martes, 24 de octubre de 2023

“XVII CERTAMEN LITERARIO GENTE MAYOR”.+ FIESTA - NARRATIVA


LUCA LUCO



F   I   E   S   T   A


 

 

-Ampa, ¿tienes todo preparado para esta noche?- le susurró Mª Carmen  al pasar cerca de su amiga.



-Sí ya somos 18 mínimo confirmados.



-Tenemos las pastillas, la bebida y la música. ¿A qué hora hemos quedado?- le preguntó Mª Carmen.



-Pues a las 12 y durará hasta las 4 o lo que el cuerpo aguante jajaja- le dijo Ampa toda emocionada, 

 sin dejar de mirar el móvil.



Ampa estaba muy nerviosa. Por un lado, porque hacía mucho tiempo que no iba a una fiesta, y por otro,

porque era la organizadora del evento. Aunque, sobre todo, por ser una fiesta clandestina, con la subida 

de adrenalina que da todo lo prohibido.



Las invitaciones para el encuentro habían sido por el boca a boca y por el móvil. Algunos lo veían como

una locura, pero a otros les encantó la idea.



El sitio de encuentro era la vieja lavandería ya que tenía fácil acceso, era una zona no vigilada y aislada

de los ruidos.



Conforme iban llegando, muchos dejaban sus medios de desplazamiento en la entrada y se incorporaban

al festín.



En el momento más álgido de la noche, hubo una interrupción en el guateque, habían sido sorprendidos. 

Se encendieron las luces,  la música dejó de sonar y todos empezaron a coger las sillas de ruedas,  los 

andadores y las muletas.



Las enfermeras de la residencia El Retiro de Castellón, requisaron los zumos, los batidos, el agua, Ibuprofeno,

Paracetamol, Aspirinas, etc.etc y fueron llevando a los ancianos a sus habitaciones.



 Había terminado la fiesta, en esta ocasión…





LUCA LUCO





Re: XVII CERTAMEN LITERARIO GENTE MAYOR-LA MUJER DE LA MESA DE AL LADO-NARRATVA



Cuando viajo a Melilla, almuerzo en un restorán cercano al hotel donde me hospedo. Reconozco que soy muy cartesiano: si encuentro un lugar que me gusta, no suelo cambiar. En mi vida familiar y en mis desplazamientos por motivos de trabajo, también escojo lo más cómodo y práctico. Aunque no atosigo al que no es como yo. En este restorán, sirven buenas comidas y a un precio razonable. Además, son atentos. A los clientes habituales les reservan las mismas mesas, y conmigo tienen esa deferencia. Me gusta sentarme junto a una ventana que da a la calle. Melilla es una ciudad bulliciosa. Ver el ir y venir de la gente me relaja mientras como.

Ya reconozco las caras de algunos comensales. En este viaje, me ha llamado la atención la mujer que se sienta en la mesa de al lado. Es elegante, con modales finos y una sonrisa casi perenne. El primer día que la vi, le eché unos sesenta y pocos años; después he sabido que tiene más de setenta. Viste siempre ropa ligera, la mayoría de las veces con motivos florales. Se pinta los labios de color carmín, pero no chillón, y el maquillaje de los ojos los resalta favorablemente. Son grandes y marrones. Ella creerá, casi seguro, que así resulta más atractiva. Noto que quiere seguir gustando. A mí me parece que se arregla de una forma un poco exagerada, no se ajusta a su edad, aunque reconozco que mantiene cierto poder de seducción.

La primera vez que la vi sentada en la mesa de al lado, me miró con una sonrisa que me perturbó. No sabría decir por qué.

Al principio, le respondía con una inclinación de cabeza. Esperaba que aquel educado modo de saludarnos fuese nuestro único acercamiento. Pero me acostumbré a su señal de bienvenida y empecé a interesarme por la mujer de la mesa de al lado.

Comía sola. En algunas ocasiones, salía acompañada.

Hoy, la conversación con un buen cliente se alargó más allá de mis explicaciones por las telas que le ofrecía. Debido a ese imprevisto, llegué tarde al restorán. Los camareros ya recogían las mesas vacías, que eran todas, menos dos: la mía y la de la mujer de la mesa de al lado.

Mientras tomaba mi güisqui de final de comida, se acercó y me preguntó si podía sentarse conmigo. Respondí afirmativamente. Su sonrisa era sincera. Se presentó una vez acomodada en la silla:

—Me llamo Carmela.

—Yo soy Juan.

Me levanté y le tendí la mano. Ella correspondió cogiéndola con suavidad entre las suyas.

La invité a acompañarme en la sobremesa. Ella aceptó y pidió una copa de Tía María. Enseguida se interesó por saber de dónde era yo y a qué venía a Melilla. No me molestó su curiosidad. Me gustó la manera cariñosa de preguntármelo. Además, hacía tiempo que deseaba esa cercanía, que sentía la imperiosa necesidad de hablar con ella, y me alegró que diera el primer paso. Parecerá mentira en un vendedor, pero para estas cosas soy muy tímido.

