón tenía Katherine. Aquel hombre era una calamidad. Pero casualmente encontré con relativa facilidad lo que buscaba: una bobina parecida a la que Otto no quería soltar. Y, también por suerte, junto a ella, estaba su prospecto: “Lea las instrucciones de este isótopo radiactivo y consulte a su físico”. También me hizo gracia. Pero vayamos al grano – Munch vio que Schrödinger se empezaba a perder de nuevo y quiso abreviar -. Para no aburrirlo con tecnicismos, porque el prospecto era peor que el de los medicamentos, señor Schrödinger, resulta que dicho isótopo, una vez sacado de su caja, como hizo Otto con tanta habilidad, en un breve espacio de tiempo, puede descomponerse o no; a un cincuenta por ciento. Y si se descompone, mata a lo que esté junto a él.

<![if !supportLists]>-         <![endif]>Pero… Eso…; eso que dice, es horrible. Mi Otto. Mi pobre Otto. ¿Entonces… está?

<![if !supportLists]>-         <![endif]>¡Pues eso!

<![if !supportLists]>-         <![endif]>¿Y… usted qué hizo?

Munch aprovechó para rellanar las copitas de ambos mientras pensaba cómo contarle lo que seguía a continuación.

<![if !supportLists]>-         <![endif]>¡Por Otto! – levantó la copa Munch y brindaron.

<![if !supportLists]>-         <![endif]>¡Por Otto! – Schrödinger no sabía cómo reaccionar ante el torbellino de información virulenta que estaba recibiendo, pero notaba también cómo el aguardiente diluía su tensión.

<![if !supportLists]>-         <![endif]>Le he de confesar – prosiguió Munch -, que en esos momentos no tenía ni idea de qué hacer. Pero tampoco quería llevarle la caja con lo que podía haber dentro sin ofrecerle explicación u opción alguna. Me sentía en parte culpable. Así que subí a ver al vecino del cuarto primera; al señor Hawking. Sí, hombre – insistió al ver que Schrödinger no caía -. El de la silla de ruedas. Tan simpático – imitó la voz metálica del sintetizador y le arrancó una sonrisa forzada.

<![if !supportLists]>-         <![endif]>Claro. El señor Stephen. Es que yo le llamo por su nombre de pila. Buena persona. Y amable. Y educado también. Siempre saluda y sonríe en el ascensor.

<![if !supportLists]>-         <![endif]>Pues subí y, al hablarle de su gato, antes de que pudiera contarle lo sucedido, me dijo que cada vez que pensaba en él, le daban ganas de coger el revólver y volarse la cabeza. La verdad es que nunca lo había visto así, tan de mala gaita. Hablaba rápido y casi no podía entender aquel murmullo sintético. Tampoco podía hacerme gestos y su mirada estaba algo desquiciada; más de lo normal, me refiero. Luego lo entendí. Me contó con más calma que Otto se enzarzó con una rata en el cuarto de máquinas del ascensor y que de la que liaron, lleva varios días sin funcionar. Que ni le hablara del gato, ni de isótopos, ni de puñetas; que no estaba el horno para bollos.

<![if !supportLists]>-         <![endif]>Pobre hombre – apuntó Schrödinger -. ¿Lo vio bien atendido? Luego subiré a ver si le falta comida o necesita algo. Que viviendo solo y sin poder bajar a comprar…

<![if !supportLists]>-         <![endif]>Sí, será mejor, pero no le mencione el gato – le previno Munch -. Una más; va, la penúltima – volvió a rellenar las copitas destellando al trasluz del fuego de la estufa el líquido denso amarillento. Un nuevo brindis y Munch continuó: - Entonces me acordé del señor Einstein, don Albert, el del quinto quinta. A este seguro que lo conoce. Si hasta ha salido en una revista con la lengua fuera. Con los pelos así… - iba a revolotear las manos alrededor de su cabeza cuando Schrödinger lo cortó enseguida.

<![if !supportLists]>-         <![endif]>A este claro que sí – respondió Schrödinger con la mirada chispa y el habla algo pastosa -. El de los ácidos. Jajaja. ¡Hips! Perdón – se disculpó por el hipo sobrevenido. Creo que… - intentó fijar los ojos en la copa y bizqueó -. Y… ¿qué le dijo don Albert?

<![if !supportLists]>-         <![endif]>Nada – respondió contrariado Munch -. Su esposa me dijo que había bajado a comprar el pan y que tardaría.

<![if !supportLists]>-         <![endif]>¿Entonces…? – Schrödinger estaba en una encrucijada en la que no sabía qué hacer.

<![if !supportLists]>-         <![endif]>¿La abrimos? – dijeron al unísono.

Schrödinger presentía lo peor. Se acercaron para abrirla. La lluvia había parado y, tras la ventana, el atardecer desdibujaba el pantalán del puerto en matices anaranjados y ocres; en una tristeza inmensa.

Schrödinger pidió a Munch que abriera la caja y comprobara cómo estaba Otto. Que él no podía hacerlo.

Munch abrió despacio la caja. Schrödinger lo miraba expectante desde atrás; alejado; no quería ver. Munch se giró hacia Schrödinger con el semblante cogestionado. Se puso las manos en la cara y gritó desgarradamente hacia adentro. Salió de la habitación horrorizado y corrió hasta el pantalán del puerto; hacia aquel atardecer infinito.

 

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