CIRUGÍA VENECIANA
Seudónimo: Auroch
Tenía la inmensa suerte de haber encontrado un trabajo como guía de turismo en la increíble ciudad de Venecia. Era sin duda la ciudad más romántica de las que conocía y pensé que también de las que conocería en el futuro. Aquella ciudad rezumaba romanticismo en cada calle, plaza, puente o canal. No se parecía a ninguna otra en todo el mundo. Los palacios, mansiones y casonas, pertenecientes antaño a acaudalados mercaderes de la entonces próspera ciudad, se asomaban a los innumerables canales por los que navegaban góndolas, lanchas y vaporettos, que eran como los autobuses y taxis de otros lugares.
A mi llegada a la ciudad unos meses antes, tomé un vaporetto que me llevó directamente a la Riba degli Schiavoni, frente a la Piazza San Marco. Mi primera impresión había sido impactante. Nada más desembarcar en el muelle, mi sensación fue la de haber retrocedido varios siglos en el tiempo, viéndome envuelto por la atmósfera de los edificios a mi alrededor y las góndolas en el muelle con su característico chapaleo. La torre de ladrillo utilizada antiguamente para el avistamiento de las naves que se acercaban, llamada El Campanile por un lado, el Palazzo Ducale por otro y la Basílica de San Marco un poco más allá, me hicieron imaginar a los ricos comerciantes, quizá familiares de Marco Polo, y a los cortesanos del Dogo paseando por los soportales y el espacio abierto de la plaza. Gratamente impresionado por aquel primer contacto, recorrí la plaza para respirar su ambiente y entré por una de las calles que partían de ella. Mi camino me llevó entre vetustos edificios que destilaban humedad e historia, antiguos muelles de carga o fondamentas junto a los canales y puentes que los atravesaban en un laberinto de callejones en los que apenas se podían cruzar dos personas. Los bacaros o pequeños bares donde tomar una copa de vino y una comida casera, se alternaban con tiendas de venta de cristal de Murano y otras de máscaras de carnaval.
Llevaba trabajando ya una temporada en la ciudad la tarde en que me dirigí hacia uno de los lugares al que me había acostumbrado a acudir casi todos los días, la librería "Acqua Alta", dada mi pasión por los libros antiguos. El nombre venía dado por las mareas altas de Venecia que se conocen como acqua alta, y es un fenómeno que consiste en que el nivel del agua supera los noventa centímetros por encima del nivel de la marea normal. La frecuencia en la que se producen las inundaciones ha ido en aumento a lo largo del último siglo, de menos de diez a más de sesenta veces por año. Las aguas de la marea suelen invadir las calles, plazas, y las plantas bajas de muchas viviendas y edificios públicos y religiosos. Actualmente, muchas plantas bajas ya no son habitables porque son inundadas constantemente. Los inconvenientes y problemas por las aguas altas se han ido solucionando sobrealzando el suelo de las plantas bajas aportando más material y creando pavimentos a nivel cada vez más alto. Y gracias a las nuevas técnicas disponibles se han propuesto defensas de construcción para los edificios como los aljibes de hormigón bajo los pavimentos para impedir la filtración del agua. Un aljibe es un depósito destinado a guardar agua, que se conduce mediante canalizaciones. Las paredes internas suelen estar recubiertas de una mezcla de cal, arena, óxido de hierro, arcilla roja y resina de lentisco, para impedir filtraciones y la putrefacción del agua que contiene. El secreto, es el mantenimiento constante, una lucha interminable contra el agua salada. El Acqua Alta es un fenómeno que se produce en Venecia particularmente en otoño e invierno, aunque puede darse en cualquier otra época. Si el nivel sube hasta el metro sesenta, no queda un rincón seco en toda Venecia.
La primera vez que entré observé cómo los viejos volúmenes de segunda mano se apilaban por todas partes sin un orden aparente y me invadió ese olor tan característico a polvo y humedad de los libros antiguos. En el centro se encontraba una góndola verdadera a rebosar de libros y por todas partes se veían varios tipos de barcas igualmente repletas y hasta un par de vetustas bañeras. En una ciudad como Venecia, que se inunda periódicamente a causa del acqua alta, objetos tan delicados como los libros no están a salvo de los estragos que el agua puede causar. Por ese motivo, Luigi Frizzo, el dueño de la librería, optó por meter sus libros dentro de una góndola.