Vengo de Mislata, muy cerca de Valencia —le respondí—. Trabajo en una empresa de telas que está en ese mismo pueblo. Aunque le confieso que nací en Melilla. Era muy pequeño cuando mi familia se marchó a vivir allí.

—¿Es bonito su pueblo?

—Sí, es muy bonito y los valencianos son buenos anfitriones. ¿No conoce Valencia?

—No. Me trajeron a Melilla siendo bebé y no he vuelto por la península —contestó con semblante triste.

—Desde que mi padre emigró, toda mi familia vive en la misma casa —seguí contándole—. ¿Usted dónde nació?

En Málaga. ¿Le puedo hacer una pregunta? Espero que no le parezca indiscreta.

—Pregunte, seguro que no me molestará —dije sin pensar.

—Hace unos días, lo vi acompañado de un hombre mayor que usted, pero muy atractivo. ¿Quién era?

Mi jefe. Nació aquí y hacía mucho que no venía —respondí, pero callé que era mi padre.

La sobremesa se alargó hasta que nos dimos cuenta de que un camarero nos observaba en silencio, a la espera de ver qué decidíamos. Creímos conveniente marcharnos.

Ya en la calle, me fijé en que Carmela conservaba una bonita silueta. No era alta, tenía la cintura estrecha y las caderas proporcionadas. En sus manos se dibujaban las venas y las arrugas que delataban el paso del tiempo. Mientras caminábamos al ritmo cadencioso de su edad, recordé una frase de Pitágoras: «Una bella ancianidad es, ordinariamente, la recompensa de una bella vida».

Me miraba cuando hablaba. Lo hacía en un tono familiar, como si me conociera de siempre, y yo tenía la sensación de que me transmitía sus conocimientos. Es triste que en la actualidad muy pocos aprecien la sabiduría de las personas mayores. Las asocian a la enfermedad y a la decrepitud, ya no las consideran indispensables, sino un estorbo. Pero, escuchando a Carmela, me ratificaba en que nuestros ancianos pueden enseñarnos mucho.

Con la mano derecha apreté la que ella apoyaba en mi brazo izquierdo. Agradeció el detalle con una sonrisa de satisfacción.

Cuando le dije que mi avión salía dentro de unas cuatro horas para Málaga, me hizo una propuesta:

Te invito a un té en un cafetín que hay cerca de aquí, justo al lado de la estación de autobuses, en el Mantelete. ¿Aceptas?

Fue la primera vez que me tuteó.

Encantado respondí rápidamente.

Mientras recorríamos el trayecto hacia el cafetín, ella siguió cogida de mi brazo. Nos acomodamos en una mesa de la terraza, Nos sirvieron un oloroso té con menta.

Carmela sacó de su bolso una pitillera y la tendió hacia mí, ofreciéndome un cigarro. Cogí uno y ella otro. Fumamos y bebimos en silencio durante un rato, uno de esos que hacen pensar en cómo retomar la conversación.

Con su habitual tranquilidad, me explicó:

—Voy a contarte algo muy personal. Mi madre biológica murió en Málaga al poco tiempo de darme a luz. Era criada de la mujer que me cuidó como si fuera su hija y a la que yo considero mi madre. La llamaban la Rubia. El sobrenombre le venía de su romance a los diecisiete años con un torero conocido como el Rubio. Se trasladó a Melilla para trabajar porque en Málaga empezó a tener problemas. Cuando lo contaba, aseguraba que no se arrepentía. Aquí fue feliz. La ciudad estaba en auge entonces, era donde se abastecía el ejército destacado en la zona nordeste del protectorado español de Marruecos. Regentó varios burdeles en Melilla. A ellos acudían personajes de la clase alta, tanto militares como civiles. Todos la respetaban.

La miraba absorto, entre la admiración y la curiosidad. Permanecí en silencio cuando ella dio un par de caladas parsimoniosamente antes de proseguir con su relato:

A punto de acabar mis estudios de maestra, en uno de los locales de mi madre conocí a un cabo de Regulares n.º 5 que cantaba maravillosamente. Luis era su nombre. Medía un metro setenta y ocho, sus ojos azules brillaban en su rostro anguloso y su pelo castaño se rizaba ligeramente. Tenía aspecto de necesitar una buena comida —sonrió con la ocurrencia—. Nos enamoramos. De nuestros encuentros furtivos nació un hijo. Te quería contar una historia breve, pero veo que me he remontado muy atrás; si te aburres, no te preocupes: me lo dices y lo dejamos.

—Me parece muy interesante. Continúa, por favor. —Me intrigaba tanto lo que me relataba como saber por qué lo hacía.

