La urna
La verdad es que me contrarió mucho el fallecimiento, el pasado mes de abril, de nuestro abuelo Víctor, un hombre divertido y despreocupado, pero firme, dueño de una voluntad sin límites. Aunque sabía que ya descansaba en paz, la noticia me conmocionó por completo y hasta lloré un poco en seco. No quise derramar lágrimas porque a él no le hubiera gustado que nos entristeciéramos, y yo siempre le tuve un sincero respeto, próximo a la admiración, por los cuidados y atenciones que me prodigó en la infancia. De hecho, guardo con celo su cordial cariño y sus consejos, que tanto me han ayudado en el incierto trajinar por este mundo.
Al recibir la amarga nueva por una llamada de mi primo Álex, me encontraba en Castellón por motivos de trabajo, pero solicité un día libre y cogí de inmediato el tren de vuelta hacia Madrid. Llegué de noche a la ciudad y me recibió una pertinaz lluvia que acentuó mi desconsuelo, pero no me arrepentí de la decisión. Los familiares no me hubieran perdonado que faltara al sepelio, y mi propia conciencia tampoco. Sin duda, yo también necesitaba el descanso y la paz de Dios, al menos mientras durara la misa del funeral, y no por toda la eternidad que le esperaba a mi querido abuelo.
Tal como estaba programada, la ceremonia se realizó al día siguiente en el tanatorio de Tres Cantos, donde había sido incinerado. Llegué justo antes que comenzara, y pude reencontrarme con mis parientes y con muchos conocidos a quienes no veía desde hacía tiempo. A la abuela Carmen se la notaba angustiada y aturdida. No sin razón, ni siquiera tenía ánimos para hablar, así que intentamos transmitirle un afecto que calmara su pena, infinitamente más sentida y profunda que la nuestra. Al fin y al cabo, su marido no le había tocado en una tómbola, sino le había elegido entre otros candidatos, y había compartido medio siglo de vida en una dulce cadena junto a él, o sea, más años de los que contábamos cualquiera de sus vástagos.
Acudimos a darle el último adiós cerca de un centenar de personas. En las escaleras del altar se exponía una urna de latón dorado, adornada con una greca en su parte más ancha, que contenía las cenizas del finado. Recuerdo que flotaba en el aire una espesa melancolía, no obstante, el evento estuvo impregnado por el sello personal del abuelo, de su pasión y sus ganas de vivir, algo que él había contagiado a sus familiares y a sus mejores amigos.
Una vez dentro de la iglesia, me senté en un banco junto a mi primo Álex. Este me dijo que habían encontrado al abuelo por la mañana, cuando fueron a buscarlo a su habitación, sin embargo, los detalles de su tranquilo desenlace no apaciguaron mi pesar.
—Pensaron que aún estaba durmiendo, porque en sus labios resplandecía una seráfica sonrisa… —me confesó Álex—. Dicen que tenía cara de ángel.
El sacerdote que ofició la misa, don Marcelino, que le conocía en lo más íntimo y había venido desde Guadarrama para despedirle, glosó su figura como emigrante y empresario en Latinoamérica. Luego, tras la bendición, el tío Carlos puso el broche al acto y leyó unos fragmentos del obituario, publicado ese mismo día en el periódico, que arrancaron encendidos aplausos a los asistentes.
Al finalizar la celebración, arremolinados en los primeros bancos del templo, traté de consolar a su única hija, mi tía Pilar, y no encontré fuerzas para darle algo más que un sentido pésame. Ella se mostró muy serena, mientras que yo a duras penas pude aguantar las ganas de llorar.
No me era fácil asimilar que jamás volvería a disfrutar de la amable presencia del abuelo Víctor, porque había emprendido ya ese viaje que, algún día, todos habríamos de recorrer. Lentos pero incontenibles, los vagos recuerdos que guardaba de él emergieron con un efímero esplendor, igual que florecen las rosas en mayo, y aquel choque emocional dio paso al lento manar de una nostalgia que se tornaba por momentos dolorosa. Sentía que me habían clavado un puñal en la boca del estómago, aunque sin echar sangre.
—¿Dónde le vais a enterrar? —pregunté al tío Carlos.
—Quiere que sus restos se lancen al viento desde un mirador del monte.
—Eso está prohibido: es un delito tipificado en el código penal —le respondí, avalado por mi condición de abogado experto en derecho civil—. Podéis contaminar el medio ambiente. Incluso la Iglesia manda que sea en un camposanto.
—Bueno, tú sabes cómo era el abuelo.
—Genio y figura… —dije, sin terminar la frase.
—Saldremos ahora desde la casa de la sierra. ¿Te vienes? Si lo prefieres, te presto unos tenis.
—¡De acuerdo, tío! —exclamé con falso entusiasmo, mirándome la punta de mis lustrosos zapatos ingleses, tan duros y elegantes en apariencia como inapropiados para los senderos de la montaña—. Contad conmigo.
Distribuidos en varios vehículos, los más allegados al difunto formamos una fila multicolor y nos trasladamos en procesión hacia la residencia de nuestros abuelos en la sierra norte de Madrid. Yo conocía perfectamente la carretera a seguir porque, a lo largo de incontables veranos, mis padres nos habían llevado a pasar allí una temporada con nuestros primos, los hijos de la tía Pilar.
