miércoles, 11 de octubre de 2023

XVII CERTAMEN LITERARIO GENTE MAYOR”. LOS COMEDIANTES. NARRATIVA.

Los comediantes.

            Hace no mucho tiempo, rebuscando en el trastero, encontré unas viejas cartas (o eso me parecieron a mí), escritas con muy buena letra. Una de ellas, más extensa que las demás, de varias hojas, comenzaba así: Historia de Flavia y Martín.  Transcribo literalmente lo que voy leyendo, aunque hay algunas palabras que las pondré con comillas, respetando su escritura original, para que no se pierda el sentido de la historia:

 

            Para mis queridos nietos.

            Muchas veces me habéis preguntado si eran ciertas las cosas que se decían de la familia, y de donde venía el apodo de "los comediantes" que llevamos desde tiempos inmemoriales.  Pues bien, todo viene de hace muchos años, y paso a relataros lo que recuerdo, con la ayuda del padre Fabián, que tanto ha ayudado a la familia. 

            Allá por el año mil ochocientos ochenta, o quizás antes, que en esto no se ponían de acuerdo mi abuela y un hermano suyo que, por cierto, discutían por cualquier cosa, llegó al pueblo un grupo de titiriteros, o comediantes, o ambas cosas.

Una tarde de septiembre, algo oscura,  se levantó un extraño viento que traía malos presagios, según las ancianas de aquel pueblo de las montañas de Lugo.  Los perros estaban excitados, ladrando, gimiendo y "ouveando". Por el camino apareció un carromato cerrado.  Al pasar por delante de un "curral", lleno de gallinas, éstas se pusieron a "cacarexar", como si una raposa se hubiese colado dentro. Una rapaza, que se llamaba Flavia, salió corriendo de la casa, justo en el momento en que el carro asomaba, por lo alto del camino, tirado por dos hermosos caballos zainos.

            El carro parecía una casa. En el pescante iban sentados dos hombres. Uno era de edad algo avanzada con  un raro sombrero, chaqueta del color de los ratones de campo,  remendada, y chaleco negro, brillante.   Su acompañante era una joven, delgada, con el pelo del color de la miel, trenzas,  tez morena, y labios pintados de color rojo, como las uñas de los pies. Su vestido era de lunares y le tapaba casi hasta los tobillos.  En la parte trasera, iba sentado un joven, de unos veinte años, con la cabeza descubierta. Pelo corto y rubio, bien peinado, cejas pobladas y tez bastante morena, como curtida día a día. Vestía  también con una chaqueta, en este caso de color verde oscuro, que llevaba abrochada completamente.

Flavia se dio cuenta de que él la estaba mirando y mantenía sus ojos, de colore verde mar, fijos en los de ella, lo que hizo que se ruborizara. El joven sonrió y,  acercando la mano a la boca,  le obsequió con un beso., que hizo que ella se ruborizarse. Cuando el carro desapareció tras una curva, ella seguía sonriendo, como embobada. Oyó a su madre, Carmen, que la estaba llamando, así que volvió a sus tareas.

A la mañana siguiente, una vecina vino algo alterada a la casa.  Al parecer, unos gitanos habían hecho un campamento en medio del monte, muy cerca de allí, en un pequeño claro, por el camino que sale del pueblo. A Flavia le picó la curiosidad así que, en cuanto pudo, se acercó a verlos. Estaba segura de que no eran gitanos.  Aunque, a decir verdad, solamente había visto los de las "feiras" y desde luego que no se parecían en nada.

Cuando llegó al lugar en el que estaba el carromato, no vio a nadie. Había una mesa de madera, dos banquetas con asiento de mimbre y tres bancos largos, de madera sin barnizar.  Dio la vuelta alrededor del carro y, justo cuando pasaba por la puerta que estaba en el lado trasero, ésta se abrió y salió el joven, vestido ahora con pantalón y camisa

—¡Hola! Soy Martín. ¿Quién es esta joven tan linda?

—Yo… yo… me llamo… Flavia—dijo ella, ruborizada.

—Y este pueblo, ¿cómo se llama?

—Barxa…

—¿Quieres que te haga un truco de cartas? Se muchos…

Le hizo varios trucos, de esos que hacen los trileros. Dejó que ella acertase alguno, aunque eso le daba igual. Ambos estaban más atentos al lenguaje de sus ojos.    Flavia oyó que alguien la llamaba. Martín le cogió la mano, suavemente, y le dio un beso. Ella salió corriendo, nerviosa, pero con una gran sonrisa en su hermosa cara.  

No me gusta nada verte con esa gente, le dijo su madre, algo enfadada.. Ella le contestó. Agachó la cabeza y apuró el paso, hasta entrar en su habitación. Ningún chico del pueblo le había llamado linda. En realidad, apenas hablaba con los chicos del pueblo, salvo cuando se veían en las fiestas patronales, o a la entrada a misa. ¡Es tan guapo!, suspiró.

Desde ese día, siempre hacía alguna escapada hasta donde estaba el carro.  Martín le hacía trucos de cartas y algunos malabares, sobre la mesa que estaba fuera. Se sentaban en las banquetas, casi en silencio, disfrutando de la mutua soledad. 