Al fijar su mirada en mí, percibió mi sinceridad y siguió:

—Luis se alistó en el ejército en 1939, con dieciséis años, como educando en la banda de tambores y cornetas de los Regulares. Pero no lo hizo por la música, lo obligaron las penurias que pasaba con su modesta familia. También era hijo de madre soltera.

»Se llamaba Antonia y tenía otro hijo menor, Manuel. En Málaga conoció a un soldado raso y se fue con él y los niños a Segangan, en el protectorado español del norte de Marruecos, donde en aquel entonces se encontraba el regimiento de Regulares n.º 5. Antonia murió con tan solo cuarenta y cuatro años. Las duras condiciones que sufrió le pasaron factura.

Dos vidas muy fascinantes pero diferentes —fue lo único que acerté a decir.

Ella continuó su relato:

Tiempo después, Luis contrajo una grave enfermedad: pleuresía. El compañero de su madre, cuando finalizó su vinculación con el ejército, se marchó a Huelva. No volvieron a tener noticias de él.

Me ofreció otro cigarrillo, que rehusé amablemente. Ella encendió uno y, después de varias caladas, dio un sorbo al té.

Nos casamos por la iglesia. Mi madre nos aconsejó que lo hiciéramos. En aquellos tiempos, estaba muy mal visto convivir con una persona fuera del matrimonio. Nos fuimos a una pequeña y destartalada casa en Segangan, de las que el ejército proporcionaba a la tropa con familia.

—¿Qué tal es Segangan? Me gustaría conocerla, aunque ahora ya no será igual que cuando los españoles estaban allí.

—Desde que me marché a Tetuán, no he vuelto por Segangan. Recuerdo que entonces el recinto militar estaba amurallado y en las proximidades había tres calles en una pendiente para las familias de la clase de tropa. Eso era todo, con algunos bares como única diversión. En las afueras, lejos de las viviendas, sobresalían dos edificios donde estaban las prostitutas. Allí se desahogaban los soldados. La Rubia se hizo con el negocio para estar cerca de mí y, sobre todo, de su nieto, Nico.

Al oír el nombre de Nico, me sobresalté. Ante mi ademán de intervenir, me sugirió con un cariñoso gesto que permaneciera en silencio hasta que ella concluyese. Acepté. Estaba desnudando su alma y quería conocerla.

Un día, me fui a Tetuán con Rafael. Era amigo de mi marido. Me había enamorado locamente de él. Por seguirlo, me separé de mi hijo. Mi madre tardó mucho tiempo en perdonármelo. Lo perdí para siempre. Lo merecía.

Carmela se puso muy muy triste, se lo noté en el tono de voz. Yo le acaricié una mano. Por primera vez la veía sufrir. Al cabo de un rato, se repuso y dijo:

Rafael era cabo de Regulares. Durante un corto periodo, fui muy feliz en Tetuán. Me abandonó después de nacer nuestro segundo hijo. Se comportó como un miserable —silabeó la palabra con cierta rabia—. Entonces comenzó mi época más confusa. Di tumbos por diversos trabajos hasta que mi madre me pidió que regresara a su lado. Acepté. Estaba deseando volver a casa.

Carmela seguía emocionada. Aproveché que hacía una pausa para decirle:

Se te va a enfriar el té.

Con el dorso de la mano se secó las lágrimas que le recorrían las mejillas.

—Mi madre murió el año pasado. Hasta el último aliento estuvo pensando en su nieto. Pidió que en su lápida pusiéramos el nombre con el que la bautizaron:Teófila, en el ataúd colocamos entre sus manos una foto de su nieto.

—Carmela, es apasionante todo lo que me has contado —dije, agradecido de que me hubiera revelado algo tan personal. Y volví a preguntarme por qué lo había hecho.

Ella se puso en pie y, tras arreglarse la falda, extrajo un sobre de su bolso.

Quisiera pedirte el favor de que le entregases una carta a tu jefe.

Me dio un par de besos de despedida y me deseó un buen viaje. Cuando la vi desaparecer por una bocacalle, miré el sobre. Llevaba escrito: «Para Nicolás, con cariño».


Atte.

RUSADIRFENICIA

XVII CERTAMEN LITERARIO GENTE MAYOR. ANTIGUA VIDA. NARRATIVA.




ANTIGUA VIDA


                                              ¿Tan cansados están los hombres de   mí?

                                                                                Friedrich Hölderlin

 

 

 

No quiso bajarse del autobús. Manos curtidas por la salazón pero frágiles, ajadas manos de cachorro. No quería moverse de su asiento, ni siquiera contestó al conductor. Se limitó a sonreír desde la veranda clara de sus ojos.

Después de todo, había pensado alguna vez, solo es un gesto. Asomarse a la ventanilla, decir adiós a las gentes, iniciar la retirada. Parecía tan fácil. Sumergirse, de una vez para siempre, en el asiento. Olvidarse de olvidar. Otra vez.

