martes, 24 de octubre de 2023

"XVII Certamen Literario Gente Mayor" La estatua del Parque Sur. Narrativa.

Seudónimo del autor: Leafares  

 

Título del relato: LA ESTATUA DEL PARQUE SUR

          

         Apenas quedó liberado en las aguas del estanque, el pequeño pez rojo permaneció inmóvil durante unos instantes. Luego dio un par de vueltas sobre sí mismo, al igual que lo venía haciendo cuando estaba cautivo en su minúscula pecera de cristal, y finalmente se alejó nadando de manera lenta, como dudando de su libertad, en el universo limitado de aquel pequeño estanque que iba a constituir, a partir de ahora, su nueva morada.    

Hasta que desapareció el pez, entre los juncos puntiagudos y bajo las flores y hojas flotantes de los nenúfares, Rubén, mi nieto, de cuatro años de edad, permaneció con la mirada fija en aquel lugar.  Luego me observó, y con la resignación que, solo unos instantes de profundo silencio pueden describir, me cogió de la mano y me pidió que nos marcháramos.  

            Viendo al pequeño incapaz de ocultar su decaído estado de ánimo, comencé a recordar aquellas ocasiones en las que, mi nieto, acercaba su carita hasta tocar con la nariz el cristal frío y transparente de la pecera.   Y era entonces cuando, el pececillo de color rojo, se aproximaba hasta situarse delante de Rubén y comenzaba a abrir y cerrar su boca, como intentando beberse toda el agua de su reducido habitáculo; o quizá, como tratando de explicarle algo al chiquillo a través del lenguaje, siempre mudo, de los peces. 

      Observando esto, nadie en casa dudaba de que entre mi nieto y el pez existía una mutua complicidad. 

            Precisamente por el cariño que le habíamos tomado a aquel ser minúsculo de color rojo y de cuerpo plagado de escamas, decidimos en asamblea familiar, liberar al pequeño pez de su cautiverio y depositarlo en el estanque del parque donde pudiera moverse con total libertad y en compañía de otros seres de su misma especie.   

            Con el propósito de distraer la atención de mi nieto, nos alejamos de aquel lugar, paseando junto a la arboleda del parque.  

 Octubre estaba llegando a su fin. El otoño comenzaba a teñir con una amplia gama de colores las hojas de los árboles: verdes las más tiernas; amarillentas las que en breve caerían del árbol como fruta madura; marrones, aquellas que ya en el suelo, formaban parte de la todavía incipiente hojarasca otoñal. Todo un derroche de policromía con el que la naturaleza nos obsequiaba en esta época del año.    

 Desde hacía algunos días se notaba en el parque la ausencia de las siempre elegantes golondrinas, síntoma inequívoco de que la estación estival había quedado atrás. En su lugar, las palomas y los gorriones seguían aguzando su ingenio sobre la manera de obtener el alimento diario con que sustentarse, intuyendo la inminente llegada del invierno.     

Ante nosotros, junto a un pequeño muro de piedra en construcción, se hallaba un montón de arena que había sido depositado esa misma mañana.  De inmediato pensé que el azar había puesto en mi camino el mejor juguete que en esos momentos podía proporcionarle a mi nieto para divertirse y olvidar lo ocurrido.    

Y así fue.  Mientras yo me sentaba en un banco de madera a dar el último repaso a la prensa diaria, Rubén se apresuró a manosear la arena, dejándose llevar de inmediato por su inagotable fantasía infantil, construyendo carreteras y montes, pozos y túneles; notando que, con el juego, se iban disipando los signos externos de tristeza dibujados en aquella carita de niño.   

  ―Abuelo, ¿sabes qué es esto? ―me preguntó mi nieto, al tiempo que sus manos hacían un agujero espacioso en la arena. 

 Viendo la cara de perplejidad que yo ponía, se apresuró el pequeño en darme respuesta: 

  ―Es un lago, para llenarlo de agua…  y poner mi pez rojo ―me contestó, convencido. 

            Está claro que existen sentimientos tan fuertes que no son fáciles de borrar de la mente en pocos instantes, aunque esa mente sea la de un niño de tan solo cuatro años. 

            Y continuó el pequeño con su juego, materializando sus fantasías infantiles en aquel montoncito de arena.   

