martes, 24 de octubre de 2023

“XVII CERTAMEN LITERARIO GENTE MAYOR”. "El violonchelo". Narrativa


"El violonchelo "

Una mujer madura viaja sola hacia una isla francesa situada en el canal de Madagascar, junto a las costas del sureste de África. Ha pasado una jornada difícil, larga, muy estresante por la incertidumbre de los vuelos – tiene que hacer varios enlaces – y por la frialdad de los aeropuertos con todo bicho viviente, pero especialmente con los mayores que, además, no hablan idiomas. Como es una señora vivida y decidida, afronta con optimismo esta imperdonable limitación lingüística y, pese a algún que otro mal entendido, se ve al fin sentada en la plaza que en check-in online había seleccionado días antes con su hijo: el asiento 17C. Eligió éste entre los disponibles sin complemento extra porque da al pasillo, está relativamente cerca del baño y más cerca aún de la puerta de emergencia. Ella da importancia a estos detalles.

Inmediatamente después de tomar asiento, dedica toda su atención a la entrada de viajeros con la interesada curiosidad de saber quiénes de ellos se convertirán en vecinos durante el vuelo. Espera tener suerte: que sean gente silenciosa, educada, delgada, que no compliquen aún más un trayecto de más de diez horas de duración. La mayoría de los pasajeros pasan de largo. Alguno que otro va ocupando los asientos delanteros. Se fija en todos y en todo. Tiene una visión panorámica, un objetivo "ojo de buey" en su retina. Ella es así siempre,  aunque no quiera,  no suele escapársele ningún detalle relevante de lo que ocurre a su alrededor. Observa, como ya suponía, que la gran mayoría son personas de raza negra que viajan en familia. Llama su atención el alto número de niños que entran. También los vestidos holgados y los sayones multicolor de las madres. La mayoría de ellas, jóvenes, grandes y orondas. El porcentaje de que le toque compañera con sobrepeso es alto. Habrá que asumirlo. No menos llamativo le resultan los increíbles bultos que entran en la aeronave como supuestos bolsos de mano. En un asiento cercano, en el pasillo a su izquierda, se para una mujer joven que carga con un niño de dos o tres años en el brazo izquierdo y con un microondas envuelto en celofán de embalaje en el derecho. Se pregunta qué tipo de artimaña habrá empleado para superar las normas y controles de embarque.

En ello pensaba cuando ve acercarse por el otro pasillo a un señor trajeado, de unos cincuenta años, al que enseguida clasificó de feúcho y elegante, avanzando con dificultad por causa del tamaño del maletón que como ariete levanta y empuja con brazos y piernas. Se trata de una caja- estuche rígida cuya forma remite de inmediato a un instrumento musical de tamaño considerable. Piensa en un violonchelo. Se vuelve a preguntar, ahora ya de forma retórica, que cómo es posible que esto ocurra, ¿cómo pueden dejar subir a la cabina semejante armatoste?

El hombre del violonchelo, ajeno a su perplejidad e indiferente al tapón humano que está formando tras él, se para justo delante de ella, en el asiento 16C. Con parsimoniosa delicadeza levanta el instrumento y lo coloca verticalmente en el asiento de al lado, en el 16B. Se inclina sobre él y busca la banda larga del cinturón de seguridad, la pasa por las badanas laterales del estuche y abrazándolo totalmente la abrocha delante, en la cintura, como si de una persona se tratara. Hecha esta operación, vuelve a erguirse en el pasillo para comprobar que le ha quedado perfectamente alineado. Complacido, se acomoda en su sitio, junto al violonchelo. La fila de personas atascadas tras él, impacientes y a punto de pedir explicaciones, avanzan de nuevo aliviadas.

La mujer madura está estupefacta. Ya no presta atención a quiénes serán sus vecinos laterales. Solo tiene ojos para sus dos vecinos delanteros: el hombre y el violonchelo. Entonces, reflexiona: ¿Este individuo ha comprado un billete para el violonchelo? ¿ Un billete de 1500 euros para llevar a su lado al instrumento? Y sigue pensando: pero vamos a ver ¿por qué este violonchelo tiene un trato tan especial? ¿Acaso no se facturan todos los días enseres más frágiles y valiosos? ¿Acaso la filarmónica de Berlín fleta un avión especial para sus violines?  Como no está segura de las respuestas y aún no han solicitado poner los móviles en modo avión, escribe en Google esta última pregunta.