 

 

La primera noche le dio pena. Se acababa el día, no era cosa de dejar al pobre anciano solo por ahí. Noviembre es un mes atroz si tu aliento apenas sibila bajo el pecho. Trajo una manta, le deseó buenas noches. El viejo se envolvió en ella. Dejó en el asiento contiguo un sombrero de paja que llevaba sobre las rodillas, volvió a hundir la cabeza en el cristal. Agazapado en su tibio palomar, no dormiría en toda la noche. Tampoco el autobús; ambos tenían demasiados años, demasiadas imágenes confusas bullendo en sus sienes. Ambos, ajenos al aguanieve posándose leve sobre la paramera, más allá de los lindes de la estación, permanecieron silenciosos en la oscuridad, vagando por aquella nebulosa de rostros desvanecidos y luz menguante.

 

Nadan los escualos en el mar, se deslizan indolentes. Las rectas se tornan curvas en la memoria, todo se embota con la distancia. Por el aire viciado del coche flotaban aromas antiguos, cenizas insomnes, la sombra furtiva y ciega de un pez gato. Ninguno conoce tan bien el agua, océano cuya existencia ignora. Sombra sin aletas ni esqueleto, apenas una ilusión luminosa entre las ondas. Espectro de agallas secas que recuerda el mar.

 

Durante todo el día siguiente no se atrevió a decirle nada, además de viejo debía estar ido. Tuvo que retirar él mismo la manta porque no le contestaba. Una foto arrugada cayó a sus pies, desleído reflejo de dos niñas en una noria. Sedientos los ojos, pasó la mañana lamiendo la lluvia. Una vez alzó inerme la mano e intentó dibujar aquel nombre sobre el vidrio empañado, transmutado en arroyo apenas escrito. De tu aliento perseguía el vaho. En los espejos de los bares donde estuvimos y que quizá, alguna vez, volviste a visitar. Ahora creo percibirlo, reciente, esbozando en la ventana una hoja lobulada que se disuelve lentamente en espuma, sobresaltada el alma creo ver tu reflejo en el cristal. Ni siquiera intento volverme. Tampoco sabría cómo llamarte: hace tiempo que olvidé nuestros nombres.

 

 

Desde el pasado observó su figura en el asiento. Hola abuelo, hola papá, cuándo os convertisteis en mí. ¿Sabéis vosotros qué fue de ellas? ¿Tuvimos una vida feliz, tuvimos al menos una vida?

Hay un momento del viaje que le agrada en especial. Cuando el coche se acerca a una de las pequeñas estaciones del camino, va disminuyendo poco a poco su velocidad, ligera, fluidamente. Y de pronto el flujo se interrumpe, por un eterno instante parece desprenderse de la corriente mientras sus hombros se inclinan apenas, aéreo, ingrávido como los grandes albatros del cielo, hasta que leves espalda y pulso retornan al respaldo, a las horas, al torrente. Entonces ríe, jubiloso.

Ser otro es no saberse otro.

 

Al oscurecer eran ya muchas las veces que habían hecho el viaje de ida y vuelta. Se corría por la villa la voz de que un viejo estaba chocheando en el coche de línea. El guarda de turno, picado por la curiosidad y vagas nociones de orden moral, se acercó a ver qué era todo eso. A ver, preguntó, a ver, ¿le pasa algo?. Pero míreme, hombre, le estoy hablando. Se irritaba frente a aquel cuerpo desmedrado que sonreía con la mirada perdida, ignorante de los niños que le hacían burla desde el andén. No sé, esta noche vuelve a dejarlo ahí. Voy a llamar y ya me dirán.

 

En el corazón del tiempo, las rocas erosionadas permanecen absortas. Nadie permanece para recordar al viento mientras se busca lento en cada roce, anónimo portador de una sentencia que su propio discurrir ejecuta. La guillotina del viento rezuma sangre y cinabrio.

 

Amanecía. Lo siento, abuelo, tiene que levantarse, no se apure, irá a un sitio caliente, le daremos de comer, tendrá sabanas tibias, este viejo ya me empieza a cansar, él se veía flotando sobre las olas, ausente, ajeno. Entonces, con suavidad al principio, más brusco después, empezó a tirarle del hombro.

 

Escuchó aullar al pez gato. Escuchó el gemido lejano del narval. La caldera vibrante bajo sus botas de caña, brisa salina en el rostro. Fue entonces cuando sintió unas tenazas feroces e inexorables, mandíbulas que se complacían en quebrarle la concha. El sol y la lluvia morderían ya incesantes su torso inerme, su albo cuello infantil, una zozobra turbia lo empaparía para siempre. El conductor y otro viajero, impaciente por el retraso matinal, fueron a ayudar, lo levantaron sin mayor esfuerzo. Sintió un crujido desvalido allá en la espalda, su sombra se hacía ángulo sobre aquel contorno que se les esfumaba casi.

 

Y todos sintieron una vaga ira cuando, demonio de viejo, no entiende nada, se echó a llorar con congoja irrefrenable, asiendo desesperadamente su sombrero de paja.

