martes, 24 de octubre de 2023

XVII CERTAMEN LITERARIO GENTE MAYOR - NARRATIVA - La última cena

LA ÚLTIMA CENA

Jesús se empeña en no poner el aire acondicionado. Una más de sus manías, como la de no comprar los condones en la farmacia de la esquina. Le molesta, incluso, que Pablo los apunte en la lista de la compra. Como le repelía en la universidad la pulcritud y precisión de los apuntes de su compañero o el cuadrante de tareas compartidas que cada lunes aparece en la puerta de la nevera y que Pablo tacha con rotulador rojo conforme se van cumpliendo. Jesús, según él, es anarquista.

Pablo aprovecha que Jesús baja al súper para encender un rato el aire; al menos, que se seque el sudor que le escurre por entre los omóplatos. Cuarenta y dos grados marca el termómetro del pasillo y puede que todavía suba un poco.

Ya solo faltan seis horas para que lleguen Andrea y Victoria, a las que Jesús llama las hippies. Todavía no han acordado el menú y no será fácil llegar a un acuerdo entre las recetas veganas que le gustan a Jesús y los platos tradicionales, mucho más contundentes, que forman parte de la dieta habitual de Pablo.

Mientras tanto, Pablo se desinfecta las manos y corta un buen plato de jamón de la paletilla que le regalaron sus padres y que está convencido de que a las hippies les encantará. El jamón es como el cava, no conoce a nadie a quien no le guste. Jesús puede beber agua con gas, si se acuerda de comprarla. Su compañero, por supuesto, no la ha puesto en la lista.

Pablo se enteró de la cena por una de esas notas escuetas que se suelen dejar en el cuaderno de la entrada. "Jueves cena en casa con las hippies", leyó, y añadió al lado: "OK". Al día siguiente apareció una pregunta escueta: "A las 8?", seguida de una respuesta más breve todavía: "OK". Si a Pablo le chirría que su compañero omita los signos de apertura, Jesús odia los angloamericanismos tanto como la escritura sin minúsculas. Llevaban semanas dando signos de que a los dos les gustaban sus vecinas y meses sin tener invitadas, casi la única actividad que los mantiene unidos. Pablo se pregunta cómo habrá hecho Jesús para convencerlas, nunca lo ha visto hablar con ellas.

No han vuelto a hablar de la cena de esta noche. Las hippies viven en el portal de al lado, y de vez en cuando coinciden con ellas en el autobús; suponen que ambas trabajan en alguna otra empresa de Mataperros.

El cuaderno es el diario de su desencuentro, ya dos años compartiendo ese piso en un silencio que parece religioso. Raras veces pasan del buenos días de por la mañana, intercambiado en el ascensor en el que bajan juntos a coger el autobús. Casi una hora hasta llegar a la oficina, en un polígono con nombre absurdo, Mataperros, y calles sin aceras, rotuladas con nombres de lagos suizos: Como, Garda, Mayor, Lemán, Cuatro Naciones… Ni una palabra pasa de uno a otro en todo el trayecto, que procuran hacer en filas diferentes.

En la oficina compartieron mesa hasta que a Pablo le asignaron un despacho para él solo; Jesús tendrá que esperar hasta el invierno. Probablemente le ha dolido, pero no puede esperar otra cosa de su actitud distante. Es posible incluso que no le renueven el contrato, a Pablo solo le preocupa cómo hará su compañero para pagar su parte del alquiler del piso.

Se organizan por rutina; Jesús hace la compra, Pablo friega los platos; la preparación de las comidas era una eterna fuente de conflictos hasta que poco a poco se estableció la costumbre de que cada uno se preparase la suya. A Jesús le molesta el olor a pescado frito o a carne asada —caníbal, murmura a veces—, mientras que Pablo odia el kéfir que vive en varios tarros repartidos por la cocina. Algún día nos echará de casa, piensa.

Jesús mira con mala cara el plato de jamón, pero no abre la boca; después de poner la mesa empieza a cortar unos palitos de apio y de judías verdes. Es incapaz de hacerlos todos iguales; mira a Pablo como si estuviera loco cuando los iguala con un rápido tajo sobre la tabla de cortar y contempla con sorpresa cómo su compañero tira los recortes a la basura.

Mientras Pablo repasa las manillas de las puertas y los interruptores, Jesús se encierra en sus auriculares. Pablo ve de reojo que está escuchando algo de Wim Mertens; espera que lo cambie cuando lleguen las chicas. Jesús saca ahora las copas a la mesa y Pablo se ve obligado a pasarles un papel de cocina húmedo. Odia las marcas de cal; Jesús parece no verlas.

Ahora uno se pone a lavar la lechuga con la que pretende alimentar a las invitadas y el otro abre una lata de confit de pato que compró ayer. Solo hay tres piezas, pero lo lógico es que Jesús no lo pruebe, como también es probable que Pablo no se sirva la lechuga sin desinfectar.

Ya son las ocho y el olor del pato invade el apartamento; Jesús lo soporta porque todas las ventanas están abiertas en un intento inútil de bajar un poco la temperatura, que ha seguido subiendo al mismo ritmo que la tensión entre los compañeros. Los dos esperan con ansia la llegada de las hippies; es la primera vez que los visitan y cada uno se ha construido sus propias expectativas, en el fondo coincidentes: una buena cena, charla, alcohol (no para Jesús, por supuesto), música, más alcohol, quizás baile. Para rematar, sexo, mucho sexo, esperan ambos. Ni siquiera han acordado a cuál de ellas dirigirá cada uno sus esfuerzos ¿Pablo con Andrea y Jesús con Alicia, o al contrario? A Jesús, en el fondo le da igual una que otra; Pablo, en cambio, prefiere claramente a Alicia, la más alta, y ha elaborado toda una estrategia de conquista que incluye una atención especial al decorado. Como un viernes las vio subir al autobús vestidas de senderismo, coloca en un rincón de su habitación las botas de monte, perfectamente limpias, que hace meses que no usa; clava un cartel recién comprado de "Á bout de souffle" en la pared; esparce por la mesa de trabajo varios libros cuidadosamente seleccionados, y esconde los dichosos condones en el cajón de la mesilla. Pablo estira una vez más la colcha y consulta el reloj. Las ocho y cuarto.

Jesús, sentado en el sofá, también contempla de nuevo la hora. Cruza su mirada con la de Pablo y señala el reloj con la barbilla, poniendo un gesto de extrañeza. Se decide a romper el silencio monacal del salón.

—¿A qué hora te dijeron que vendrían?

—¿A mí? ¿No las habías llamado tú?

—¿Yo? Te vi hablando con ellas en el autobús

—Solo les pregunté si se iban al monte, pero no hablamos de la cena.

Sincronizados como bailarines, rodeados por un silencio denso que ralentiza sus movimiento, cada uno soluciona el problema a su manera. Jesús trae la ensaladera a la mesa y picotea con desgana un palito de apio mojado en salsa de yogur.  Pablo se sirve una pieza del confit y congela las otras dos. Abre el cava y le ofrece una copa a Jesús, que no se molesta en contestar. Bebe un buen trago, dispuesto a acabarse la botella.

 Seudónimo: Filisberto




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