DE PRIMERA, DE SEGUNDA, DE TERCERA
En el pueblo ya tenían dispuestos los preparativos del recibimiento al tercer día de conocerse la noticia de la salida efectiva del país. El ayuntamiento se había preocupado de la totalidad de trámites y gestiones para el traslado y acogida de una familia de refugiados ucranianos desde Odessa hasta Cartagena, en barco, y luego por carretera realizar el definitivo trayecto hasta su temporal destino ubicado en esta localidad del interior.
La Plaza Mayor congregó a un multitudinario conjunto de habitantes para darles la bienvenida y mostrarles su apoyo, su sensibilidad, su simpatía, ante las dificultades y sufrimientos por los que atravesaba aquella región invadida. Cientos de banderitas con los colores amarillo y azul desplegadas en torno componían un premeditado ambiente de cordial fraternidad. Mijail y su esposa, junto a los dos chavales del matrimonio, se mostraron agradecidos por esta entusiasta expresión de afecto plural y, entre lágrimas sinceras, pronunciaron en un aprendido castellano de urgencia las "grracias, muchias grracias, Espaina" que precedieron a un sentido y entusiasta aplauso general de los presentes entregados a tan hermoso acto de solidaridad entre naciones.
Como vivienda les tenían reservado un inmueble de dos plantas situado en las afueras, deshabitado, pero en aceptables condiciones para establecerse y residir de manera provisional, que su propietario cedió amablemente para tan importante ocasión sin recibir a cambio prestación económica por el uso; un gesto amistoso bien conceptuado por la población. Prontamente resuelto el empadronamiento, la prestación de ayudas económicas para la obtención de lo primordial.
La familia se adaptó en poco tiempo a la forma de ser y actuar local que les ofreció lo imprescindible, lo necesario e, incluso, lo superfluo. Allá se vieron forzados a abandonar lo suyo para hallar acá, complacidos, ese humano hermanamiento tan requerido.
Un par de meses más tarde, otra familia escapada de la misma zona ocupada se afincó en el piso superior del edificio consiguiendo un paralelo resultado de altruismo, de empatía; los miembros de ambos grupos, ya a pie, ya en sus vehículos, transitaban por las calles de la localidad entre saludos y simpatías del común, sin objeciones hacia ellos y poniéndose de continuo a su disposición ante cualquier contingencia.
No tardaron los hombres en lograr un empleo, numerosos patronos de la comarca prestos a incorporarlos a sus plantillas durante una o dos temporadas, solventados con la celeridad precisa los procedimientos administrativos; los chavales escolarizados a la mayor brevedad, las trabas del idioma sin importar, el compañerismo juvenil como fiel aliado contra la soledad; las esposas atendidas por las convecinas en las compras, en el trajín diario. Enseguida reemplazados los cuatro trastos cochambrosos por enseres nuevos, impecables, muebles regalados por comerciantes, donados por anónimos generosos para integrarlos definitivamente como ciudadanos universales con plenas garantías civiles.
A Jacinto no le sentó nada bien tanto favoritismo, ese trato preferente, el exceso de condescendencia hacia advenedizos lastimeros traídos desde el quinto pino para robarle el pan que le correspondía, según se quejaba, por considerarse, realmente, un veterano de la supervivencia en los conflictos diarios por mantener a su prole sostenidos contra una sociedad que los aceptaba a regañadientes. Esos huían de una invasión militar que los convertía en víctimas, pero él, sus hijos, también eran víctimas; él se cree con más derechos por ser autóctono, por herencia y antigüedad, por atribuirse altanero la condición de marginado social alcanzando de paso la situación de vulnerabilidad física y moral, y demostrarlo ocultando unas mentirijillas que no iban a ningún sitio; merecer idéntico tipo de ayudas, subsidios y pensiones sin tanta burocracia ni justificación de verdadera necesidad en papeleos interminables, vivir bajo un techo "oficializado" y no andar "okupando" pisos impropios hasta que los jueces los echaran; ser equiparados con el resto de semejantes nacionales en todo incluso sin aportar apenas nada a la colectividad obligada a admitirlos tal como son. Jacinto no se permitía trabajar en el campo, en una obra, en labores duras, porque sus ascendientes jamás lo hicieron y no se rebajaría a ello mientras las diversas administraciones consintieran en ampararle o le procuraran ese empleo digno del que habla la Constitución y los políticos que los utilizan para su provecho. Él, su linaje ancestral, poseía "derechos adquiridos" a perpetuidad, superiores a los de esa tropa de ucranianos que le quitaban, indirectamente, el hogar al que ya le tenía echado el ojo, que le privarían del auxilio normalizado de Cáritas o de Cruz Roja en favor de estos y otros recién llegados a los que sobraban billetes para atravesar Europa en buenos coches hasta aquí.
Abdulah vino a España como tantos otros africanos del sur y del norte alumbrado por un sol de fantasía prontamente eclipsado. Él también es extranjero, asilado voluntario, pero, al parecer, de una clase diferente. Instaló a su familia como pudo en donde pudo, los niños desarrollándose en una cultura y costumbres tomadas siempre por infieles, descreídas; le negaron papeles legales para trabajar por no disponer de permiso oficial para residir, y de documentos para residir por carecer de un contrato de trabajo. No lograba entender tal paradoja. Llevaba varios años en el país, los últimos hijos nacidos con la nacionalidad adjudicada de origen, sin dar problemas, sin exigir por temor a no recibir, malviviendo hoy con la expectativa de un mañana mejor falto de los recelos actuales; quieren asimilarse a los españoles con todas las de la ley aun a pesar de percibir ese rechazo subyacente allá por donde van, por mucho que se obstinen en desmentirlo las clases sociales instauradas por encima de ellos.
Abdulah se reconoce traicionado, apenas se presta atención a sus reclamaciones ni a las de sus paisanos en otros lugares en análogas circunstancias; la declarada igualdad entre comunidades, la condescendencia entre individuos de mundos heterogéneos, tampoco existen aquí verdaderamente. Suele pasar andando frente a la casa asignada a esos desplazados forzosos a los que la guerra ha convertido en víctimas de primera categoría; a su familia numerosa le vendría de maravilla tanto espacio para acomodar como se merecen Amina y los seis vástagos que le ha dado en vez del cuchitril ruinoso que se lleva un tercio del salario obtenido en la empresa agrícola; y le gustaría un empleo bien retribuido que satisficiera su esfuerzo a cambio y no abusaran de su necesidad. Por sus años aquí cree haberse ganado esos derechos de que presumen los demás. La justicia tampoco asiste convenientemente, opina, a los emigrantes venidos por propia voluntad, nadie os ha llamado, suele oír, tan forzados a abandonar su tierra sin porvenir como estos expatriados en busca de protección a los que sonríe la fortuna incluso con la desgracia de la guerra a sus espaldas.
Erramún
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