La contestación es vaga e imprecisa y ella busca rapidez y concreción. Como no la encuentra de forma clara, se replantea otra entrada. Escribe: ¿Cómo viajar con un instrumento musical en un avión comercial? "…Los instrumentos musicales podrán ser transportados de forma gratuita como sustituto de la pieza de equipaje de mano, siempre y cuando, sus dimensiones no excedan de 55cm x 35cm x 25cm o 115cm lineales y no se supere el peso máximo establecido de 10kg. No es el caso, el chelo supera en mucho estas medidas. Es considerado, explican, objeto especial. Sigue indagando en las redes, ahora consulta cómo viajar en avión con un objeto especial. Encuentra una respuesta satisfactoria. Dice: "Si alguien quiere subir a la cabina de un avión comercial un equipaje especial, deberá costearse un billete adicional cuyo precio será el de un billete disponible en el momento de la compra sin incluir el importe de las tasas aeroportuarias. La mujer madura sigue leyendo el resto de detalles: "…en ningún caso el equipaje será superior a 75 kg. El equipaje deberá ir embalado de tal manera que permita ser amarrado al asiento y reclinar el asiento anterior. Nunca se colocará en los asientos de salida de emergencia. El pasajero que solicite el uso de un asiento en la cabina de pasaje para acomodar equipaje, no dispone de franquicia adicional de equipaje para ese asiento adicional adquirido"… Esto último no lo entiende bien, pero queda impresionada por la precisión de las condiciones. Deduce por ello que si se han molestado en redactarlo tan minuciosamente es que no debe de ser algo tan infrecuente y tan raro como a ella le parece.

Aun así, es incapaz de asumir que un ciudadano normal se gaste un dineral por tener a su lado a un instrumento musical, por mucho cariño que le tenga. La mujer madura , cada vez más intrigada, no admitirá en voz alta lo que está pensando. Pero lo piensa.

Cuando acaba el largo embarque, y cumplidas las instrucciones previas, el avión se lanza a toda velocidad por la pista de despegue con una hora de retraso. Bueno, piensa, poca cosa es una hora para este tipo de asuntos. Y cierra los ojos para sortear mejor el pequeño mareíllo que suele invadirla hasta que el avión se sitúa en altura y en velocidad de crucero.

Cuando los abre, ya ha finalizado la prohibición de desabrocharse el cinturón y de levantarse. Se plantea si ir o no ir al servicio; las dudas se despejan cuando oye ruido de preparativos de carritos previos a la hora de cenar. Irá y matará dos pájaros de un tiro. Atenderá a sus necesidades físicas y a su curiosidad. Al pasar delante del asiento 16C echa una mirada de reojo al 16B para comprobar que efectivamente el violonchelo, o lo que haya dentro de la caja del violonchelo, está perfectamente situado de pie y bien amarrado al asiento con el cinturón de seguridad reglamentario. Como si se tratara de un pasajero normal. De hecho, eso parecía: un pasajero bajito y barrigudo camino de su destino. Al trajeado dueño del objeto especial lo observará con calma a la vuelta del servicio. Tiene unos metros desde el lavabo hasta él. Esto le permitirá escudriñarle un poquito más e intentar captar algún detalle que le ayude a comprender lo que a ella se le antoja una extraña situación. Una rareza que no la deja estar tranquila.