Los rayos solares de la tarde dibujaban sombras alargadas sobre el parque.   El transitar de las gentes por las laberínticas callejuelas de los jardines, bordeadas de arbustos bien recortados, era todavía fluido.   

            Rubén seguía jugando en la arena, mientras observaba, con la curiosidad propia de un niño, cualquier detalle de su entorno, y no precisamente porque fuese la primera vez que visitaba aquel parque, sino porque a su edad todo está por descubrir.    

 El colorido de las flores otoñales, los pájaros con su caprichoso revoloteo y hasta los insectos más minúsculos, eran objeto de atención por parte de mi nieto.   

 En un determinado momento, Rubén elevó la mirada. Tras observar atentamente al frente se levantó y, acercándose hasta donde yo estaba, formuló una pregunta que me hizo recapacitar y evocar una conmovedora historia. 

            ―Abuelo, ¿por qué está rota esa pelota? ―me preguntó el chiquitín, señalando con su manita una esfera terrestre, ciertamente dividida en dos mitades, que formaba parte de una estatua situada en el centro del parque y sobre la cual se alzaba la figura pétrea de una preciosa joven, con las manos semi alzadas, como intentando echar al vuelo una paloma blanca.            

Iba a resultar largo de explicar y un tanto incomprensible para la mentalidad de una criatura de tan corta edad, pero sin saber cómo, ni por qué, comencé el relato: 

 

 "Juan Valera, era un joven honesto y sencillo, nacido en Bradosierra, un pueblecito norteño situado entre montañas.  Juan se hallaba feliz con lo que la vida le había dado: una familia humilde, unos amigos leales y una hermosa jovencita con la que pensaba, no a largo plazo, contraer matrimonio.   Trabajaba sus campos, cuidaba sus ovejas y era frecuente verle, en sus ratos de descanso, tallando alguna piedra con el fin de conseguir alguna figurita rudimentaria.  Era ésta una afición que había ido creciendo en él con el paso de los años. 

Por aquel entonces, la política en el país era tensa y se iba agravando imprevisiblemente.  Tanto es así que, un día azul de primavera, las campañas de la vieja torre de la iglesia de Bradosierra, sonaron más lúgubres que nunca.  ¡Había estallado la guerra!  Los jóvenes debían de prepararse para la lucha.   

Parecía como si todo lo demás, amigos, familia, hacienda… no tuviesen ya ningún valor.  Solo importaba la lucha: matar o morir.  Pero matar ¿a quién?, se preguntaba Juan lleno de asombro.  Quizá a cualquier otro inocente que, como él, anhelaba la paz. 

Su respuesta fue convincente y decisiva: 

          ―¡No empuñaré jamás un arma, aunque sea yo la primera víctima de esta situación! 

            Ni la humillación, ni el maltrato practicado a Juan por dirigentes de la contienda, le hicieron a éste desistir de su empeño.      

Lesionado por las palizas y destrozado moralmente, Juan Valera fue llevado a un campo de prisioneros para realizar trabajos forzados. 

Allí hubo de trabajar duro, de sol a sol, golpeando la roca, llagando sus manos, destrozando su vida; pero nunca aceptó cambiar el pico por el fusil a pesar de las repetidas veces que se lo propusieron. 

Había ocasiones en las que deseaba que alguno de los aviones que sobrevolaban la zona dejase caer alguna bomba, por ver si, con un poco de suerte, hacía volar el gran montículo de piedra que tendrían que demoler a golpe de pico, o en todo caso, morir como consecuencia de ello. 

Cierto día, rebuscando entre los guijarros, Juan encontró una pequeña piedra con una forma un tanto especial. La conservó y, por la noche, en el barracón de los dormitorios, se entretenía como en sus buenos tiempos, tallando el guijarro con una tachuela que había conseguido. 

Al cabo de algunos días, el objeto comenzó a tomar forma.  Parecía como el estilizado cuerpo de una joven, sosteniendo entre sus manos un ave, tal vez… una paloma. ¡Si, eso… una paloma!   Aquella sencilla figurita elevó el ánimo, un tanto truncado, del pobre picapedrero.   Fue para Juan como un destello de esperanza entre tanta desdicha. 