 

 

Seudónimo: Gabirol

XVII CERTAMEN LITERARIO GENTE MAYOR-LA MUJER DE LA MESA DE AL LADO-NARRATVA


Cuando viajo a Melilla, almuerzo en un restorán cercano al hotel donde me hospedo. Reconozco que soy muy cartesiano: si encuentro un lugar que me gusta, no suelo cambiar. En mi vida familiar y en mis desplazamientos por motivos de trabajo, también escojo lo más cómodo y práctico. Aunque no atosigo al que no es como yo. En este restorán, sirven buenas comidas y a un precio razonable. Además, son atentos. A los clientes habituales les reservan las mismas mesas, y conmigo tienen esa deferencia. Me gusta sentarme junto a una ventana que da a la calle. Melilla es una ciudad bulliciosa. Ver el ir y venir de la gente me relaja mientras como.

Ya reconozco las caras de algunos comensales. En este viaje, me ha llamado la atención la mujer que se sienta en la mesa de al lado. Es elegante, con modales finos y una sonrisa casi perenne. El primer día que la vi, le eché unos sesenta y pocos años; después he sabido que tiene más de setenta. Viste siempre ropa ligera, la mayoría de las veces con motivos florales. Se pinta los labios de color carmín, pero no chillón, y el maquillaje de los ojos los resalta favorablemente. Son grandes y marrones. Ella creerá, casi seguro, que así resulta más atractiva. Noto que quiere seguir gustando. A mí me parece que se arregla de una forma un poco exagerada, no se ajusta a su edad, aunque reconozco que mantiene cierto poder de seducción.

La primera vez que la vi sentada en la mesa de al lado, me miró con una sonrisa que me perturbó. No sabría decir por qué.

Al principio, le respondía con una inclinación de cabeza. Esperaba que aquel educado modo de saludarnos fuese nuestro único acercamiento. Pero me acostumbré a su señal de bienvenida y empecé a interesarme por la mujer de la mesa de al lado.

Comía sola. En algunas ocasiones, salía acompañada.

Hoy, la conversación con un buen cliente se alargó más allá de mis explicaciones por las telas que le ofrecía. Debido a ese imprevisto, llegué tarde al restorán. Los camareros ya recogían las mesas vacías, que eran todas, menos dos: la mía y la de la mujer de la mesa de al lado.

Mientras tomaba mi güisqui de final de comida, se acercó y me preguntó si podía sentarse conmigo. Respondí afirmativamente. Su sonrisa era sincera. Se presentó una vez acomodada en la silla:

—Me llamo Carmela.

—Yo soy Juan.

Me levanté y le tendí la mano. Ella correspondió cogiéndola con suavidad entre las suyas.

La invité a acompañarme en la sobremesa. Ella aceptó y pidió una copa de Tía María. Enseguida se interesó por saber de dónde era yo y a qué venía a Melilla. No me molestó su curiosidad. Me gustó la manera cariñosa de preguntármelo. Además, hacía tiempo que deseaba esa cercanía, que sentía la imperiosa necesidad de hablar con ella, y me alegró que diera el primer paso. Parecerá mentira en un vendedor, pero para estas cosas soy muy tímido.

Vengo de Mislata, muy cerca de Valencia —le respondí—. Trabajo en una empresa de telas que está en ese mismo pueblo. Aunque le confieso que nací en Melilla. Era muy pequeño cuando mi familia se marchó a vivir allí.

—¿Es bonito su pueblo?

—Sí, es muy bonito y los valencianos son buenos anfitriones. ¿No conoce Valencia?

—No. Me trajeron a Melilla siendo bebé y no he vuelto por la península —contestó con semblante triste.

—Desde que mi padre emigró, toda mi familia vive en la misma casa —seguí contándole—. ¿Usted dónde nació?

En Málaga. ¿Le puedo hacer una pregunta? Espero que no le parezca indiscreta.

—Pregunte, seguro que no me molestará —dije sin pensar.

—Hace unos días, lo vi acompañado de un hombre mayor que usted, pero muy atractivo. ¿Quién era?

Mi jefe. Nació aquí y hacía mucho que no venía —respondí, pero callé que era mi padre.

La sobremesa se alargó hasta que nos dimos cuenta de que un camarero nos observaba en silencio, a la espera de ver qué decidíamos. Creímos conveniente marcharnos.

Ya en la calle, me fijé en que Carmela conservaba una bonita silueta. No era alta, tenía la cintura estrecha y las caderas proporcionadas. En sus manos se dibujaban las venas y las arrugas que delataban el paso del tiempo. Mientras caminábamos al ritmo cadencioso de su edad, recordé una frase de Pitágoras: «Una bella ancianidad es, ordinariamente, la recompensa de una bella vida».

