miércoles, 11 de octubre de 2023

XVII CERTAMEN LITERARIO GENTE MAYOR”- La rebelión de los vástagos- NARRATIVA

Todo el mundo sabe que los padres odian a sus hijos y que los hijos les corresponden con un rencor semejante. Los padres tienen la certeza de que, cuando mueran, sus vástagos heredaran el fruto de sus esfuerzos, sea este un trono ganado con traición y sangre o una caja de seguridad en un banco suizo. Conocen a sus hijos y desconfían de que sigan su camino de trabajo y ahorro. Saben, sus propias experiencias como hijos que un día fueron se lo ha demostrado, que derrocharán lo heredado en whisky, mujeres y motoras último modelo.

Los padres son conscientes de su drama desde hace milenios, se pasan información, ya sea por palomas mensajeras, espejos instalados en torres de vigilancia, campanarios y faros o, más recientemente, por WhatsApp o correos electrónicos; forman clubes donde quejarse de las barrabasadas de sus vástagos, intercambiar infortunios, discutir y encontrar soluciones que los liberen del tormento que, para ellos, es tener unos hijos tan inútiles que ni el diablo los quiere. Y si bien es cierto que, en la mayoría de las ocasiones, acaban borrachos o en un club de estriptis, imitando a sus hijos y con muchas posibilidades de encontrarse con ellos, también es cierto que algunos padres se enclaustran a sus refugios particulares, lamentan y poetizan el pérfido destino que tendrán sus esfuerzos, pintan o esculpen sus rostros marchitos, sin caricia de hijo que los consuele (Rembrandt expresó en sus autorretratos, y con maestría, el desconsuelo por el abandono de hijo Titus, su único vástago). Otros progenitores, más prácticos, planean la manera de librarse de sus herederos; los más audaces, y con posibilidades monetarias o políticas, provocan guerras contra otros padres, donde los vástagos de ambos padecerán hambre y disentería, serán muertos por la peste, la espada o las enfermedades venéreas. Los hay quienes planean para sus hijos largos viajes con la golosina de esclavos, diamantes y tierras raras, imprescindibles para el funcionamiento de los teléfonos móviles, todo fácil de robar. Nunca lo hicieron por cariño o por preocupación por su futuro, sino con la esperanza de que los dragones que habitan más allá de las Columnas de Hércules destrocen las embarcaciones y transformen los cráneos de sus hijos en pelotas para el juego de sus dragoncitos. Otros viven esperanzados de que un volcán, semejante al Krakatoa, entre en erupción en el instante en el que el balandro de su hijo navegue por sus cercanías.