Durante su tiempo de cautiverio, solía contemplarla, cada noche, durante unos instantes, como creyendo ver, a través de ella, todo lo que deseaba: su pueblo, sus gentes, sus montañas… 

Sin duda, aquella estatuilla era para él como un símbolo de amor y de paz.   

La joven representaba el amor. La paloma, la paz.  Juan Valera soñaba en el día en que imperasen estos sentimientos en el mundo y desplazasen las hostilidades y la crueldad de las guerras. 

Cuatro años más habrían de pasar hasta que llegara la anhelada noticia:  

¡La guerra ha terminado! 

Juan asimiló la noticia con emoción contenida. A los cinco días era puesto en libertad. Caminó, infatigablemente, hacia Bradosierra. Pero cuál iba a ser su sorpresa, al rebasar el último recodo del camino y ver ante sí, los despojos de un pueblo destruido, como tantos otros, por el feroz ataque de la aviación enemiga. 

Con el ánimo destrozado, Juan anduvo por las calles repletas de cascotes hasta llegar al sitio en donde, tiempo atrás, estuvo su hogar. 

En su lugar, solamente encontró un montón de escombros del que emergían tan solo dos paredes que, a duras penas, lograban mantenerse erguidas. 

Parecía increíble aceptar la cruda realidad que estaba viviendo.  En la taberna, vetusta y desquiciada, situada tres manzanas más allá de la plaza Mayor, Juan encontró a Carballo, el viejo tabernero, quién le puso al corriente de lo acontecido.   Sólo unos pocos habían quedado en el pueblo como supervivientes de la contienda.  La familia de Juan había desaparecido. 

Aquel mismo día, el joven se alejaría de Bradosierra, del pequeño pueblo destruido que parecía fruto de la más horrible pesadilla. 

Una pequeña ciudad costera, Valdemarín, sería el nuevo lugar de residencia de Juan.  En la periferia de la población, habilitó éste una pequeña chabola abandonada en la que viviría olvidado durante el resto de sus días, practicando la mendicidad para subsistir, dado que su precaria salud le impedía realizar trabajos remunerados. 

Un día, contemplando la figurilla que había realizado en sus años de cautiverio, pensó en hacer una igual, pero de un tamaño tan grande como el de una persona.  

Y así, comenzó a tallar una enorme piedra que había conseguido colocar ante la puerta de su choza, gracias a la ayuda de unos albañiles.   El trabajo fue lento, pausado, hasta ir perfilándose los primeros rasgos de la escultura que parecían emerger de entre la roca inerte. 

Algunos meses después, empeoró la salud de Juan, temiendo él mismo dejar inacabada aquella obra en la que había puesto todo su empeño. 

Sólo su voluntad hizo posible que, a la primavera siguiente, Juan Valera, pudiera contemplar finalizada la estatua que había sido como un lema de su existencia. 

Durante los días siguientes se entretuvo dándole los últimos retoques, hasta que una mañana dejó de sonar el tintineo del martillo golpeando el escarpelo.  En la humilde choza encontraron, envuelto en su mutismo, el cuerpo sin vida de Juan. 

Él se había marchado, pero su mensaje de paz quedaría plasmado para siempre en la piedra de aquella estatua. 

Esta emotiva historia corrió, con extraordinaria rapidez, entre las gentes de Valdemarín, y eran muchas las personas que se acercaban, hasta la choza abandonada, para contemplar el trabajo minucioso del artista, tratando de interpretar su significado. 

Por aquel entonces comenzaron las obras de acondicionamiento del Parque Sur y todos coincidieron en que, la estatua esculpida por Juan Valera, debía de situarse en un lugar destacado de dicho parque, en donde se levantó un majestuoso pedestal para ser depositada la misma. 

Cuando los operarios, encargados de transportar la estatua hasta el parque, se dispusieron a arrancarla de su emplazamiento, se encontraron con serias dificultades. 

  Parecía como si dicha estatua se negase a abandonar el lugar en donde se le dio forma; como si su deseo fuese permanecer de guardián eterno ante la puerta de la morada de aquel fascinante ser que la había creado.   

