Me dormiré despacio
en la última hoja del almendro
para escuchar las notas que pasean
por las calles del viento enamorado,
y veré en la ventana
al niño que deshace en sus pupilas
los terrones de azúcar de la tarde.
Contemplaré aquel rostro,
que, a veces, se le esconde a mi recuerdo,
como pájaro mudo
ante la adversidad de algún invierno
o una espada de flores ateridas.
Sabré que hay un rescoldo permanente
detrás de las paredes de su pecho,
aquellas que encaló la soledad,
la misma que dormía cada noche
ovillada a sus pies, como un perrillo.
Oiré cómo le inyecta, quedamente,
la morfina de un canto plañidero,
para luego apagarle la candela
y cubrirle la albura con la gasa,
donde bordó el destino
un paisaje de sombras y dolor.
Veré a las golondrinas enlutadas
devorar los crespones de sus ojos,
y me revelaré contra los alelíes
que pretendan robarme los aromas
de aquel brote que fui,
niño de corazón en carne viva,
herido por los versos de un romance
cuando la primavera hermoseaba
en todos los balcones de su reino.
JUAN CALDERÓN MATADOR

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