miércoles, 11 de octubre de 2023

XVII CERTAMEN LITERARIO GENTE MAYOR. PUÑETEROS BITCOINS. NARRATIVA

PUÑETEROS BITCOINS
 
No sé por dónde empezar. La verdad es que ni siquiera tengo claro que realmente quiera compartir esta historia. De momento voy a escribirlo todo y luego ya veré lo que hago. 
 Todo empezó hace unos cuatro años. Yo transitaba por una época difícil, tanto en lo personal como en lo laboral. Mi novia de toda la vida me había dejado plantado, largándose con su entrador personal de crossfit, harta de mis continuos viajes de trabajo y también de la rutina que se había instaurado en nuestras vidas. Yo llegaba de los viajes cansado, con ganas de quedarme en casa, tirado en el sofá, y ella esperaba mis retornos para activar nuestra vida social y cultural. Al final, aburrida, con la idea de distraerse, socializar, y de paso, ponerse en forma, se apuntó a un gimnasio muy pijo que abrieron en el barrio. Esa fue la chispa que desencadenó el principio del fin. Por mi parte, he de reconocer que mi actitud hacia ella, pasiva y exenta de cualquier atisbo de pasión, ayudó bastante a provocar aquel desenlace. La verdad es que cuando se marchó, me quedé más sorprendido y desubicado, que hundido emocionalmente 
 En el trabajo también había ido perdiendo la ilusión. Era, y aún lo soy, comercial de una empresa cerámica y viajo mucho al extranjero. Al empezar en mi empresa, con veintisiete añitos, me parecía que ir por el mundo tomando aviones a países exóticos y tratando con gente perteneciente a culturas muy diferentes a la nuestra era un signo de relevancia y triunfo social. Con los años, mi percepción fue variando gradualmente y ello debido a bastantes motivos: las esperas interminables en aeropuertos, los desórdenes de horarios y comidas, la rutina en la práctica comercial, las ciudades tantas veces visitadas y, sin embargo, totalmente desconocidas… aunque imagino que también influyen mis actuales treinta y ocho tacos o los treinta y cuatro que tenía entonces. Pero bueno, vuelvo a lo que quería contar, que me enrollo mucho y pierdo el hilo del relato. 
 Como decía, cuatro años atrás no estaba en un momento especialmente boyante. Bebía bastante y llevaba una vida muy desordenada, tanto en los viajes como en mis estancias en casa. Aquel día había salido sin quedar con nadie y deambulaba sin rumbo fijo cuando, al tercer o cuarto bar de mi recorrido, entré y me senté en la barra del local con la idea de engullir otro gin-tonic sin más. Al poco, casi sin tener aún mi copa en la mano, me abordó un hombre desaliñado de unos cincuenta años que, cogiéndome del brazo y acercándome su aliento alcohólico, me dijo: 
— ¿Me invitas a una copa? Estos palurdos del bar no aceptan mis bitcoins. 
 Éramos dos solitarios con una buena dosis de alcohol en sangre y con ganas de hablar. En las horas siguientes subimos el nivel de alcoholemia y hablamos los dos; pero creo que no escuchó nadie. No sería capaz de recordar las historias personales que verbalizó, y estoy seguro de que a él tampoco se le quedó nada de mis largos parlamentos. Me hablaba sobre las maravillas de las criptomonedas y de las brujas de sus ex que le chupaban la sangre, hasta que descubrió cómo sortearlas derivando sus ganancias hacia las monedas virtuales. 
 Yo trataba de contraatacar endosándole mis reservas hacía el papel de los gimnasios en el siglo XXI, y de los entrenadores personales en particular. Al final, cuando ya cerraban el local, se aproximó y me dijo al oído: 
 — Dame quinientos euros y te doy unos bitcoins que valen mucho más, necesito cash para ir a un club de alterne que está aquí al lado. Mi chica me espera. 
