Despierto
a Melina con un beso en el pelo; ese pelo negro y suave que huele como a pan
recién sacado del horno. Enseguida me sonríe desde su duermevela de sueños
plácidos, seguramente parecidos a los míos, cuando yo tenía su misma edad, y mi
madre me despertaba en la mañana con un beso, mientras tarareaba una canción.
―Despierta, mi
niña, que vamos de viaje ―le digo a Melina, mientras ella se restriega los
puños por su carita adormilada.
―¿De viaje?
¿Adónde, mami?
―Iremos al tren y
nos marcharemos lejos.
―¿Vamos a ir a ver
a la abuelita Dora? ―me pregunta, abriendo mucho los ojos.
―Bueno... ya sabes
que eso es difícil pero, a lo mejor... ―digo, pensando que la niña me ha leído
el pensamiento.
―¡Sí, sí, por
favor, mami, vamos a ir a que yo la conozca! ―me dice, con los ojos brillantes.
―Lo vamos a
intentar―le contesto, fingiendo alegría.
Mientras Melina se levanta, pienso que siempre ando fingiendo delante de ella.
Finjo una felicidad que no tengo; finjo una alegría que no siento; finjo que
trabajo en la tienda del centro, la que está en la esquina y es tan bonita, y
en la que venden ropa tan cara. Cuando, alguna vez, Melina me hace parar en su
escaparate, finjo que conozco a las dependientas que están dentro, y las saludo
con la mano desde el cristal,
mientras ellas, seguramente, pensarán que estoy loca.
Después de desayunar salimos a la calle y cogemos el autobús. A estas horas
está lleno de gente. Hay muchas señoras que van y vienen de hacer recados,
muchachos que van al instituto, y ancianos que van al parque a tomar el sol.
Nosotras vamos a la estación del tren a hacer un viaje. Un viaje que llevo
planeando hace algún tiempo.
Un hombre se me queda mirando. Lo miro y no lo reconozco o, al menos eso creo,
aunque..., es posible que sí, quién sabe; después de tantos, una no se queda
con las caras. El hombre me sonríe con una insistencia extraña. Va solo; si no
lo fuera, ni me miraría siquiera, incluso se pondría nervioso si fuese yo quien
lo mirase. En cambio, la que se pone nerviosa soy yo. Miro hacia otro lado y
aprieto la mano de Melina. Ella se da cuenta y me interroga con los ojos, pero
enseguida se distrae con un perro al que ve pasar por la calle.
―Mira, mamá. Es igualito a Pirata, el perro de Loli.
―Si ―le respondo, con la voz más tranquila de lo que me esperaba.
El hombre se levanta de su asiento y pasa de largo. Se va
hacia el final del autobús. Yo respiro con alivio.
Vemos dos asientos que se quedan libres, y nos sentamos juntas. Estoy tan
cansada... En cambio, Melina va feliz. Acerca su carita sonriente al cristal
del autobús y mira con curiosidad todo lo que se ve fuera.
Al rato, me adormezco un poco. Empiezo a recordar el día en que toda mi familia
recibió la noticia de que me había salido un trabajo en España, en una fábrica
de calzado, en un lugar llamado Alicante. Lo celebramos brindando con un poco
de cerveza porque, para otra bebida, no daba el presupuesto. Yo estaba radiante
ese día, pensando que, gracias a ese trabajo, iba a ayudar a que mi madre no se
desollara más los nudillos lavando ropa ajena, una ropa que mi madre restregaba
y restregaba, tarareando siempre una canción.
Pero al llegar a España no era una fábrica de calzado el destino que me
esperaba. Sin decir una palabra, unos hombres nos metieron en un coche a otras
chicas y a mí. El silencio tan tenso que había en el auto, me hizo sospechar
que algo raro pasaba, y tuve la certeza de que un pájaro de mal agüero se
cernía sobre nosotras.
Recuerdo aquella casa en medio de una carretera donde, finalmente, nos
llevaron. Recuerdo el olor a humedad que lo impregnaba todo; la penumbra que
había, a pesar de que el sol brillaba fuera; y recuerdo el miedo con el que
todas nos mirábamos; cuando vimos aquellas habitaciones de luces rojizas, y a
aquellos hombres que esperaban...
