Cuando viajo a Melilla, almuerzo en un restorán cercano al hotel donde me hospedo. Reconozco que soy muy cartesiano: si encuentro un lugar que me gusta, no suelo cambiar. En mi vida familiar y en mis desplazamientos por motivos de trabajo, también escojo lo más cómodo y práctico. Aunque no atosigo al que no es como yo. En este restorán, sirven buenas comidas y a un precio razonable. Además, son atentos. A los clientes habituales les reservan las mismas mesas, y conmigo tienen esa deferencia. Me gusta sentarme junto a una ventana que da a la calle. Melilla es una ciudad bulliciosa. Ver el ir y venir de la gente me relaja mientras como.
Ya reconozco las caras de algunos comensales. En este viaje, me ha llamado la atención la mujer que se sienta en la mesa de al lado. Es elegante, con modales finos y una sonrisa casi perenne. El primer día que la vi, le eché unos sesenta y pocos años; después he sabido que tiene más de setenta. Viste siempre ropa ligera, la mayoría de las veces con motivos florales. Se pinta los labios de color carmín, pero no chillón, y el maquillaje de los ojos los resalta favorablemente. Son grandes y marrones. Ella creerá, casi seguro, que así resulta más atractiva. Noto que quiere seguir gustando. A mí me parece que se arregla de una forma un poco exagerada, no se ajusta a su edad, aunque reconozco que mantiene cierto poder de seducción.
La primera vez que la vi sentada en la mesa de al lado, me miró con una sonrisa que me perturbó. No sabría decir por qué.
Al principio, le respondía con una inclinación de cabeza. Esperaba que aquel educado modo de saludarnos fuese nuestro único acercamiento. Pero me acostumbré a su señal de bienvenida y empecé a interesarme por la mujer de la mesa de al lado.
Comía sola. En algunas ocasiones, salía acompañada.
Hoy, la conversación con un buen cliente se alargó más allá de mis explicaciones por las telas que le ofrecía. Debido a ese imprevisto, llegué tarde al restorán. Los camareros ya recogían las mesas vacías, que eran todas, menos dos: la mía y la de la mujer de la mesa de al lado.
Mientras tomaba mi güisqui de final de comida, se acercó y me preguntó si podía sentarse conmigo. Respondí afirmativamente. Su sonrisa era sincera. Se presentó una vez acomodada en la silla:
—Me llamo Carmela.
—Yo soy Juan.
Me levanté y le tendí la mano. Ella correspondió cogiéndola con suavidad entre las suyas.
La invité a acompañarme en la sobremesa. Ella aceptó y pidió una copa de Tía María. Enseguida se interesó por saber de dónde era yo y a qué venía a Melilla. No me molestó su curiosidad. Me gustó la manera cariñosa de preguntármelo. Además, hacía tiempo que deseaba esa cercanía, que sentía la imperiosa necesidad de hablar con ella, y me alegró que diera el primer paso. Parecerá mentira en un vendedor, pero para estas cosas soy muy tímido.
—Vengo de Mislata, muy cerca de Valencia —le respondí—. Trabajo en una empresa de telas que está en ese mismo pueblo. Aunque le confieso que nací en Melilla. Era muy pequeño cuando mi familia se marchó a vivir allí.
—¿Es bonito su pueblo?
—Sí, es muy bonito y los valencianos son buenos anfitriones. ¿No conoce Valencia?
—No. Me trajeron a Melilla siendo bebé y no he vuelto por la península —contestó con semblante triste.
—Desde que mi padre emigró, toda mi familia vive en la misma casa —seguí contándole—. ¿Usted dónde nació?
—En Málaga. ¿Le puedo hacer una pregunta? Espero que no le parezca indiscreta.
—Pregunte, seguro que no me molestará —dije sin pensar.
—Hace unos días, lo vi acompañado de un hombre mayor que usted, pero muy atractivo. ¿Quién era?