Volvió del wc enlenteciendo cada movimiento para alargar el tiempo y poder observar de frente al hombre del violonchelo. Mientras le miraba, al principio disimuladamente y al poco directamente, el individuo no abrió ni un segundo los ojos. Se fijó que tenía colocados unos pequeños auriculares inalámbricos. Está escuchando música, dedujo. Normal, es músico. Aunque también es posible que esté escuchando un audio-libro; o un largo mensaje de voz. Aún sin datos objetivos, ella, sin saber porqué, se decanta por la opción del mensaje de voz. Es así de intuitiva. Se fijó también en el traje, que sin duda estaba hecho a medida. Un corte moderno, en color gris azulado, que le daba un toque informal y juvenil. Dedujo, también en esto sin datos objetivos, que el misterioso caballero era parisino y que estaba recientemente divorciado. Cuando el carrito de la cena se acerca a sus asientos, ella, absolutamente convencida de su actual soltería, se pregunta ¿por qué siente que eso tiene alguna relevancia con el hecho de ser capaz de pagarle un billete de avión a un violonchelo?  Tratando de encontrar alguna lógica a esa asociación de ideas se queda pensativa con la mirada perdida hasta que de forma insólita observa que una azafata despliega el soporte del asiento 16B y deja sobre él la bandeja térmica con la cena. El asombro es mayúsculo: ¿El violonchelo cena? Desconcertada, no oye que el segundo azafato le está hablando. Aunque no entiende claramente la pregunta que le hace se da cuenta que quiere saber qué bebida tomará.

– Agua – contesta en español, mientras abre la repisa de su asiento. El azafato la entiende. Le sirve un vaso, se lo deja en su sitio junto a la cena, le lanza una sonrisa y sigue avanzando el carrito por el pasillo. Todo normal, todo tan normal que a ella le parece doblemente anormal.

Intrigada, siente más curiosidad que apetito, se queda observando como el presunto músico se entrega con fruición al pollo con curry.  Comenzó a su vez ella a cenar sin perder de vista nada de lo que ocurría delante. Estaba impaciente por saber qué iba a pasar con la bandeja del violonchelo.

Pasó un tiempo razonable y no pasó nada, allí seguía la bandeja en su repisa. Parecía claro que el vecino no iba a duplicar la cena. A su alrededor todo el mundo había acabado y ya se oían por detrás movimientos de recogida. Se retiraron desperdicios y desechos. Se retiro todo menos la bandeja del asiento 16B que allí estaba y allí se quedó. Como si estuviera esperando a alguien; como cuando te guardan la comida en el hospital porque has ido a hacerte una prueba diagnóstica.

Se apagaron las luces generales, comenzaron a cerrarse las persianas de las ventanillas y empezaron a verse aisladas luces cenitales que algunos viajeros mantenían encendidas para leer algo o para buscar algún recurso que ayude a conciliar el sueño. El avión poco a poco entra en fase de mínimos: de luces, de ruidos, de movimientos, de calzado, de pudores. Una atmósfera de complacencia y tolerancia invade el habitáculo. Hay que intentar dormir como sea.

A la señora madura le cuesta mucho dormir en los aviones, aunque siempre lo intenta. Cierra los ojos, se pone los auriculares con música relajante, piensa en su hijo, en su nieto, y espera paciente que su cerebro se relaje y se ponga en modo automático. Presiente que si habitualmente le cuesta mucho hacerlo hoy le será aún más difícil, está inquieta, nerviosa, aunque, como contrapeso, muy cansada. Pasado un tiempo entra en un duerme vela indeciso, como si su cuerpo pidiera abandonarse y su mente se resistiera en hacerlo. Siente que quisiera ser un vencejo para dormir profundamente con un lado del cerebro, pero dejando al otro de guardia. Al fin se deja ir y entra en una ensoñación profunda en la que, paradójicamente, se ve completamente despierta contemplando cómo la parte superior del violonchelo, la que sobresale del asiento, es, en realidad, una cabeza humana. A partir de este momento, todo el violonchelo se humaniza lentamente y puede distinguir nítidamente el rostro y el hermoso cuerpo de una joven de color, casi una niña,  de un negro ébano reluciente, dando buena cuenta de la cena. El hombre del violonchelo la mira embobado y sonriente.

Se despierta. Ha pasado más tiempo del que cree. Mira hacia un lado, mira al otro, y mira al frente. Tarda en ubicarse en espacio y tiempo. Se coge la cara con ambas manos, abre y cierra los ojos. Vuelve a mirar con detalle la parte alta del violonchelo y ve que efectivamente la parte más delgada acaba conformando un redondel semejante a una cabeza humana, pero ve también que no es, en absoluto, la hermosa joven que estaba viendo cenar. Sin embargo, la bandeja ha desaparecido. Esta sumamente desconcertada. Ha sido todo tan real, tan vívido, que le cuesta aceptar que se haya tratado de un sueño. De una alucinación. Porque, se pregunta mientras camina hacia el servicio para lavarse la cara ¿ha sido un sueño, no?  Avanza confusa preguntándose cosas tan disparatadas como esta: ¿Hay alguna posibilidad de pasar los controles de un aeropuerto con una persona dentro de una caja? Revive el protocolo delante del arco, en las puertas de embarque: fuera metales, fuera productos prohibidos, fuera cinturón, bolso, zapatos…. Rayos X; escáner (informe médico si se detecta cualquier prótesis); policías; perros especializados.  Imposible: ningún ser humano, vivo o muerto, puede eludir tantos controles.