Después vinieron los golpes, al rechazar lo que ellos querían de nosotras; los
puñetazos en el estómago, para que no se nos notara en la cara, la humillación
y el asco. Pero, sobre todo, recuerdo como sentía que mi alma se vaciaba; se desangraba
como una res recién sacrificada para el consumo; como si mi alma, ya muerta,
colgase de un gancho, chorreando vergüenza.
Después de unos meses ya no sentía nada. Mi espíritu se había secado del todo y
mi cuerpo se había vuelto insensible, como triturado y envuelto en papel: Carne
picada para hacer con ella lo que se quiera.
Solo el nacimiento de Melina, me hizo volver a sentir que la vida aún latía en
mí. Al principio, no la quería. Pensaba darla en adopción en cuanto naciera en
el hospital, sin mirarla siquiera. Pero el parto se adelantó; me sorprendió en
la habitación que
compartía con las otras chicas. Ellas
fueron las que ayudaron a traerla al mundo. Pero hicieron lo que no debían:
ponerme a la niña en los brazos. Después, ya no pude hacer nada más que mirarla
sorprendida, mientras sentía que un instinto animal se apoderaba de mí.
Cuando Melina cumplió un año, yo ya había hecho lo posible por conseguir un
apartamento muy pequeño para las dos. Trabajaba muchísimo para pagar el
alquiler y los gastos extras que supone una niña. A Melina la dejaba con mi
vecina Loli cuando iba al club a trabajar. El resto del tiempo era para ella.
La llevaba al parque, a los tiovivos, a desayunar chocolate con churros, y al
circo, cuando había dinero para ello.
Con el tiempo, mis esperanzas de salir de esto y encontrar otra cosa con la que
ganarme la vida, se esfumaban. Además, los dueños del club no me hubiesen
dejado marchar así como así. Yo todavía estoy bonita y parezco más joven de lo
que soy. También soy cobarde y, a esto, ya estoy acostumbrada. ¿Y dónde iba a
ganar yo lo mismo que aquí?
Hasta ahora todo lo he aguantado con resignación. Pero desde el día que nos
encontramos por la calle con uno de mis jefes, el Cholas, y miró a Melina de
esa manera, y luego soltó aquella carcajada… Desde entonces no sé que hacer
para protegerla, porque sé de lo que mi jefe es capaz cuando se le mete algo en
la cabeza. Y estoy segura de lo que quiere. Y estoy segura de que lo conseguirá.
Desde entonces me cuesta trabajo dormir; me cuesta trabajo comer; incluso, el
simple hecho de ducharme y vestirme es un suplicio para mí. Siento como si
tuviese una piedra dentro del pecho que no me deja respirar. Y mi pesadilla es
siempre la misma, la repugnante mirada del Cholas, y mi niña sentada en sus
rodillas, sin que yo pueda hacer nada.
El autobús llega a nuestra parada y nos bajamos. La estación del tren no está
muy lejos de aquí. Empezamos a caminar El día está demasiado espléndido; más
hubiera valido que estuviese gris y oscuro.
―Vamos, Melina. Nos alejaremos un poco de la estación, y seguiremos las vías
del tren ―le digo, cogiéndola de la mano.
―Pero, mami, ¿no compramos los billetes? ―pregunta ella con su voz inocente.
Siento entonces como un océano de pánico se apodera de mí. No quiero que mi
niña sospeche siquiera lo que venimos a hacer. Quiero que todo pase, sin que
ella se dé cuenta de nada. Tengo que ser fuerte ahora, en estos últimos
momentos. No quiero llorar. Le sonrío a mi niña hasta que llegamos al sitio
exacto, mientras ella me mira interrogante.
Ahora solo hay que esperar a que el tren se acerque y, un poco antes de
que pase por nuestro lado... dejarnos caer a las vías cogidas de la mano.
Y quizás, mientras nos vamos, veremos a mi madre mandarnos un beso y oiremos su
voz tararear una canción, desde el otro lado de las vías.
CONCEPCIÓN RODRÍGUEZ GASCH
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