Una tarde, que había comenzado soleada, súbitamente se cubrió de nubes. Les sorprendió un fuerte aguacero, por lo que tuvieron que entrar en el carromato, entre risas.  Para ella era como una aventura, entrar en un mundo misterioso.  Con un cierto desorden, había ropa colgada, abanicos, joyas (falsas), antorchas, muñecos, y otras muchas cosas que no distinguía bien, ya que apenas entraba luz por el único ventanuco que había, y que se encontraba entreabierto. Y, hacia el final, una especie de camastro, no muy grande, en el que apenas cabía una persona.

—Anda, sácate la camisa, que estás empapado y  te vas a poner malo —dijo ella.

            Cogió una especie de toalla, y se puso a secarle la cabeza, como haría una madre con un niño pequeño. Luego bajó hacia su pecho, y notó los latidos del corazón del joven. O quizás fuesen, también, los de ella.  Sus labios estaban muy cerca. Se miraron a los ojos y se besaron. Fue un instante mágico y fugaz. 

—Flavia, tu vestido, también se ha mojado. Estás tiritando. Debes secarte también.

—Sí… ayúdame a desabrocharme

            Una vez Martín le desabrochó el vestido, ella lo dejó caer al suelo. Él le secó la cara, con suavidad, y volvió a besarla. Luego bajó hacia sus pechos. Muy lentamente, fue secando su joven cuerpo, blanco, hermoso. Se sentaron en el camastro y siguieron besándose. Cuando la lluvia cesó, la luz entró con más fuerza en el interior del carro. Ella se vistió, con el vestido todavía mojado, y se marchó, apresuradamente, hacia su casa. Seguro que su madre estaría preocupada. 

            Dos días después, cuando estaba anocheciendo, hubo una fuerte discusión en el carromato.  Gritos y ruido de objetos parecían golpear contra las paredes y el suelo. Martín salió corriendo, sin un rumbo fijo, y se internó entre los árboles.  Flavia salía de casa de sus tíos justo para ver como él escapaba y se adentraba en el bosque.

            Ella intentó seguir los pasos del joven. La zona era peligrosa, sobre todo de noche.  Cerca de unas rocas, en un desnivel del terreno, oyó a alguien que se quejaba.  Apenas se veía ya, pero supo que era Martín.  Apresurada, se fue en busca de su tío.  No fue fácil sacar al joven del sitio en que había caído, porque cada vez había menos luz. Cuando iban camino de la casa, se fijaron en que el carromato había desaparecido. Pero a Martín no pareció importarle. Por suerte, no había roto ningún hueso, aunque uno de los brazos le dolía. Por unos días podía quedarse en casa de los tíos de Flavia, hasta que se repusiese. 

            Llevaba ya un mes viviendo allí, y sus compañeros no daban señales de vida. Se mostró muy hábil con las herramientas, así que fue haciendo diversos arreglos en la casa y ayudando en las labores del campo y Flavia lo visitaba todos los días. Todo cambió una tarde en la que los tíos se habían ido a visitar a unos parientes. Flavia, con lágrimas en los ojos, fue a ver a Martín. 

—Creo que… bueno, estoy segura… que estoy embarazada.

            Martín se puso pálido. Tuvo que sentarse en un viejo banco de piedra que había en la entrada de la casa. ¡Un hijo! 

—¿Estás… bien?

—No, Martín, no estoy bien. No, no, no estoy bien. ¿Tú sabes lo que pasará? Éste es un pueblo pequeño. ¡Tendré que marchar! Mi madre…

—Amor, no temas, nos iremos, lejos, donde no nos conozcan. 

            En ese momento llegaron sus tíos. Temerosos, les contaron lo que ocurría. Un largo y pesado silencio envolvió, por unos momentos, a los cuatro habitantes de la casa.  

—El próximo sábado vendrá el carpintero a dejar material para un vecino. Le diré que os lleve hasta Meira. Allí tengo a mi primo Julián, que os ayudará a llegar hasta Lugo.  Esa misma mañana, hablaré con tu madre. Lo comprenderá. Casaros, antes de tener el niño. Allí os será más fácil.  

Pasaron dos años y, una tarde, Flavia, Martín y el pequeño Juan, aparecieron en casa de su madre. Era un niño precioso. La abuela Carmen lloró de alegría. También los tíos de Flavia, que  fueron a visitarla. Pasaron toda la tarde juntos. Al día siguiente, la abuela se despertó con los insistentes llantos del bebé. Fue a ver qué pasaba. Martín y Flavia, ¡se habían ido! 

Hay quien dice que los ha visto en Lugo, muy cerca de las murallas; otros dicen que los vieron por Vigo, y que iban a coger un barco hacia Argentina.  El pequeño Juan (vuestro tatarabuelo),  conocido como "el  comediante", se crio con sus tíos.  Se casó con una joven de un pueblo cercano. Nunca volvió a tener noticias de sus padres.   

 

            El escrito terminaba aquí, no había más páginas. Reconozco que lloré. En el pueblo siguen llamándome "la comediante".   Yo levanto la cabeza, con orgullo, y brindo por mis antepasados.

Sabel Gante

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