A pesar de las precauciones que se adoptaron para no producir ningún desperfecto en la escultura, con gran sorpresa pudieron comprobar cómo, al ser esta desplazada, una enorme grieta dividió en dos partes la esfera de su base que representaba a la Tierra. 

El hecho causó estupor entre las gentes. Una vez situada la estatua sobre el pedestal del parque, se intentó reparar el desperfecto y unir la esfera.   

Difícil iba a resultar la labor, aunque al final fue conseguido el propósito.  Pero cuál sería la sorpresa de los presentes al observar que, al día siguiente, y a pesar de todos los esfuerzos llevados a cabo por los técnicos para unir las dos partes de la esfera de piedra, ésta había vuelto a resquebrajarse, mostrándose de nuevo dividida en dos mitades.  Se volvieron a realizar nuevos trabajos para lograr la unión de ambas partes, pero de nuevo resultaron infructuosos. Una aureola de confusión comenzaba a envolver este asunto impregnado de misterio.   

Se pensó incluso en tallar una nueva esfera de piedra para sustituir a la que, por todos los medios, se negaba a permanecer unida.  Pero las especulaciones y criterios de las gentes comenzaron a intervenir en el asunto, llegándose a la unánime convicción de que la esfera no debía de ser suplantada y que el hecho de que ésta se agrietase cada vez que se intentaba unirla, guardaba en sí, un mensaje que no era más que un reflejo de la auténtica realidad de nuestro mundo. Un mundo que, a pesar del sacrificio de muchas gentes, sigue roto, dividido en dos partes por los odios, rencillas, y deseos desmesurados de poder que hacen imposible que permanezca unido. 

De esta manera, la estatua del parque, nacida de la piedra e inerte por naturaleza, no podía manifestar mediante palabras su rechazo a las injusticias, y en un supremo deseo de rebeldía, partía en dos mitades, una y mil veces, la esfera de su base que simbolizaba la Tierra, una Tierra unida en su estructura física, pero dividida en el pensamiento de sus gentes. 

Transcurren los años y la escultura sigue acaparando la curiosidad de cuantos se acercan a contemplarla.  La extremada perfección de sus formas podría atribuirse al cincel de un artista consagrado, aunque Juan fuese tan sólo un aprendiz que, impulsado por su deseo de justicia, cabalgó en brazos de la fantasía hasta ver plasmados sus sueños en algo tangible: la estatua del parque. 

Suelen afirmar determinados ancianos del lugar que, si alguna vez llegase a prevalecer en este mundo el deseo de paz y justicia, la esfera de la estatua se uniría por sí sola. 

De momento ahí permanece, rota en dos mitades, sirviendo de pedestal a la hermosa joven esculpida en piedra, que cada amanecer, parece poner en libertad a una paloma que sobrevuele la Tierra, esparciendo la semilla de la que nazca la comprensión entre las gentes." 

 

Esta es, en definitiva, la historia de esa estatua y la leyenda surgida en torno a ella, que va trasmitiéndose a través de las generaciones. 

Y crean que me alegro de que estén ustedes escuchando mis palabras, porque si bien todo el relato que les he contado se ha debido a la pregunta que me ha formulado mi nieto, sabía yo, de antemano, que él no iba a prestar atención alguna a mis palabras, porque ni siquiera entendería el significado de las mismas.   

Y ahí lo tienen, poniéndose perdido de suciedad entre el montoncillo de tierra, pero disfrutando a lo grande de esa inocencia propia que entraña la niñez.   

Ojalá que, el día de mañana, cuando comience a dar por sí solo, los primeros pasos en la vida, no llegue nunca a perder la esperanza, y luche ante las adversidades que surjan en su camino de una manera honesta que sirva de ejemplo a los suyos. 

Y llegado ese momento en que los sinsabores de la vida vayan curtiendo su personalidad y dando forma a sus ideas, tal vez, algún día, volverá a pasar de nuevo por este parque y un extraño poder hará fijar su atención en la estatua de piedra.  Y quizá yo, su abuelo, ya no estaré aquí para contarle de nuevo la historia.   Pero la experiencia que habrá ido acumulando a lo largo de su existencia le ayudará a desvelar el mensaje que encierra, en su alma herida, la vieja estatua del Parque Sur. 

 

 


No hay comentarios:

Publicar un comentario