Hacía tiempo que Alfredo había desaparecido. Después de una
larga e infructuosa investigación, la policía cerró el caso por falta de
pruebas. Cuando, en el bar que regentaban éste y su mujer, empezó a olerse a
cierto aroma a carne en descomposición. Su esposa se había unido
sentimentalmente a un brasileño de origen cubano después de que su esposo
desapareciera. Entre los dos llevaban el bar y quemaban a manos llenas todo el
patrimonio que Alfredo había conseguido reunir, después de toda una vida de
trabajo duro y pleno de estrecheces. Orlando, que así se llamaba el mulato, no
tenía papeles. Tras un viaje de placer, consiguió quedarse en España de forma
ilegal. Tenía una larga familia en su país a la que mandaba mensualmente grandes
sumas de dinero. Era mal trabajador. El ritmo de movimientos del caribeño era
lento; pausado, como si tuviera que pedir permiso una pierna a la otra para
caminar. Los hombros los tenía caídos, el cuerpo encorvado, la cabeza gacha, la
voz grave y cuando hablaba, separaba las sílabas de una misma palabra con
puntos y comas. Sus manos eran largas y huesudas. Los brazos se movían al
compás de sus pies: lento, cansado y éstos casi los iba arrastrando por
el suelo. Todo su cuerpo era un puro cansancio excepto en la cama. Allí
se movía con la agilidad de un felino. Su maestría haciendo el amor ponía ha
Segismunda a cien cuando la tocaba. Sabía en todo momento lo que tenía
que hacer para que ella perdiera la cabeza. Era un artista en la cama y su campo
era el cuerpo de la mujer. Mucho antes de la desaparición de Alfredo, su esposa
ya mantenía relaciones sexuales con él en secreto.
Todo empezó una mañana de verano. Un cliente entró en el bar
y le comentó a Segismunda el hecho de que se percibía en el ambiente un efluvio
pestilente. Ella lo achacó a la alcantarilla. El cliente era el hermano
menor de Alfredo, al cual Segismunda no conocía. Había venido a España en busca
de su querido hermano. Éste trabajaba en el cementerio de su país de enterrador
y conocía perfectamente la procedencia de aquel putrefacto aroma. Se tomó el
café con leche descafeinado de sobre, muy caliente y sin espuma, en silencio y
se fue directamente al cuartel de la policía. Por la tarde de aquel mismo día,
se personaron en el establecimiento dos hombres de aspecto
marcial vestidos de paisano, se tomaron algo y se fueron. A la mañana
siguiente, un grupo de hombres entraron en el bar, mostraron su credencial a la
dueña y se pusieron a investigar la procedencia de aquel sospechoso olor.
Después de cierto tiempo, comprobaron que debajo de la barra el tufo era aún
más intenso. Apartaron todas las cajas de bebidas del rincón y vieron que
del suelo se asomaba la punta de una manta. Trajeron un martillo compresor y en
menos de 10 minutos extrajeron del socavón un bulto. Lo depositaron en medio
del salón. Empezaron a desenvolverlo y... En ese momento, el brasileño de
origen cubano salió del bar corriendo. Cruzó la calle sin mirar, con tan mala
suerte que, un coche lo atropelló. El golpe lo lanzó a 15 metros dándose un
golpe en la cabeza contra la acera. Segismunda fue a socorrerle. Lo abrazó
tiernamente y, mientras lo hacía, otro coche que bajaba con exceso de
velocidad, no pudo evitar arrollar a la pareja pasándoles por encima. Los dos
quedaron tendidos sin vida en mitad de la calzada.
Cuando la policía comprobó lo que envolvía la
manta, no podían comprender el porqué de la reacción del brasileño. Era la
serpiente anaconda que Alfredo tenía de mascota, la que despedía aquel tufo tan
nauseabundo.
Aunque, nadie se percató del tamaño anormalmente abultada de
la tripa del aquel pestilente reptil...
Venancio Rodríguez Sanz
Venancio Rodríguez Sanz
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