Aquella tarde llegué ante el establecimiento y empujé la puerta de la librería distraídamente. Al hacerlo, tropecé levemente con alguien que estaba cerca, pues en aquella ocasión el local estaba bastante concurrido. Apenas presté atención a aquella persona dirigiéndole un escueto "disculpe" y me acerqué al pequeño mostrador donde saludé a Luigi como cada vez que lo visitaba. Acababa de ponerme a ojear las estanterías cuando escuché una voz fina que decía:
Ese hombre me ha robado mi bolso.
Se trataba de la joven de unos veinte años con la que había tropezado al llegar. Su melena lisa y sin gracia, sus piernas anoréxicas y su voz engolada ya me dieron una primera imagen de niña pija de buena familia y barrio elegante, lo que me confirmaron su exclusiva camiseta Gucci y sus ajustados vaqueros Calvin Klein. El hombre que la acompañaba, con aroma a perfume caro, su elegante traje gris y la corbata que parecía que iba a estrangularlo, se acercó a mí diciendo:
Haga el favor de devolver a esta señorita su bolso.
Fastidiado por aquella intromisión en mi tranquilidad con una falsa acusación de robo, aquello me parecía absurdo y contesté con hastío y cierta grosería:
Yo no sé nada de eso. Dígale a su novia, su querida o lo que sea, que me deje en paz, por favor.
Y me volví de nuevo hacia mi inspección de las estanterías.
No es nada de eso. Es mi hija. No me deja otra alternativa que llamar a la policía – amenazó el del traje.
Sin siquiera mirarlo, me encogí de hombros y me centré en los libros. Luigi escuchaba con estupor mirando a uno y otro alternativamente.
Me sorprendí cuando unos minutos más tarde llegó la pareja de "carabinieri" de turno. Pensé que cuando se les necesita de verdad, podías dedicarte a contar corderitos y dormirte antes de que aparecieran. Tras acusarme el trajeado nuevamente del hurto, uno de ellos se dirigió a mí con corrección:
Buenas tardes, caballero. ¿Podría mostrarme qué lleva en los bolsillos y bajo la chaqueta?
Consciente de que no tenía derecho a pedirme aquello y seguro de mi inocencia, respondí con la misma educación:
Buenas tardes, agente. Yo solo quiero que me dejen tranquilo. Dígale a ese señor que no tengo nada que ver con lo que dice.
En ese caso, le tengo que pedir que me acompañe a comisaría.
Allí sí que me podrían registrar, pero aunque no encontrasen nada, el celoso padre ya habría conseguido trastocar mi anhelado rato de relajación después del trabajo.
En aquel momento salió de los lavabos otra joven con la misma pinta de pija que la acusadora. Traía la cara pintarrajeada como un pavo real. Se dirigió a ella y con voz cantarina le dijo:
Oig, chica. Ese maquillaje nuevo tuyo es una maravilla. Lo acabo de probar.
Entregó un bolso Michael Kors a su amiga. La otra, abrió la boca asombrada y enseguida replicó:
Pero ¿qué haces tú con mi bolso?
Estaba probando el maquillaje, ya te lo he dicho – contestó -. Ha sido solo un ratito. Te lo he cogido antes para ir al baño.
Mi mirada se encontró ahora con la del padre de la criatura. En mi rostro solo se movió una ceja hacia arriba. Estaba claro que le estaba preguntando "¿y ahora qué?".
Después de despedir a los agentes, el del traje se acercó a mi por un lado y comenzó a hablarme.
Admita mis disculpas. Yo no...
Con un gesto de la mano y sin siquiera mirarle, detuve sus palabras. El otro se retiró en silencio y yo me dirigí hacia una diminuta mesita para hojear un libro que me había interesado. Momentos más tarde percibí que se acercaba nuevamente. Esta vez levanté la cabeza para encararme con él.
¿No he sido lo bastante claro para que usted y su familia dejen de molestarme? - dije.
El trajeado levantó las manos en un gesto de apaciguamiento. En una de ellas portaba una tarjeta que me mostró sin decir palabra y después depositó en la mesa junto a mi libro. Seguidamente recogió a sus acompañantes y los tres salieron del establecimiento en silencio.