Me miraba cuando hablaba. Lo hacía en un tono familiar, como si me conociera de siempre, y yo tenía la sensación de que me transmitía sus conocimientos. Es triste que en la actualidad muy pocos aprecien la sabiduría de las personas mayores. Las asocian a la enfermedad y a la decrepitud, ya no las consideran indispensables, sino un estorbo. Pero, escuchando a Carmela, me ratificaba en que nuestros ancianos pueden enseñarnos mucho.

Con la mano derecha apreté la que ella apoyaba en mi brazo izquierdo. Agradeció el detalle con una sonrisa de satisfacción.

Cuando le dije que mi avión salía dentro de unas cuatro horas para Málaga, me hizo una propuesta:

Te invito a un té en un cafetín que hay cerca de aquí, justo al lado de la estación de autobuses, en el Mantelete. ¿Aceptas?

Fue la primera vez que me tuteó.

Encantado respondí rápidamente.

Mientras recorríamos el trayecto hacia el cafetín, ella siguió cogida de mi brazo. Nos acomodamos en una mesa de la terraza, Nos sirvieron un oloroso té con menta.

Carmela sacó de su bolso una pitillera y la tendió hacia mí, ofreciéndome un cigarro. Cogí uno y ella otro. Fumamos y bebimos en silencio durante un rato, uno de esos que hacen pensar en cómo retomar la conversación.

Con su habitual tranquilidad, me explicó:

—Voy a contarte algo muy personal. Mi madre biológica murió en Málaga al poco tiempo de darme a luz. Era criada de la mujer que me cuidó como si fuera su hija y a la que yo considero mi madre. La llamaban la Rubia. El sobrenombre le venía de su romance a los diecisiete años con un torero conocido como el Rubio. Se trasladó a Melilla para trabajar porque en Málaga empezó a tener problemas. Cuando lo contaba, aseguraba que no se arrepentía. Aquí fue feliz. La ciudad estaba en auge entonces, era donde se abastecía el ejército destacado en la zona nordeste del protectorado español de Marruecos. Regentó varios burdeles en Melilla. A ellos acudían personajes de la clase alta, tanto militares como civiles. Todos la respetaban.

La miraba absorto, entre la admiración y la curiosidad. Permanecí en silencio cuando ella dio un par de caladas parsimoniosamente antes de proseguir con su relato:

A punto de acabar mis estudios de maestra, en uno de los locales de mi madre conocí a un cabo de Regulares n.º 5 que cantaba maravillosamente. Luis era su nombre. Medía un metro setenta y ocho, sus ojos azules brillaban en su rostro anguloso y su pelo castaño se rizaba ligeramente. Tenía aspecto de necesitar una buena comida —sonrió con la ocurrencia—. Nos enamoramos. De nuestros encuentros furtivos nació un hijo. Te quería contar una historia breve, pero veo que me he remontado muy atrás; si te aburres, no te preocupes: me lo dices y lo dejamos.

—Me parece muy interesante. Continúa, por favor. —Me intrigaba tanto lo que me relataba como saber por qué lo hacía.

Al fijar su mirada en mí, percibió mi sinceridad y siguió:

—Luis se alistó en el ejército en 1939, con dieciséis años, como educando en la banda de tambores y cornetas de los Regulares. Pero no lo hizo por la música, lo obligaron las penurias que pasaba con su modesta familia. También era hijo de madre soltera.

»Se llamaba Antonia y tenía otro hijo menor, Manuel. En Málaga conoció a un soldado raso y se fue con él y los niños a Segangan, en el protectorado español del norte de Marruecos, donde en aquel entonces se encontraba el regimiento de Regulares n.º 5. Antonia murió con tan solo cuarenta y cuatro años. Las duras condiciones que sufrió le pasaron factura.

Dos vidas muy fascinantes pero diferentes —fue lo único que acerté a decir.

Ella continuó su relato:

Tiempo después, Luis contrajo una grave enfermedad: pleuresía. El compañero de su madre, cuando finalizó su vinculación con el ejército, se marchó a Huelva. No volvieron a tener noticias de él.

Me ofreció otro cigarrillo, que rehusé amablemente. Ella encendió uno y, después de varias caladas, dio un sorbo al té.

Nos casamos por la iglesia. Mi madre nos aconsejó que lo hiciéramos. En aquellos tiempos, estaba muy mal visto convivir con una persona fuera del matrimonio. Nos fuimos a una pequeña y destartalada casa en Segangan, de las que el ejército proporcionaba a la tropa con familia.

—¿Qué tal es Segangan? Me gustaría conocerla, aunque ahora ya no será igual que cuando los españoles estaban allí.

—Desde que me marché a Tetuán, no he vuelto por Segangan. Recuerdo que entonces el recinto militar estaba amurallado y en las proximidades había tres calles en una pendiente para las familias de la clase de tropa. Eso era todo, con algunos bares como única diversión. En las afueras, lejos de las viviendas, sobresalían dos edificios donde estaban las prostitutas. Allí se desahogaban los soldados. La Rubia se hizo con el negocio para estar cerca de mí y, sobre todo, de su nieto, Nico.