Adquirida gracias a los cuartos ganados en Cuba como gerente de una tienda de ultramarinos, la residencia del abuelo Víctor se alzaba en un lugar perdido del Valle de la Fuenfría, lejos de cualquier carretera y apartada del barullo de las grandes poblaciones. Era una recoleta construcción de estilo rústico, coronada con dos chimeneas y rodeada de un extenso terreno ceñido por un muro de piedras. Disponía además de una piscina en forma de habichuela que había endulzado nuestras vacaciones y también los plácidos días de la jubilación del abuelo. Fiel a su estilo ocurrente, la había bautizado La Abisinia, igual que ese distante y remoto país africano, invadido en la década de los 30 del siglo pasado por las tropas de Mussolini, ante el asombro del mundo civilizado de aquella época.
Hacía un puñado de años que no visitaba la quinta familiar y la encontré tan encantadora como de costumbre, aunque la piscina me pareció más pequeña, según yo la recordaba. Corría el mes de abril y, en plena primavera, los árboles de la finca lucían sus cantarinas hojas al viento, que las mecía e interpretaba con ellas una melopea de roces y susurros.
Mientras esperaba a que el tío Carlos me trajera unas zapatillas deportivas, miré con ojos de niño la mesa del porche donde, siendo unos críos, nos reuníamos todos juntos para comer, frente al jardín de finas hierbas orlado de florecillas, con sus parterres de hortensias y camelias. ¡Cuántas animadas veladas pasamos en aquel zaguán durante las tibias noches de verano, protegidos por un amplio techado y al amparo de un coro de robles y de pinos silvestres tan magníficos como la propia casa!
Como si hubiera sucedido el día anterior, por un momento imaginé al abuelo Víctor sentado en su cómoda butaca, provista de mullidos cojines, mientras nos relataba una y otra historia con su voz vibrante. Hoy, apenas recuerdo ninguna, pero sí tengo presente las risas que cosechaban sus bromas, así como la imagen serena de la abuela Carmen, siempre feliz, aguantando su burlón humor con santurrona paciencia.
Una vez provistos del calzado adecuado, esgrimimos un sólido optimismo y emprendimos la marcha hacia el camino Schmitd, que cruzaba la cordillera por Siete Picos hasta el puerto de Navacerrada. El día anterior había llovido bastante, pero ahora el cielo estaba despejado y hacía un día estupendo para dar un paseo por el bosque. Hasta la abuela Carmen se atrevió a acompañarnos, escoltada por dos de sus nietos que la llevaban de ganchete.
A mitad del trayecto, hicimos una parada en la fuente de la Fuenfría para reponer fuerzas y, menos de una hora después de haber partido de la Abisinia, alcanzamos un promontorio desde el que se contemplaba una bella vista del valle.
—Bueno, es aquí —dijo el tío Carlos con un resoplido de satisfacción, al tiempo que se desprendía de la mochila donde traía la urna con las cenizas del abuelo.
—¿Tenéis permiso para esparcirlas? —insistí.
—Lo hemos solicitado al Ministerio de Fomento, pero no nos lo han concedido —respondió él.
—Son 700 euros de multa, si no me engaño.
—Estamos al tanto —aseguró Carlos sin inmutarse—. Si nos denuncian, la pagamos y punto. Era su última voluntad y la cumpliremos.
Ninguno de nosotros, ni siquiera nuestra abuela, sabíamos la razón que le había movido a elegir ese lugar para su eterno reposo, pero coincidimos en que el paisaje era de una hermosura majestuosa, casi divina. Atardecía y, a esas horas, el sol encendía el flamante blanco de las nubes y teñía el cielo, y sus cálidos colores contrastaban con la frialdad de aquellas montañas, alfombradas y cubiertas de extensos pinares por entero, salvo en sus nevadas cumbres. En lo que a mí respecta, nunca había contemplado una panorámica tan bonita de la sierra.
El tío Carlos actuó de maestro de ceremonias y nos leyó unas palabras que traía escritas en una libreta. Fue un discurso breve, pero intenso, que nos conmovió a todos, en especial a la abuela Carmen, que había reservado algunas lágrimas para tan solemne ocasión. Luego, mi tío intentó en vano quitar la tapa de la urna.
—¿Alguien sabe cómo se abre este chisme? —preguntó el tío Carlos.
Al punto, varias personas nos apresuramos a colaborar, pero se nos adelantó Álex, que practicaba atletismo y presumía de músculos. Mi primo lo intentó de mil maneras, aunque sus esfuerzos resultaron inútiles. Después, probamos a abrir la urna con las manos, con una cuña de piedra y con la navaja multiusos de mi cuñado Felipe, y uno tras otro fuimos vencidos por la feroz resistencia de esa vasija de latón barato.
—¿Le habéis preguntado a Google? —apuntó con buen juicio la tía Pilar—. A ver, Rafa, mira tú, que eres el especialista multimedia.
El joven Rafa, que no había dicho una palabra durante la caminata, siempre pendiente de su dichoso móvil, afirmó con la cabeza. Con gestos de estudiante aplicado y cara de no haber roto un plato, comenzó a teclear las órdenes a su teléfono inteligente. Los demás nos apretujamos en torno a él, ansiosos por conocer el resultado, casi conteniendo la respiración. Por un momento, solamente se oyeron los gozosos trinos de los pájaros y el risueño son de un riachuelo cercano, nacido de las lluvias del día anterior.
—Aquí, lo tengo —dijo de repente el inocente muchacho—. A ver… Sí. Las urnas se abren… Cuando se cierre el colegio electoral. Entonces, comenzará el escrutinio.
Todos reímos al unísono, y una carcajada colectiva acalló las últimas palabras del chaval y rompió la afable quietud del bosque, como si el abuelo Víctor, en sus últimas voluntades, hubiera dispuesto esa chanza para dulcificar el duro trámite de su despedida final. Aún hoy, cuando me angustia la fugacidad de la vida, recuerdo aquel lance de la urna y me invade una pacífica sensación. ¡Gracias, abuelito!
SURSUM CORDA
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