jueves, 2 de julio de 2015

6. EL MULATO Y LA ANACONDA

Hacía tiempo que Alfredo había desaparecido. Después de una larga e infructuosa investigación, la policía cerró el caso por falta de pruebas. Cuando, en el bar que regentaban éste y su mujer, empezó a olerse a cierto aroma a carne en descomposición. Su esposa se había unido sentimentalmente a un brasileño de origen cubano después de que su esposo desapareciera. Entre los dos llevaban el bar y quemaban a manos llenas todo el patrimonio que Alfredo había conseguido reunir, después de toda una vida de trabajo duro y pleno de estrecheces. Orlando, que así se llamaba el mulato, no tenía papeles. Tras un viaje de placer, consiguió quedarse en España de forma ilegal. Tenía una larga familia en su país a la que mandaba mensualmente grandes sumas de dinero. Era mal trabajador. El ritmo de movimientos del caribeño era lento; pausado, como si tuviera que pedir permiso una pierna a la otra para caminar. Los hombros los tenía caídos, el cuerpo encorvado, la cabeza gacha, la voz grave y cuando hablaba, separaba las sílabas de una misma palabra con puntos y comas. Sus manos eran largas y huesudas. Los brazos se movían al compás de  sus pies: lento, cansado y éstos casi los iba arrastrando por el suelo. Todo su cuerpo era un puro cansancio excepto en la cama.  Allí se movía con la agilidad de un felino. Su maestría haciendo el amor ponía ha Segismunda  a cien cuando la tocaba. Sabía en todo momento lo que tenía que hacer para que ella perdiera la cabeza. Era un artista en la cama y su campo era el cuerpo de la mujer. Mucho antes de la desaparición de Alfredo, su esposa ya mantenía relaciones sexuales con él en secreto.
Todo empezó una mañana de verano. Un cliente entró en el bar y le comentó a Segismunda el hecho de que se percibía en el ambiente un efluvio pestilente. Ella lo achacó a la alcantarilla.  El cliente era el hermano menor de Alfredo, al cual Segismunda no conocía. Había venido a España en busca de su querido hermano. Éste trabajaba en el cementerio de su país de enterrador y conocía perfectamente la procedencia de aquel putrefacto aroma. Se tomó el café con leche descafeinado de sobre, muy caliente y sin espuma, en silencio y se fue directamente al cuartel de la policía. Por la tarde de aquel mismo día, se personaron en el establecimiento dos hombres de aspecto marcial vestidos de paisano, se tomaron algo y se fueron. A la mañana siguiente, un grupo de hombres entraron en el bar, mostraron su credencial a la dueña y se pusieron a investigar la procedencia de aquel sospechoso olor. Después de cierto tiempo, comprobaron que debajo de la barra el tufo era aún más intenso.  Apartaron todas las cajas de bebidas del rincón y vieron que del suelo se asomaba la punta de una manta. Trajeron un martillo compresor y en menos de 10 minutos extrajeron del socavón un bulto. Lo depositaron en medio del salón. Empezaron a desenvolverlo y... En ese momento, el brasileño de origen cubano salió del bar corriendo. Cruzó la calle sin mirar, con tan mala suerte que, un coche lo atropelló. El golpe lo lanzó a 15 metros dándose un golpe en la cabeza contra la acera. Segismunda fue a socorrerle. Lo abrazó tiernamente y, mientras lo hacía, otro coche que bajaba  con exceso de velocidad, no pudo evitar arrollar a la pareja pasándoles por encima. Los dos quedaron tendidos sin vida en mitad de la calzada.
Cuando la policía comprobó lo que envolvía la manta, no podían comprender el porqué de la reacción del brasileño. Era la serpiente anaconda que Alfredo tenía de mascota, la que despedía aquel tufo tan nauseabundo. 

Aunque, nadie se percató del tamaño anormalmente abultada de la tripa del aquel pestilente reptil...

Venancio Rodríguez Sanz

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