Estaba cerrando el libro y ya me disponía a pagarlo y volver a mi casa cuando mis ojos se posaron de nuevo en la apartada tarjeta. Era una tarjeta de visita con un nombre de florida letra eduardiana:
Leone Corleone Simeone
¿Leone Corleone Simeone? Parecía una broma. Rápidamente pensé que aquel apelativo le venía como anillo al dedo. Con aquellos apellidos, quien le había otorgado el nombre a la hora de bautizarlo o era muy bromista o no le quería nada bien. Sin duda en el colegio sus compañeros se habían reído de él todo lo que habían querido. Bajo esta primera línea se leía una segunda:
Clínica estética. Cirujanos
Debajo había una tercera línea con la dirección de la clínica y el teléfono. Fui hasta el mostrador para pagar el libro y lancé sobre él la tarjeta para que Luigi la tirase a la basura. Al caer, lo hizo con la cara impresa hacia abajo y el librero me dijo:
Por la parte trasera tiene algo escrito.
Volví a cogerla y vi que a mano y con una cuidada caligrafía, el trajeado había escrito:
Me gustaría disculparme por el malentendido de hoy.
Preséntese mañana a las doce del mediodía en mi clínica
y recibirá una compensación económica.
Le recomiendo que venga afeitado.
De nuevo logró sacarme de mis casillas. Se pensaba que por una mísera propina tenía el derecho de decirme cómo debía mantener mi imagen. Pasé la mano instintivamente por mi mentón y comprobé que tras haberme olvidado de afeitar aquella mañana, ahora la barba asomaba unos milímetros. Tomé un trozo de papel marrón para envolver, pedí un bolígrafo a Luigi y escribí:
Aunque usted sepa poco de eso,
los que trabajamos no podemos perder el tiempo
en acudir a recoger limosnas,
ya que tenemos horarios de personas normales.
Puede usted tirar de la parte trasera de la cintura de su pantalón
y con la otra mano introducirse su compensación económica
en su anatomía interna.
Y le recomiendo que se afeite esa parte
para que dicha introducción sea más liviana.
No creo que tenga que aplicar cirugía estética alguna.
Satisfecho con la finura con la que había descrito aquella despectiva grosería, guardé en el bolsillo el irregular trozo de papel y me despedí de Luigi hasta el día siguiente. Antes de irme a casa, pasé por la dirección que indicaba la tarjeta y deposité mi arrugada misiva en el buzón de la clínica imaginando la cara de imbécil que se le iba a quedar a papá Leone.
Al día siguiente acudí como siempre a la librería y al verme llegar este ya había depositado en el mostrador un paquete envuelto en papel marrón, de forma cúbica y de unos treinta centímetros de lado. Ante mi mirada inquisitoria, comentó:
Lo ha traído un mensajero esta mañana para ti.
Me encogí de hombros y comencé a romper el envoltorio de papel. Dentro apareció una caja con la marca de una conocida sexshop de la ciudad.
¿Es una broma? - pregunté a Luigi.
No por mi parte, desde luego – contestó-. No tengo ni idea de qué va esto.
Con una mezcla de desconfianza y de curiosidad, abrí la tapa superior de la caja y saqué el artículo de su interior. Se trataba de una pieza de látex con una forma muy lograda de un bonito trasero, con sus dos redondeadas nalgas. Pegada con cinta adhesiva a la rosada pieza había una tarjeta como la que me había dejado el cirujano el día anterior. En el reverso había escrito con su inconfundible letra:
Como podrá comprobar, he seguido su consejo.
La introducción ha resultado bastante más fácil
de lo que usted presumía.
Y, en efecto, no he necesitado aplicar cirugía.
Al momento intuí lo que tenía que hacer. Tomé el trasero entre mis manos y separé suavemente los gomosos glúteos con los dedos pulgares. Allí estaba. Al abrirse las dos mitades del artículo asomó un papel por el orificio resultante. Doblado en varios pliegues extraje un billete de quinientos euros de los que hacía años que no veía. Ese día aprendí que no hay que juzgar a las personas por la primera impresión que ofrecen.
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