 En un principio pensé en un tocomocho como los de las viejas películas españolas, tipo Cine de barrio, pero había algo en aquel tipo que no me cuadraba con que fuera un trilero. Yo ni tenía los quinientos euros ni tenía la menor intención de dárselos; pero tanto insistió, que al final le di los noventa euros que me quedaban en la cartera tras pagar nuestra elevada cuenta, y me llevé a casa unos papeles con unas referencias y unas contraseñas bastante crípticas. 
 Al día siguiente salí de viaje, con lo que me olvidé por completo del asunto. Mucho después de aquel día, zapeando en la tele oí que hablaban del récord de cotización del bitcoin, y me vino a la cabeza aquella extraña noche. Me puse a rebuscar los papeles sin mucho éxito, hasta que recordé haberlos guardado dentro de una vieja edición de El Capital de Karl Marx; me había parecido una idea ocurrente. Una vez di con el libro, arrinconado en la tercera fila interior de una estantería, cargado con su buena dosis de polvo, no me costó extraerle los documentos que tanto lo abultaban. Cuando los tuve en mis manos no tuve muy claro qué hacer ni cómo tratar de evaluar su posible autenticidad. 
 Me acordé de un compañero del instituto que había estudiado informática y trabajaba en una multinacional de los embalajes. Para intentar contactar con él me tocó hacer no sé cuántas llamadas de teléfono, y mandar un montón de guasaps a contactos casi perdidos en la nube de la web. Estaba a punto de tirar la toalla cuando me llamó él, avisado de mi interés por un amigo común. Quedamos en su casa, según dijo, para poder tener un wifi seguro y de calidad. 
 Cuando le enseñé los papeles, se enfrascó frente a su portátil Apple y pareció elevarse (o descender) a otro mundo. Me dio tiempo a curiosear toda su biblioteca, bastante aburrida y monotemática por cierto, antes de que, un buen rato después, sentenciara: 
 —Estos códigos son válidos y están activos. Acreditan la titularidad de unos trescientos bitcoins en un monedero electrónico. 
Lo miré sorprendido, no es que pensara en una falsedad absoluta de los papeles; pero creía que estarían caducados, vencidos, devaluados o algo así. Me faltó tiempo para hacerle la pregunta del millón: 
 — ¿Y cuánto valen? 
Pues ayer estaban a unos 50.000 euros. 
 — ¡Joder! ¡Pues sí que valen los papelitos! Nos correremos una buena juerga. 
 —No lo has entendido, 50.000 euros por cada bitcoin, o sea que, Un, dos, tres, responda otra vez, esto supone sobre un millón y medio de euracos. 
 Ojiplático y casi sin habla, le requerí sobre la liquidez de ese pastizal en moneda virtual. Me dijo que, en principio, por lo que él sabía, en una semana o así debía ser posible hacerlo llegar a una cuenta bancaria en moneda convencional. 
 Al final fueron trece días, pero sí, me convertí en un ricachón. De la noche a la mañana mi vida dio un cambio radical. Para empezar, me presenté en el despacho de mi jefe y le dije de todo menos bonito. Le hablé de su incapacidad profesional, de su falta de empatía con los subordinados, de su servilismo con la dirección, del apodo con el que lo había bautizado con gran éxito entre el personal,…vamos, que en su despacho me despaché a gusto. Desacostumbrado a tamaño repaso, sobre todo teniendo en cuenta que provenía de un inferior en el escalafón, no acababa de reaccionar y de comprender. Así que me permitió remachar la jugada auto-despidiéndome, sin dar opción a que lo hiciera él 
 Las bacanales celebratorias con los amigos y, por supuesto, con el informático, duraron casi un mes: restaurantes caros, escapadas de fin de semana, prostitutas de lujo, casinos…Después invertí algo, pero sin volverme loco, quería dejarme liquidez para vivir de rentas una buena temporada. Me compré un chalet modesto en un pueblo de Guadalajara, me hice con un buen coche, pero de segunda mano, y me pegué, ahora solo, un viaje de dos meses por medio mundo. Vamos, que pasé a llevar un nivel de vida propio de un jeque, bueno… quizás me he pasado, pero por lo menos parecido al alguno de sus sobrinos lejanos. 