Al oír el nombre de Nico, me sobresalté. Ante mi ademán de intervenir, me sugirió con un cariñoso gesto que permaneciera en silencio hasta que ella concluyese. Acepté. Estaba desnudando su alma y quería conocerla.

Un día, me fui a Tetuán con Rafael. Era amigo de mi marido. Me había enamorado locamente de él. Por seguirlo, me separé de mi hijo. Mi madre tardó mucho tiempo en perdonármelo. Lo perdí para siempre. Lo merecía.

Carmela se puso muy muy triste, se lo noté en el tono de voz. Yo le acaricié una mano. Por primera vez la veía sufrir. Al cabo de un rato, se repuso y dijo:

Rafael era cabo de Regulares. Durante un corto periodo, fui muy feliz en Tetuán. Me abandonó después de nacer nuestro segundo hijo. Se comportó como un miserable —silabeó la palabra con cierta rabia—. Entonces comenzó mi época más confusa. Di tumbos por diversos trabajos hasta que mi madre me pidió que regresara a su lado. Acepté. Estaba deseando volver a casa.

Carmela seguía emocionada. Aproveché que hacía una pausa para decirle:

Se te va a enfriar el té.

Con el dorso de la mano se secó las lágrimas que le recorrían las mejillas.

—Mi madre murió el año pasado. Hasta el último aliento estuvo pensando en su nieto. Pidió que en su lápida pusiéramos el nombre con el que la bautizaron:Teófila, en el ataúd colocamos entre sus manos una foto de su nieto.

—Carmela, es apasionante todo lo que me has contado —dije, agradecido de que me hubiera revelado algo tan personal. Y volví a preguntarme por qué lo había hecho.

Ella se puso en pie y, tras arreglarse la falda, extrajo un sobre de su bolso.

Quisiera pedirte el favor de que le entregases una carta a tu jefe.

Me dio un par de besos de despedida y me deseó un buen viaje. Cuando la vi desaparecer por una bocacalle, miré el sobre. Llevaba escrito: «Para Nicolás, con cariño».

El Piano


EL PIANO 

    

El tren avanzaba velozmente. Ante mis ojos pasaban vertiginosamente los campos sembrados de trigo, los inmensos viñedos y los pequeños pueblos que se vislumbraban en la lejanía donde destacaban las torres de los campanarios de las iglesias. 

Me sentía muy cansando por lo que cerré los ojos y me sumergí en mis pensamientos. 

¡Cuántas veces había hecho el mismo recorrido!. Pero esta vez iba solo… 

Mi esposa había fallecido solo hacía unos meses y su sólo recuerdo hizo que unas lágrimas resbalaran por mi cara. 

El sonido del altavoz anunciando la próxima llegada a la ciudad hizo que me secara rápidamente las lágrimas y me dispusiera a recoger mi pequeña maleta. 

A pesar de los años transcurridos poco había cambiado en la estación. 

Rápidamente me dirigí a coger un taxi para ir al hotel.  

Cual sería mi sorpresa cuando vi el número del taxi era el 007. No pude por menos que sonreír. 

Era el que solía coger con mi esposa y ella me decía:  

¡Juan eres un espía famoso, vas en su coche! 

La cara del taxista me resultaba familiar. Era aquel muchacho, ahora ya canoso, que dejó su Cádiz natal, para seguir a una mujer. 

-Caballero, ¿dónde le llevo? 

Todavía conservaba el ceceo de su tierra natal 

-Al hotel Mediodía, le contesté. 

Por el camino, como si fuera un turista más, me fue señalando los sitios más emblemáticos de la ciudad. 

El no me había reconocido, los años pasados y los sufrimientos con la enfermedad de mi esposa, había plateado mis cabellos y cubierto de arrugas mi rostro. 

Al llegar al hotel vi que se habían realzado muchos cambios. El hall se había agrandado y decorado con sumo gusto. 

Me dirigí a la recepción y una joven y bella muchacha me recibió con una sonrisa. 

Después de darme la bienvenida y anotar mis datos personales, me dio la tarjeta de mi habitación. 

 Ya en el ascensor me di  cuenta de que me habían dado la habitación 501. Al abrir la puerta sentí como mi corazón latía aceleradamente. Era la habitación que solía ocupar con mi esposa cuando visitábamos la ciudad. 

Agotado con tantas emociones, me deje caer pesamente en la cama y cerrando los ojos me sumergí en un sinfín de recuerdos. 

Había abandonado mi ciudad para recorrer el mundo dando conciertos de piano, acompañado siempre de mi esposa, pero mi corazón se había quedado allí, en el recuerdo de mis amigos y familia. 

Ahora volvía  para despedirme de todos mis recuerdos y sobre todo de poder tocar de nuevo por última vez mi querido piano, ya que había visto en un periódico la noticia de que querían subastarlo.  