Durante los milenios que la humanidad existe se han escrito muchas enciclopedias sobre el odio entre padres e hijos. Muchas son meros lamentos, otras estudios pormenorizados sobre la posibilidad de desheredar a los descendientes. No se ha llegado a ninguna conclusión, porque si no se dejan los viñedos, cargueros o dólares a los hijos, ¿a quién se dejan?, ¿acaso es mejor su destrucción?, ¿cómo puede presenciar un hombre la quema de los logros de una vida? Hay escritos, algunos muy originales, en los que un padre novela las estupideces de los hijos. Es notable la de un reyezuelo nacido en la isla de Creta. Su nombre fue Minos, era aficionado al bricolaje, sobre todo a las maquetas y, para demostrar lo tontos que pueden llegar a ser los hijos, escribió una rara historia que el tiempo, como sucede con la buenas historias, ha convertido en mito. En su historia un tal Dédalo e Ícaro, su hijo, estaban encerrados en un laberinto situado en el centro de Creta y que, si hacemos caso a la información que nos da Minos, el propio Dédalo había diseñado y ayudado a construir. Nada se sabe del trabajo de Ícaro, al que Minos describe tan holgazán como sus propios hijos. Por desgracia Minos fue un escritor poco meticuloso y no cuenta las circunstancias que llevaron a Dédalo y a su hijo a tan penosa situación; si hacemos caso a las leyendas añadidas al original, semejantes a lapas en la piel de un tiburón y muy asiduas en la historia de la literatura, fue el propio Minos quien los encerró, bien para guardar el secreto del laberinto (se cuenta que, en él, habitaba un monstruo come-vírgenes) o para ocultar las relaciones de su esposa, Pasífae, con un toro, cuya cópula posibilitó otro invento de Dédalo (así de bestias e imaginativos eran los humanos en la antigüedad). Continuando con el relato original: Minos narra que, una tarde del mes de mayo, mientras Ícaro tomaba el sol panza arriba en la parte más ancha del laberinto, Dédalo lo convenció para construir, con sarmientos secos y cera, unas alas con las que volar como las gaviotas, que en ese instante jugueteaban con las nubes del cielo, y escapar a la cercana Grecia. Ícaro, tonto como son todos los hijos en opinión de Minos y del resto de los padres, aceptó encantado y se puso a imitar con los brazos el vuelo de las gaviotas, como si su esfuerzo bastase para elevarse sobre los altos muros de su encierro ¡Imbécil! No voy a aburrirles con el final de la historia, sé que es sobradamente conocida, sobre todo el aviso de Dédalo para que Ícaro no se acercase al sol y el golpetazo de este contra las rocas de la isla de Katsaneviana, famosa porque sus arrecifes semejan espadas; pero baste como ejemplo para comprender los deseos vengativos que corroen a los padres y como usan todo su poder e imaginación para acabar con sus hijos.

También es sabido que los hijos planean continuamente su revancha o, al menos, la desactivación de la crueldad de sus progenitores, pues, como cantó un joven en las playas de Éfeso y, más tarde, en las de Ibiza, la juventud tiene derecho a la libertad y a la juerga; las órdenes y reprimendas paternas constriñen esos derechos. Por fortuna, no todos los hijos son unos viva-la-virgen, también son conscientes del transcurrir del tiempo y del cuidado que deben poner en su espíritu rupturista y revolucionario; dentro de unos años, cuando encuentren moza placentera y aspiren la paz de un hogar, procrearán sin descanso, convirtiéndose, a su vez, en padres que odiarán a sus vástagos. Esa certeza coarta la intensidad de su revancha, les impide acabar con sus progenitores de forma traumática, se conforman con atemperar los insultos y bofetadas a los que los padres son proclives, pero ¿cómo hacerlo?

El primer intento del que los historiadores tienen noticia fue especialmente benévolo, más que un daño a los padres fue una advertencia de lo que sus hijos podrían y estaban dispuestos a acometer para acabar con la opresión, los golpes y la constante amenaza de la muerte. El primer conocimiento que tenemos de su planificación proviene de una ciudad griega llamada Tebas. Uno de sus jóvenes, al parecer provenía de una de la familias más pudientes de la Ciudad, y quienes escribieron sobre él lo describen débil, tartamudo y con el rostro sanguinolento por los golpes que recibía de su padre, un general famoso por haber derrotado a los corintios en una de ellas muchas batallas que tuvieron lugar en El Peloponeso. El joven, durante una noche de juerga en el que se bebió demasiado vino hervido con hojas de adormidera, tuvo la siguiente ocurrencia:

Crearemos una pesadilla.

¿De qué estás hablando? —preguntó su amigo más cercano—. Para qué queremos más pesadillas, en casa hay muchas dónde elegir, solo tenemos que pensar en nuestros padres.

Me refiero —continuó el joven—, a una pesadilla que los haga temblar, que se meta en la mente de nuestros progenitores de una forma absoluta, que para librarse de ella tengan que arrancarse los ojos, vagar durante el resto de su existencia por un horizonte sin ciudades, ni fuentes.

¿Pero ¿cómo se fabrica una pesadilla? —gritaron los presentes al unísono—. ¿La tenemos que sacar de nuestras cabezas durante el sueño? ¿Se encarga al oráculo de Delfos? ¿En un prostíbulo? —rieron.