 Pasados los excesos iniciales y viendo cómo menguaban los saldos de las cuentas, aminoré mi ritmo de vida, eso sí, manteniendo las tres o cuatro juergas semanales en las que no podía faltar de nada. 
Una mañana, con mi chalet lleno de gente desparramada por sofás y camas desde la bacanal de la noche anterior, irrumpió la policía en la casa. Aquello parecía una serie de narcos de Neflix: sirenas, armas, coches patrulla, agentes de paisano, agentes uniformados, megáfonos,… y todos nosotros aún medio colocados, con los ojos fuera de sus orbitas. 
 Reventaron la puerta como con un ariete y entraron apuntando con las armas y dando una serie de órdenes a gritos de las que no entendíamos nada. A empujones comprendimos que querían que nos tumbáramos en el suelo con las manos en la nuca. Yo pensaba que igual nuestro camello habitual nos había incriminado de alguna forma, y venían creyendo que en la casa teníamos un laboratorio o un almacén de drogas. Cuando todos los juerguistas estuvimos tumbados en el suelo como si estuviéramos haciendo estiramientos, y después de recorrer toda la casa, empezaron a vociferar preguntando por mí, con nombre y apellidos. Nadie contestaba, yo creo que la gente gorroneaba pero nadie sabía cómo me apellidaba, así que al final, antes de que se pusieran más nerviosos, les dije que era yo. Cuando me identificaron con todos los carnets que tenía a mano, les faltó tiempo para esposarme, meterme en un coche patrulla y salir zumbando. 
 Aún medio colocado, me vi en un coche de policía, a toda leche, sonando las sirenas y relampagueando esos fogonazos azules de la sirena del coche patrulla. Me parecía estar en una película de la Guerra de las Galaxias. Una vez en comisaría, entre el creciente acojone y los cafés de máquina que me embutían, fui aterrizando en la realidad. Aquella gente iba detrás de una pista de lavado de dinero del narcotráfico y me tomaban por el diseñador de una ruta de blanqueo. Por supuesto, se partieron de risa cuando les conté mi historia del trueque con el borrachuzo. No sé si mi pasador de bitcoins estaba relacionado con el internet delictivo y seguían ese hilo, o bien era que se habían rayado al ver emerger la seta de los bitcoins en mis cuentas. 
 Ni la policía ni la jueza, en la vista provisional, se creyeron nada de mis explicaciones. La verdad es que tal como lo trataba de argumentar, ni a mí mismo me sonaba verosímil. Dictaminaron mi ingreso inmediato en prisión sin fianza. Me suponían un delincuente con mucha pasta y alto riesgo de fuga, mi pasaporte tenía muchos cuños de mis numerosos viajes acumulados, tanto los anteriores laborales como los más recientes de ocio. 
 Entrar en prisión supuso para mí conocer el inframundo sin necesidad de palmarla. Todo el mundo conocía mi caso y todo el mundo esperaba sacar tajada. La violencia latente me intimidó. Tuve dos incidentes, seguramente programados por las mafias internas, que aunque no fueron de violencia extrema, me hicieron darme cuenta de que, si quería sobrevivir allí, tenía que proveerme de seguridad. Pero el equivalente a los Securitas o a los Prosegur en la cárcel tiene unas tarifas bastantes más elevadas. Aquí sobrevivo a base de pagar, no solo por mi protección, también por algo de comida decente, por el tabaco, por mis porros… 
 En el plano judicial, me busqué un ejército de abogados que no mejoraron mucho mi horizonte penal, pero fueron rápidos esquilmando mis cuentas: provisiones de fondos para recurrir la prisión sin fianza, para preparar la defensa en el juicio, para provisionar a detectives que buscaran al causante de mi perdición… dicen que tengo que tener paciencia, pero yo veo mi futuro más negro que el tizón. Deambulo medio fumado por el patio, no tengo ganas de hacer nada. Podría leer, la biblioteca está bastante bien y no tiene mucha demanda; también podría matricularme en alguna carrera o algún curso de idiomas, se hace a distancia con el apoyo de tutores funcionarios. Pero me resisto a aceptar que mis cartas están echadas y que me voy a tirar un largo periodo aquí dentro. 