—Mi jefe. Nació aquí y hacía mucho que no venía —respondí, pero callé que era mi padre.
La sobremesa se alargó hasta que nos dimos cuenta de que un camarero nos observaba en silencio, a la espera de ver qué decidíamos. Creímos conveniente marcharnos.
Ya en la calle, me fijé en que Carmela conservaba una bonita silueta. No era alta, tenía la cintura estrecha y las caderas proporcionadas. En sus manos se dibujaban las venas y las arrugas que delataban el paso del tiempo. Mientras caminábamos al ritmo cadencioso de su edad, recordé una frase de Pitágoras: «Una bella ancianidad es, ordinariamente, la recompensa de una bella vida».
Me miraba cuando hablaba. Lo hacía en un tono familiar, como si me conociera de siempre, y yo tenía la sensación de que me transmitía sus conocimientos. Es triste que en la actualidad muy pocos aprecien la sabiduría de las personas mayores. Las asocian a la enfermedad y a la decrepitud, ya no las consideran indispensables, sino un estorbo. Pero, escuchando a Carmela, me ratificaba en que nuestros ancianos pueden enseñarnos mucho.
Con la mano derecha apreté la que ella apoyaba en mi brazo izquierdo. Agradeció el detalle con una sonrisa de satisfacción.
Cuando le dije que mi avión salía dentro de unas cuatro horas para Málaga, me hizo una propuesta:
—Te invito a un té en un cafetín que hay cerca de aquí, justo al lado de la estación de autobuses, en el Mantelete. ¿Aceptas?
Fue la primera vez que me tuteó.
—Encantado —respondí rápidamente.
Mientras recorríamos el trayecto hacia el cafetín, ella siguió cogida de mi brazo. Nos acomodamos en una mesa de la terraza, Nos sirvieron un oloroso té con menta.
Carmela sacó de su bolso una pitillera y la tendió hacia mí, ofreciéndome un cigarro. Cogí uno y ella otro. Fumamos y bebimos en silencio durante un rato, uno de esos que hacen pensar en cómo retomar la conversación.
Con su habitual tranquilidad, me explicó:
—Voy a contarte algo muy personal. Mi madre biológica murió en Málaga al poco tiempo de darme a luz. Era criada de la mujer que me cuidó como si fuera su hija y a la que yo considero mi madre. La llamaban la Rubia. El sobrenombre le venía de su romance a los diecisiete años con un torero conocido como el Rubio. Se trasladó a Melilla para trabajar porque en Málaga empezó a tener problemas. Cuando lo contaba, aseguraba que no se arrepentía. Aquí fue feliz. La ciudad estaba en auge entonces, era donde se abastecía el ejército destacado en la zona nordeste del protectorado español de Marruecos. Regentó varios burdeles en Melilla. A ellos acudían personajes de la clase alta, tanto militares como civiles. Todos la respetaban.
La miraba absorto, entre la admiración y la curiosidad. Permanecí en silencio cuando ella dio un par de caladas parsimoniosamente antes de proseguir con su relato:
—A punto de acabar mis estudios de maestra, en uno de los locales de mi madre conocí a un cabo de Regulares n.º 5 que cantaba maravillosamente. Luis era su nombre. Medía un metro setenta y ocho, sus ojos azules brillaban en su rostro anguloso y su pelo castaño se rizaba ligeramente. Tenía aspecto de necesitar una buena comida —sonrió con la ocurrencia—. Nos enamoramos. De nuestros encuentros furtivos nació un hijo. Te quería contar una historia breve, pero veo que me he remontado muy atrás; si te aburres, no te preocupes: me lo dices y lo dejamos.
—Me parece muy interesante. Continúa, por favor. —Me intrigaba tanto lo que me relataba como saber por qué lo hacía.
Al fijar su mirada en mí, percibió mi sinceridad y siguió:
—Luis se alistó en el ejército en 1939, con dieciséis años, como educando en la banda de tambores y cornetas de los Regulares. Pero no lo hizo por la música, lo obligaron las penurias que pasaba con su modesta familia. También era hijo de madre soltera.
