DESPERTAR
Pseudónimo: Paulino Sánchez
Lo primero que hago al abrir los ojos es tocarla. Buscar el calor de su cuerpo, el roce de su piel, seguir con los dedos temblorosos el contorno de sus caderas. Indago en los enredos de su pelo, el ritmo dócil de su respiración, la laxitud de su vientre dormido… Es necesario, imprescindible y vital, urgente; porque apremia comprobar que está a mi lado, y el poder percibirlo interiormente es lo que restablece la realidad en los sentidos confundidos en el vacío de ese agujero negro que para mí es la noche.
Y todo porque la celda sin paredes en la que vivo ahoga la esencia de mi verdadero yo, el profundo, el desconocido, y los malos sueños acrecientan mis temores de que todo aquello que experimento no sea más que una ilusión frustrada y enquistada en algún lugar entre las nubes de mi mente. Al menos, así, buscándola con premura en los primeros vapores del despertar, sé que ella es real, tangible, que verdaderamente está conmigo aún sin yo merecerlo. Es la razón de mi existencia, el pilar que sustenta todo lo que podría ser y de lo que nada es sin su cercanía.
Las zozobras de mis pesadillas son el reflejo y la materialización de mis turbaciones. Sueño con olas gigantes que implacables vienen hacia mí, imposibles de parar, sin opciones de escapar de su devastación, eternizando la angustia del prólogo del inminente final que se aproxima pero que no acaba de llegar. El bucle de un infierno diseñado a medida.
Otras veces sueño que vuelo lejos, que huyo de oscuras criaturas que tienen el falso aspecto y la forma de oscuros funcionarios, de transeúntes, de compañeros de fatigas infinitas, de obreros, de enemigos naturales, de gente que vive a pie juntillas. Criaturas que me acorralan y de las que intento escapar escondido bajo sábanas de nubes. Y sueño que hago lo indecible por correr sin conseguirlo, que soy tan gris como realmente soy en las vigilias, tan gris como las fantasmales criaturas de mis recurrentes pesadillas. Que la soledad acaba siempre por enjugar las lágrimas que me superan, y que el corazón se petrifica durante la eterna caída hacia el precipicio sin fin. Y es entonces cuando los ojos (los míos) se abren de súbito, y es por eso por lo que la busco, y la toco, y la acaricio y respiro aliviado al notar su presencia en la auténtica realidad.
Todos cuestionaron en su día la decisión de llevarla a casa conmigo. Que aquello no era ni sano ni aceptable desde el punto de vista ético, decían con gravedad. Su consejo, el de todo el mundo, era que lo mejor para ambos era pasar la última página del epílogo de forma definitiva. Pero yo sé que para mí no había otra opción válida, porque sentirla yacer junto a mí en el lecho me mantiene unido a la cordura en contra de lo que los demás piensan. Si hubiera dado mi permiso para dejarla marchar como aconsejaban los técnicos, habría lamentado lo que me quedara de vida el no haber sido capaz de seguirla. Nunca dije que yo fuera valiente, pero de esta manera su corazón regido por latidos mecánicos e invariables marca el ritmo de los míos. Latidos como quejidos de robot, como el piar de aves de metal, como la respiración de los moribundos o el flujo sanguíneo de los relojes, pero vivos y próximos.
Es verdad que no consiguió escapar del tiempo, de los días atravesados, de su miedo, de su falta de luz y aire. Que no supo calcular el riesgo ni las consecuencias de un posible error de cálculo a la hora de intentar realizar el tránsito, y se dejó el cuerpo atrás, latiendo y respirando como si nada, como si ya no fuera importante si debía o no seguir existiendo su antigua carne. La desesperación interior impide a menudo detenerse en los detalles. No llegué a entender por qué lo hizo, ni de qué o quién quiso huir, porque siempre creí que vivíamos tranquilos, juntos en nuestra burbuja de dos seres reconvertidos a uno nuevo sin necesidad de nadie más y sin ánimo de ofender, porque con tenernos el uno al otro era más que suficiente y por ello es por lo que siempre me mantuve firme en la pelea y en no reparar en gastos de determinación ni en que los medios para conseguirlo fueran cuales fuesen.
Ahora, tras aceptar poco a poco su decisión de forzar traumáticamente la escisión, encuentro por fin una razón que me anima a seguir vivo y me ancla a una realidad trascendente. Saber que tanto el uno como el otro dependemos de que una mañana, al despertar de mis malos sueños, algo me diga que llegó el momento de desconectar el alma artificial que, a cada uno de una manera, nos mantiene con vida, es altamente reconfortante. Definitivamente, juntos a voluntad hasta la muerte. Tener en mis manos la absoluta capacidad de decisión de pulsar o no el botón con el que disponer sobre la conveniencia de vivir o morir. Discernir sobre la duración de dos destinos fusionados sin necesidad de buscar en alguna ocasión la imposición continua, y saborear así un cierto poder divino encerrado en el pequeño envase de huesos, piel y vísceras que me constituyen, es paradójicamente lo que me hace vivir. Al menos hasta que decida concluyentemente ir a buscarla allá donde se encuentre, porque, y esta es la cuestión, tampoco podría morir sin ella.
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