 De momento, sigo en prisión provisional sin fianza, a la espera de juicio. Las previsiones más optimistas dicen que este no será antes de dos años como poco. Calculo que, a este paso, entre los delincuentes compañeros, los delincuentes de toga y los delincuentes de uniforme, el dinero me durará unos seis meses, como mucho. Ya sé que parece todo increíble. Pero lo cuento tal como lo he vivido. Hay días en los que me despierto en mi litera pensando que todo es una pesadilla. Pero en cuando oigo los ronquidos, si se pueden llamar así a los bramidos de mi compañero de celda que pesa ciento veinte kilos, vuelvo a mi cruda realidad. 
 La última es que a mis abogados se les ha ocurrido pensar que si escribo mi historia, se puede vender bien a editoriales y productoras de series, que lo truculento y lo desgraciado se lleva. Eso sí, tengo que contar todo lo del sexo y las drogas con detalle, y eso no me apetece mucho contarlo; pero menos me apetece no poder pagar a la bestia que me acompaña cuando voy a las duchas en la cárcel. 
 En esas estoy, pensando en si quiero y puedo fabricar un best seller. Me han dicho que, si no me veo capaz, me pondrán a un negro literario para que lo escriba, a partir de cintas grabadas por mí, contando mis peripecias. A mí me gustaría redactarlo yo mismo, aunque después mi trabajo tuviera que pasar por todos los correctores pertinentes para pulir mis más que previsibles defectos y errores. No me considero en absoluto un buen escritor; de hecho desde la adolescencia, en la que me atreví con algunos poemas, más con intenciones de conquista sexual que las de búsqueda del reconocimiento literario, solo he redactado algunas docenas de farragosos informes comerciales. Pero creo que mi bajo perfil de escritor se compensaría con la incorporación de mis sensaciones, más allá de los puros hechos. Eso creo que me resultaría más fácil conseguirlo redactando y releyendo lo escrito que contándole a una grabadora la sucesión de los acontecimientos. Imagino que la cosa está en que no me creen capaz de generar algo con una mínima calidad. Pensarán que, si lo escribo yo, retrasaré mucho el proceso, mientras que si grabo mis batallitas, a los negros profesionales de la pluma no les costará mucho producir un buen producto comercial con ese sugerente material, susceptible de venderse bien en la campaña de Navidad. 
 A la gente le gustará imaginarse, desde un cómodo sillón en su confortable casa, las peripecias de un estúpido que creyó que la diosa Fortuna le había tocado con su varita mágica, antes de caer en una espiral de dramáticas de consecuencias, todavía incuantificables. 
 Pues bien, si me decido quiero escribirlo yo, me da igual si lo que escribo es una mierda. Necesito hacer esa terapia, reconstruir lo sucedido, paso a paso, para asumir mi nueva realidad sin volverme loco. Para mí, masticar bien lo sucedido en apenas un año, para poder tragarlo sin que se me haga bola, resultara fundamental. Luego decidiré si quiero seguir adelante con la publicación. 
 Este resumen, a modo de guion, me servirá de prueba si llega el caso, para intentar convencerlos de que soy capaz de cocinar bien los ingredientes de lo acaecido, añadiendo al guiso las especias personales de mis percepciones y sentimientos. 

 

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