Con la cara refrescada y atusado el cabello, vuelve a su asiento sin dejar de elucubrar formas y maneras de cómo introducir a un ser humano de incógnito en un avión dentro de una maleta. Se le han ocurrido ideas a cuál de ellas más peregrina. Ninguna es viable, pero, aun así, aunque todo parezca ser un grandísimo disparate, ella sigue pensando que el sueño no fue un sueño. Y que vio lo que vio.

Prosiguió hilvanando imágenes a impresiones, hasta llegar, eran ya las cinco de la madrugada, a una conclusión única y exclusiva para su cerebro. La única que éste aceptaba como lógica y con un mínimo de sentido. Con ella conformada, se pregunta ahora qué hacer al respecto.

Amanece en el Indico. Los pasajeros se desperezan y comienzan a abrirse persianas. El desayuno se está sirviendo ya en la cola del avión. Todo el mundo recompone posturas, coloca objetos, acude a la vez al baño formando el lógico tapón. El habitáculo huele a humanidad, el aire está cargado. Los niños saltan, gritan, lloran…la vida vuelve a efervescer en la cabina. El sol naciente es de un rojizo fúngico intenso. Los reflejos plateados del mar se cuelan en cabina. Son de una belleza indescriptible. La señora madura no está para estética, no ve ni oye nada, continúa exhorta en la decisión que ha tomado, que tiene que tomar. Rechaza el desayuno, no tiene hambre. Acepta un zumo mientras se fija en cómo el hombre del violonchelo ordena al azafato que no deje bandeja en el asiento del violonchelo. Tampoco éste desayunará. Ella piensa de inmediato: "Lógico, todo el mundo está despierto. No va a ser tan tonto". Se anuncian las maniobras de aterrizaje, se abrocha el cinturón y cierra los ojos. No quiere mirar la pequeñísima franja de terreno arrebatada al mar sobre la que el piloto tendrá que hacerlo. Ya en tierra, antes de las instrucciones para el desembarco, comprueba en el móvil que hay cobertura. De inmediato comienza a escribir un mensaje dirigido a su hijo: " Acabamos de aterrizar. Luego te explico. No me preguntes ahora nada y tradúceme esto al francés, por favor: "Señor, discúlpeme, pero estoy absolutamente convencida que dentro del estuche no hay un instrumento musical. Necesito que lo abra. Si no lo hace, acudiré a la policía."

En menos de un minuto recibe el mail con la respuesta: " ¿Qué pasa mamá? Adelántame algo, me preocupas".  Y sin esperar respuesta, le añade la traducción del texto.

La señora madura desembarca detrás del hombre y del violonchelo. Se mantiene a una distancia no sospechosa y les sigue hasta la sala de la cinta de equipajes. Allí, le aborda. Le toca dos veces en la espalda. Cuando el hombre se gira se encuentra con la pantalla del móvil delante de los ojos. Lee el mensaje. Su rostro se vuelve progresivamente: sorprendido; tenso; irritado; incrédulo; curioso; comprensivo; sereno…

  • Madame, venez avec moi s'il vous plaît – Le dice.

La señora madura, que lee la gestualidad como nadie, le sigue hasta el banco corrido del hall. El hombre cincuentón, feúcho pero elegante, de traje sastre gris azulado, parisino, recién divorciado, y vamos a saber de una vez por todas cuántas cosas más, abre con suma delicadeza la caja, saca el chelo, se lo acomoda entre las piernas, fija el puntal en el suelo, coge el arco, mira despacio y con cierta ternura a la señora y comienza a tocar, sin dejar de mirarla fijamente a los ojos, la sonata en sol menor para violonchelo de Chopin…

 

Traveling

 

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