Ni siquiera la blusa -uniforme del gremio-
podían permitirse en aquellos tiempos
los niños aprendices. Cuchilleros
de humilde condición, de inmaculados
ojos que se iniciaban en la industria
navajera. Ingeniería
nacida del ancestro como nacen
de un primer corazón las emociones
que después se transmiten en impulsos,
en vaharadas de sangre, eternamente.
Cuchilleros de sombras
-ni siquiera una luz anticipando
la claridad del día-, aprehendiendo
el sentido de aquella laboriosa
manera de ser alguien, afilando
el acero, a la vez que el instinto
daba forma a sus sueños de muchachos.
No recuerdo a mi padre sin navaja.
Yo era pequeño, y ella,
un artefacto extraño
nadando entre los miedos y el asombro.
La navaja herramienta,
la navaja instrumento,
la navaja en el fondo
del pardo pantalón de mis recuerdos.
Sonaba el clic seguro, y era el gesto
cual el de un oficiante que iniciara
un rito casi atávico.
La mano de mi padre se ajustaba
a aquellas cachas blancas, jalonadas
con visos de misterio,
mientras mi madre sacaba de la orza
el pan sentado y blanco.
La navaja era entonces como un cáliz
desde el que el pan llegaba hasta las manos
en aquellas mañanas invernales
de hielo y de sarmientos.
La navaja libraba soledades
y tallaba sentidas miniaturas
en las noches de abril, cuando la luna,
redonda como un sueño sin orillas,
ponía claridades en lo incierto.
Yo era pequeño, y ella tan hermosa,
que anhelaba tenerla entre mis manos
inhábiles y niñas,
preparando las púas del injerto
con la misma destreza
de aquellas otras fuertes y precisas
curtidas por el cierzo...
podían permitirse en aquellos tiempos
los niños aprendices. Cuchilleros
de humilde condición, de inmaculados
ojos que se iniciaban en la industria
navajera. Ingeniería
nacida del ancestro como nacen
de un primer corazón las emociones
que después se transmiten en impulsos,
en vaharadas de sangre, eternamente.
Cuchilleros de sombras
-ni siquiera una luz anticipando
la claridad del día-, aprehendiendo
el sentido de aquella laboriosa
manera de ser alguien, afilando
el acero, a la vez que el instinto
daba forma a sus sueños de muchachos.
No recuerdo a mi padre sin navaja.
Yo era pequeño, y ella,
un artefacto extraño
nadando entre los miedos y el asombro.
La navaja herramienta,
la navaja instrumento,
la navaja en el fondo
del pardo pantalón de mis recuerdos.
Sonaba el clic seguro, y era el gesto
cual el de un oficiante que iniciara
un rito casi atávico.
La mano de mi padre se ajustaba
a aquellas cachas blancas, jalonadas
con visos de misterio,
mientras mi madre sacaba de la orza
el pan sentado y blanco.
La navaja era entonces como un cáliz
desde el que el pan llegaba hasta las manos
en aquellas mañanas invernales
de hielo y de sarmientos.
La navaja libraba soledades
y tallaba sentidas miniaturas
en las noches de abril, cuando la luna,
redonda como un sueño sin orillas,
ponía claridades en lo incierto.
Yo era pequeño, y ella tan hermosa,
que anhelaba tenerla entre mis manos
inhábiles y niñas,
preparando las púas del injerto
con la misma destreza
de aquellas otras fuertes y precisas
curtidas por el cierzo...
No hay comentarios:
Publicar un comentario