El joven no se amilanó por los muchos problemas expuestos, se acarició el rostro para aliviar su dolor y prometió, a sus compañeros de juega y borrachera, encontrar la solución.

Unos dos meses más tarde, luego de corretear fuera de las murallas persiguiendo unas liebres, el joven expuso su idea y detalló los personajes que intervendrían en ese mal sueño:

Layo: Un rey algo pusilánime y violador.

Yocasta: una reina buenorra y de dudosa moralidad

y un vástago, inocente del drama, como lo eran todos los hijos allí reunidos, que llamaron, Edipo.

Diversos autores cuentan la historia del miserable hijo de la Fortuna, culpable de la muerte de su padre y de fornicar con su madre. No voy a repetir sus detalles, sería ofender a genios como Sófocles o Esquilo. Baste confirmar que los psiquiatras encabezados por el señor Freud, echadoras de cartas y mitógrafos —todos tan embusteros como los poetas y los cuentistas—, han convertido a Edipo en un arma real, capaz de socavar las certidumbres de los padres, convencerlos del daño que sus hijos les podían ocasionar: Matarlos, fornicar con sus propias madres, heredar su trono y su tesoro. La sola idea les hace temblar: cuestiona toda su autoridad, pone patas arriba el orden que tanto trabajo les costó imponer.

Por desgracia para la juventud, y a pesar de lo inteligente y atrevido de su idea primigenia, no todos los padres reaccionaron con terror o respeto; unos pocos, ajenos al psicoanálisis y la interpretación de los sueños, continuaban dispuestos a deshacerse de sus hijos, ya fuera ofreciéndoles como sacrificio a un Dios bárbaro o enviándolos expedicionarios al desierto donde habita el escorpión gigante de doloroso veneno.

¿Qué más podía hacer la juventud?

¿Acaso estaban destinados a sufrir los azotes de sus padres hasta dejar embarazada a alguna buena moza convirtiéndose, a su vez, en papás torturadores?

Una solución, — pensaron definitiva —, llegó desde la Tierra de Mesopotamia. El joven que la ideó se llamó Isaac y, desde que recibió el primer golpe paterno, supo que solo alguien, con más poder y autoridad que su padre, remediaría la situación, esa entidad debía ser un dios; supo, también, que no serviría el putón de Zeus, ni el voluble Apolo, ni siquiera el feroz Baal de los fenicios, hambriento siempre de carne de bebé. El único dios apto era Yahvé, a quien su padre, Abraham, adoraba, y de quien había recibido la promesa de que, durante miles de años, miles de generaciones llevarían su nombre. Isaac se convenció de que su padre no se atrevería a negar nada a Yahvé, ni siquiera el perdón a su hijo por un robo de vino y carne de cabra, ya que, Isaac, para encontrarse con Yahvé, debió caminar hasta el monte más señalado de los alrededores y realizar un sacrificio semejante al que había visto realizar a su padre durante años: pan, vino y cabeza de cabra.

El resto de la historia es sobradamente conocida. Solo remarcar que, efectivamente, fue Yahvé, dios único para Abraham y para sus miles de generaciones, quien ordenó e impidió la muerte del hijo, sustituyendo su sacrificio y su tortura por la de un carnero que, milagrosamente, se enredó en una zarza; se ignora si fue la misma que, años más tarde, se auto incendió para hablar con Moisés. Isaac y sus amigos consiguieron que la historia se incluyera en La Biblia, jóvenes más modernos se esforzaron porque el milagroso hecho no fuese olvidado: pintores, escultores, grabadores y fuentes participan de esa conmemoración.

El hijo, —confirman, desde entonces, legisladores, sacerdotes y escritores—, está protegido por Dios, los padres no tienen derecho a golpearlos, torturarlos o matarlos. Ignoro si eso es cierto, ya se sabe que los jueces, notarios, sacerdotes y escritores son los mayores embusteros de la Tierra.


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