PÁGINA EN BLANCO
A estas alturas de la vida me he convertido en un viejo cascarrabias, pero a principios de los ochenta era un veinteañero con ganas de comerme el mundo y hambre de diversión, como suele ser habitual entre la juventud. Entonces tenía muchas páginas en blanco. El guion de mi historia aún estaba por escribirse.
En aquella época la mayoría de chicas de los alrededores exigían un período de cortejo, antes de pasar del hacer manitas a acostarse juntos. En cambio, las turistas, más desinhibidas y transgresoras, cuyas vacaciones estivales eran relativamente cortas, preferían ahorrarse tales prolegómenos e ir directamente al grano, dispuestas a jugar su papel en la ordalía de pasiones juveniles. Las extranjeras dejaban atrás la mojigatería barata y las mentiras convencionales para entregarse a la lujuria y echar un polvo como Dios manda. No se avergonzaban de su sexualidad. Sino al contrario, la disfrutaban con creces. Eran tiempos de cambio. Las tradicionales relaciones de pareja de los pueblos poco a poco iban quedando obsoletas.
Como maestro jubilado, sin el bullicio de las clases ni la obligación de lidiar con alumnos de todo tipo, paseo por los rincones donde hace tiempo se produjo algún hecho relevante de la mi existencia, tratando de evocar con nostalgia las vicisitudes del pasado que la memoria apenas retiene. A medida que envejecemos se van perdiendo facultades mentales y yo ya tengo lapsus angustiosos. Antes de que esos achaques me ofusquen en serio y los recuerdos caigan en el olvido, me gusta saborear los episodios de juventud que todavía conservo. Dejo vagar la mente y de entre los recovecos del cerebro se filtran un puñado de anécdotas voluptuosas, eventos frívolos que consiguen arrancarme una sonrisa pícara que, aunque sea por un instante, reavivan unos ánimos ya marchitos que vuelven a hacerme sentir joven, a sentir vivo.
Me excita evocar el recuerdo de aquel montón de chicas con las que ligué, las amigas ocasionales, las novias de invierno y las extranjeras de la costa, sexualmente liberadas, tan fáciles de seducir como de olvidar. Cabe añadir que en verano yo me transformaba en un animal de discoteca, un sinvergüenza que disfrutaba con cualquier turista con ganas de gozar de la trilogía latina: sol, mar y sexo. Yo, como todo joven universitario, durante las vacaciones estivales, vivía la noche y corría tras las faldas. ¡No todo iba a ser estudiar, caray! Tenía que espabilarme y para eso volaba de flor en flor. Mi triquiñuela era acercarme bailando al compás de la música para tirarle los tejos a las forasteras, que esbozaban risitas traviesas ante semejante insinuación. Dado que hablaba francés y chapurreaba el inglés, seducía a las bellas veraneantes con mi singular encanto y el embrujo de mi simpatía. Un cebo de futuros placeres, como invitándolas a probar la ambrosía viril. Eran las garras del tigre. Y ya se sabe que si coges a un tigre por la cola, debes estar preparado para recibir un bocado o un zarpazo. Recuerdo que no hacía distinciones, ni tenía escrúpulos a la hora de elegir pareja, dado que a veces las chicas poco agraciadas eran las más fogosas, pues se aferraban a la oportunidad de disfrutar de un coqueteo que solía acabar con el intercambio de fluidos corporales. Supongo que la mayoría ansiaba vivir una aventura sensual que rememorar en su país durante las largas noches de invierno y a mí "que me quiten lo bailao".
Salir de fiesta era lo habitual, pero en aquellos tiempos yo no bebía alcohol ni jamás he consumido ningún tipo de droga, ni siquiera he probado la calada de un porro. No hacía falta colocarme ni embriagarme, ya me animaba el simple afán de arrastrar a mis ligues hacia el coche o a un rincón oscuro de la playa. El calor del verano favorecía quitarse la ropa y amontonarla de cualquier forma. La pasión es una necesidad ciega que no conoce la vergüenza. Se me podrá acusar de fanfarrón presumido y sin corazón, pero eran otros tiempos, otras costumbres. Era la típica forma de actuar de esa generación de chavales de los ochenta.
Aunque el tiempo no pasa en vano y con el paso de los años me he convertido en un viejo que chochea y casi sin darme cuenta tengo un pie en la tumba. Soy consciente de que ya no estoy para lanzar cohetes y que posiblemente esté escribiendo mis últimas páginas. Envejecer es un proceso natural e inexorable que debe afrontarse con dignidad. Al final del camino, atesoro una retahíla de recuerdos y soy de la opinión de que la vida es una gran aventura que merece la pena ser vivida. Aunque sea un "valle de lágrimas", cada día es un regalo que debemos disfrutar.
Siempre he ido deprisa, así que por ahora que ya tengo los deberes hechos y se acerca la hora del último viaje, aquel que no tiene regreso, confío en que mi espíritu siga enredando la madeja hasta un final glorioso. Me gustaría que durante las exequias dejar con un palmo de narices a propios y extraños que velen mis despojos para rendirme un póstumo homenaje, con el fin de enfilar hacia los andurriales del paraíso a husmear por allí arriba. En el limbo celestial haré reencuentros y conocimientos de otras almas etéreas que buscan el rescoldo de la camaradería mutua... ¡Mira por donde, nunca es tarde para hacer nuevas amistades! Aunque un espectro sin cuerpo en pocos líos puede meterse.
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