Los regalos de Navidad
Seudónimo: Platinum
Diluviaba. Lo que al principio, cuando Julio y Laura salían de casa, era una leve llovizna se había convertido ahora en una imponente tormenta. Y no tenía visos de que fuera a amainar en breve.
—Si ya te lo había advertido antes de salir —reprochó Julio a su esposa.
—Bueno, ya estamos llegando. No te preocupes, que no vamos a ahogarnos.
—Sí, pero podíamos haber venido a comprar cualquier otro día.
—Ya has oído lo que han dicho en la tele: «Los regalos más demandados por los niños es posible que se agoten antes de Navidad».
—Niños… menudos niños tus sobrinos… panda de golfos maleducados y egoístas.
—No te metas con mis sobrinos. Son chicos normales, como todos los chicos, con sus cosas buenas y sus cosas malas.
—Cosas buenas, pocas. Conmigo, desde luego, ninguna.
—¿Y no será porque tú siempre los estás gruñendo?
—Anda que si fueran hijos míos iban a saber lo que es bueno. Les iba a poner firmes en una tarde.
—¿Sabes, Julio? No hay quien te aguante. Estoy harta de tus tonterías.
—¿Harta de mis tonterías? Pues de mi tarjeta de crédito no parece que estés muy harta.
—¡Olvídame! —cortó Laura, sacando el móvil del bolso y dedicando toda su atención al dispositivo.
Después de un periplo de tiendas que a Julio se le hizo interminable, Laura consiguió encontrar en el centro comercial todos los regalos demandados por los sobrinos. Y, de paso, se compró una blusa y unos zapatos para ella. Los antojos de rigor —pensaba Julio—, caprichitos innecesarios porque su mujer tenía los armarios repletos de ropa y zapatos. Se estaba volviendo cada vez más gastosa y derrochadora. Como si él tuviera una fábrica de hacer dinero. Y claro, como ella no tenía carnet de conducir, pues a él no le quedaba más remedio que llevarla donde ella quisiera: chófer para acá, chófer para allá.
Había ya anochecido y la tromba de agua inundaba progresivamente las carreteras. La visibilidad era escasa aunque como no había demasiada distancia hasta su residencia, no merecía la pena esperar en el centro comercial hasta que la tormenta amainara. Estas tormentas igual duraban diez minutos que se alargaban horas.
—Le has dado un buen tute a la tarjeta, ¡eh! —volvió a criticar Julio.
—Estamos en Navidad. Es tiempo de compras, ¿sabes?
—Más blusas y más zapatos… no sé si te van a caber en el armario de tantos que tienes. Total, para ponértelos un día, y luego al armario otra vez, a coger polvo.
—¡Vete a la mierda! Según tú, todo lo que hago está mal. Nunca hago nada bien. Estoy cada vez más harta. Así que deja ya de fastidiarme.
Julio —pensaba Laura— se había hecho con el paso de los años cada vez más tacaño y cascarrabias. Con el dinero que tenía en el banco, ¿qué más daba que ella se permitiera ciertos caprichos cuando le apeteciera? Que se hubiera casado con una vieja, en lugar de con ella. Ella era todavía una mujer joven, una mujer que podía lucirse. Que todavía muchos hombres giraban la cabeza cuando se cruzaban con ella. Él, en cambio, cada vez más viejo e insoportable.
Tampoco Julio se encontraba muy a gusto con el plan de vida que imponía su mujer. Cada dos por tres a comprar ropa, o un viajecito turístico, o salir de juerga y copeo, flirteando con frecuencia con este o aquel guaperas que presumía de intelectual, y hasta las tantas de la madrugada no se podía volver a casa, que había que aprovechar la noche. Empezaba a arrepentirse de haberse casado con una mujer como Laura, bastante más joven que él. Ya le gustaría que fuera una esposa un poco más tranquila, más tradicional y casera.
Veinte minutos después enfilaron con el coche la entrada a la urbanización donde residían. El garaje tenía dos puertas, que normalmente estaban siempre cerradas. La primera daba acceso al recinto y, tras una corta curva de unos veinte metros y suave pendiente, se desembocaba en la verdadera rampa de entrada al parking subterráneo donde se encontraba la segunda puerta. El botón del control remoto de apertura era el mismo para ambas puertas.
Julio se sorprendió al encontrar en esta ocasión la primera puerta ya abierta y se adentró con precaución en la curva. La intensidad de la tormenta no decaía y una espesa cortina de agua apenas si permitía ver a unos pocos metros de distancia. Detuvo el coche al inicio de la rampa, echó el freno de mano y pulsó el botón del mando del garaje. Pero la segunda puerta no se abrió.
—¡Mierda! —se lamentó—. Ahora no se abre.
Volvió a apretar el botón varias veces, pero nada: la puerta no reaccionaba en absoluto. Cogió el paraguas, salió del coche y se dirigió, maldiciendo, a un dispositivo manual de apertura que había junto a la primera puerta. Introdujo la alargada llave de plástico en la ranura, pero el resultado fue nulo: aquel mecanismo tampoco funcionaba.
La tormenta no remitía y Julio, aun con la protección del paraguas, se estaba poniendo como una sopa. Pasó de nuevo junto al coche y empezó a descender a pie por la rampa. A ver si acercándose más a la puerta, ésta captaba la señal del mando. La lluvia hacía un ruido atronador al caer sobre el tejadillo de uralita que cubría una parte de la rampa. No le extrañaría que aquel tejadillo se derrumbara en cualquier momento tal era la fuerza de la lluvia. Pegado a la puerta siguió apretando el pulsador, pero nada. Aquella maldita entrada no se abría.
Laura, desde el interior del coche, contemplaba con desdén los vanos intentos de su marido para abrir la puerta. Desde luego, estaba cada vez más gordo, obeso total, menuda barriga se le había puesto. Lógico teniendo en cuenta los grasientos almuerzos con sus amigotes, que cualquier día le iba a dar un infarto por su glotonería. Y pelo, cada vez le quedaba menos en la cabeza. Era un auténtico calvorota. Gordo, calvo y viejo. En poco tiempo parecía haber envejecido su marido una década. Tampoco es que cuando se casó con él fuera un adonis, pero aún mantenía cierta presencia. Cierta presencia y la cartera llena de billetes. Ahora, además, se estaba volviendo cada vez más roñoso, gruñón y controlador. Claro que si un día estiraba la pata, tampoco ella lo iba a sentir mucho. De hecho, sola, libre y con dinero, podía pegarse la vida padre. Y ahí estaba el gordo, de espaldas al coche, al final de la rampa, intentando con torpeza abrir la puerta del garaje.
Acarició Laura el freno de mano. Le pareció que el coche temblaba una pizca. El agua bajaba cada vez con más fuerza y se le ocurrió que hasta podría arrastrar el coche. Puso el pulgar sobre el botón de anclaje del freno. Suavemente, sin apretar. O casi sin apretar, como jugando. El coche pareció moverse. Pero no podía ser: ella no estaba haciendo prácticamente nada. Aunque en realidad, poco a poco, el coche empezó a deslizarse despacio hacia abajo y entró en la pronunciada rampa. La mano de Laura seguía sobre el freno de mano.
Julio, de espaldas, sordo a cualquier otra cosa que no fuera la tormenta, no se percató del movimiento del coche. Y éste empezó a coger velocidad. En la cara de Laura empezó a dibujarse una diabólica sonrisa. En el último momento, algo hizo girarse a Julio. Sólo dispuso de un instante: un instante para ver la sonrisa asesina de su mujer. Pero nada pudo hacer ya para evitar ser empotrado por su propio coche contra la puerta del garaje.
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