»Se llamaba Antonia y tenía otro hijo menor, Manuel. En Málaga conoció a un soldado raso y se fue con él y los niños a Segangan, en el protectorado español del norte de Marruecos, donde en aquel entonces se encontraba el regimiento de Regulares n.º 5. Antonia murió con tan solo cuarenta y cuatro años. Las duras condiciones que sufrió le pasaron factura.
—Dos vidas muy fascinantes pero diferentes —fue lo único que acerté a decir.
Ella continuó su relato:
—Tiempo después, Luis contrajo una grave enfermedad: pleuresía. El compañero de su madre, cuando finalizó su vinculación con el ejército, se marchó a Huelva. No volvieron a tener noticias de él.
Me ofreció otro cigarrillo, que rehusé amablemente. Ella encendió uno y, después de varias caladas, dio un sorbo al té.
—Nos casamos por la iglesia. Mi madre nos aconsejó que lo hiciéramos. En aquellos tiempos, estaba muy mal visto convivir con una persona fuera del matrimonio. Nos fuimos a una pequeña y destartalada casa en Segangan, de las que el ejército proporcionaba a la tropa con familia.
—¿Qué tal es Segangan? Me gustaría conocerla, aunque ahora ya no será igual que cuando los españoles estaban allí.
—Desde que me marché a Tetuán, no he vuelto por Segangan. Recuerdo que entonces el recinto militar estaba amurallado y en las proximidades había tres calles en una pendiente para las familias de la clase de tropa. Eso era todo, con algunos bares como única diversión. En las afueras, lejos de las viviendas, sobresalían dos edificios donde estaban las prostitutas. Allí se desahogaban los soldados. La Rubia se hizo con el negocio para estar cerca de mí y, sobre todo, de su nieto, Nico.
Al oír el nombre de Nico, me sobresalté. Ante mi ademán de intervenir, me sugirió con un cariñoso gesto que permaneciera en silencio hasta que ella concluyese. Acepté. Estaba desnudando su alma y quería conocerla.
—Un día, me fui a Tetuán con Rafael. Era amigo de mi marido. Me había enamorado locamente de él. Por seguirlo, me separé de mi hijo. Mi madre tardó mucho tiempo en perdonármelo. Lo perdí para siempre. Lo merecía.
Carmela se puso muy muy triste, se lo noté en el tono de voz. Yo le acaricié una mano. Por primera vez la veía sufrir. Al cabo de un rato, se repuso y dijo:
—Rafael era cabo de Regulares. Durante un corto periodo, fui muy feliz en Tetuán. Me abandonó después de nacer nuestro segundo hijo. Se comportó como un miserable —silabeó la palabra con cierta rabia—. Entonces comenzó mi época más confusa. Di tumbos por diversos trabajos hasta que mi madre me pidió que regresara a su lado. Acepté. Estaba deseando volver a casa.
Carmela seguía emocionada. Aproveché que hacía una pausa para decirle:
—Se te va a enfriar el té.
Con el dorso de la mano se secó las lágrimas que le recorrían las mejillas.
—Mi madre murió el año pasado. Hasta el último aliento estuvo pensando en su nieto. Pidió que en su lápida pusiéramos el nombre con el que la bautizaron:Teófila, en el ataúd colocamos entre sus manos una foto de su nieto.
—Carmela, es apasionante todo lo que me has contado —dije, agradecido de que me hubiera revelado algo tan personal. Y volví a preguntarme por qué lo había hecho.
Ella se puso en pie y, tras arreglarse la falda, extrajo un sobre de su bolso.
—Quisiera pedirte el favor de que le entregases una carta a tu jefe.
Me dio un par de besos de despedida y me deseó un buen viaje. Cuando la vi desaparecer por una bocacalle, miré el sobre. Llevaba escrito: «Para Nicolás, con cariño».
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