Ya hacía mucho tiempo que en el Ateneo, ya no se realizaban conciertos y querían desprenderse de él. 

El timbre del teléfono me hizo volver a la realidad. 

Era la recepcionista preguntando si deseaba que me reservaran mesa para cenar. Le contesté que no. 

Comprobé que todavía era temprano para ir al Ateneo, por lo que decidí descansar en la habitación. 

Todos mis recuerdo se unían para recordar aquellos días en que daba conciertos los martes en la sala de la chimenea del Ateneo. 

Media ciudad no faltaba a ninguno de ellos, por lo que me sentía arropado y querido por todas las personas que ningún martes faltaban a la cita. 

De pronto sentí una fuerte punzada en el corazón. Tengo que darme prisa pensé, en cualquier momento como me había diagnosticado el médico antes de partir, me puede repetir el infarto y está vez mi corazón está demasiado dañado para soportarlo. 

Tengo que darme prisa, murmuré, pueden cerrar el Ateneo y quiero aunque sea por última vez tocar en mi querido piano. 

Me vestí lo más rápidamente que pude y después de haber comprobado mi  aspecto en el espejo del armario, me dispuse a salir. 

Intentando caminar con paso ligero atravesé la famosa plaza de Doña Juana, donde todavía se conservaba aquel olivo centenario donde numerosas aves lo utilizaban como refugio. Me encaminé dando un rodeo a la calle Hijosdalgo. El olor a  flor de azahar de los numerosos naranjos impregnaba toda la calle. Crucé hacia la plaza del mercado y entrando en la calle Veracruz divisé el bello edificio del Ateneo. 

La puerta del jardín se encontraba abierta. Aprovechando esta oportunidad entré en él.  Estaba muy descuidado, en el suelo una alfombra de hojas demostraba que ya nadie se ocupaba de cuidarlo. En un rincón un enorme jazmín ponía con sus olorosas flores un poco de encanto a aquel lugar tan entrañable lleno de numerosos recuerdos.  

Después de los conciertos, un grupo de amigos nos sentábamos en sus cómodas butacas, ahora desaparecidas, y continuábamos nuestras charlas, tomando una copa de vino, hasta que Mario, el conserje, nos invitaba a marcharnos. 

Avancé hacia la puerta que daba a la cafetería, al entrar en ella vi que estaba descuidado, abrí la puerta que daba al hall y cual sería mi sorpresa al ver sentado en la mesa, con un periódico en la mano, a nuestro recordado Mario. 

¡Como habían pasado los años! 

Su pelo era totalmente blanco y al levantarse al verme puede apreciar una ligera cojera, que delataba la artrosis que le aquejaba. 

-¡Don Juan!, exclamó al verme- y tendiendo los brazos me abrazó efusivamente. 

-¿Cómo Vd. por aquí?- 

-Mario, he leído en la prensa que van a subastar el piano y he tenido la necesidad de tocar por última vez en él- 

-¿Hay algún problema para que pueda pasar unos minutos tocándolo?- 

-Claro que no-, exclamó Mario y acercándose a la puerta de la sala, la abrió. 

-Don Juan esté todo el tiempo que le plazca-, pero haciéndome un guiño, añadió 

-No le garantizo que esté afinado. Hace mucho tiempo, desde que Vd. nos abandonó, que ya no se realizan conciertos. 

-Eran otros tiempos – añadió. 

Entré en la sala. Todo seguía igual. Las mismas butacas alrededor de la hermosa chimenea. Las columnas jónicas sujetando el techo, imitando a un templete, y justo en medio mi piano… y al fondo la lámpara que todavía conservaba la vieja pantalla manchada en aquel día aciago en que Doña Paquita vertió medio café en el salón salpicando todo lo que estaba a su alrededor. 

Me acerqué al piano. Todo el salón estaba muy descuidado. Se notaba que ya no se usaba y nadie cuidaba de su conservación. 

Al levantar la tapa y retirar la bayeta que cubría sus teclas, noté una punzada en el corazón, y deslizando la mano sobre ellas no pude por menos que acariciarlas. 

Acerqué el asiento y sentándome en él, me dispuse a tocar mi pieza favorita, la que tantas veces había interpretado.      

Las notas de la Polonesa de Chopin sonaron en el salón. 

Mis manos cobraron vida por unos instantes. Se deslizaban rápidamente y la melodía invadía el lugar como años anteriores. 

Por unos instantes cerré los ojos y ante mi desfilaron las imágenes de la época en que mis conciertos llenaban el salón. Siempre, al terminar, sonaban las campanas del reloj cercano. 

De pronto mi mano izquierda quedo paralizada. Sentí un terrible dolor y mi cuerpo se fue deslizando desde el  taburete hacia el suelo. 

El piano dejo de sonar y se oyeron las campanadas del reloj, como en años anteriores. 

El concierto había terminado…