Nueve tumbas. En el cementerio, cercanas al acantilado bajo el que golpea el
mar sin consideración alguna hacia la gente que descansa eternamente. Falta un
muerto para completar la dotación del barco que como un cascarón, naufragó. Solo
un superviviente al que nadie habría echado en falta. Paradojas de la vida y de
la muerte que se lleva a todos sin distinción, sin preocuparse en absoluto de
hijos o padres que llorarían sin que nadie les pudiese facilitar consuelo
alguno.
Al hombre de mar, el que debería ocupar el espacio que queda hueco, le sube por
su cuerpo el rumor de las olas golpeando sin piedad las rocas y todo tipo de
habitantes de ellas, mejillones, erizos, algunos percebes, animales como el que
él ha cogido a lo largo de su vida, luchadores por sobrevivir en medio de
depredadores anónimos, conocidos, no obstante por algunos de ellos.
En absoluta soledad, con la gorra calada y las manos en los bolsillos, recuerda
sus días en la mar dejándose llevar y balanceándose al antojo de unas
olas manejadas por los vientos y las corrientes, indiferentes a sentimientos y
deseos.
El faro deslumbrante destella, aparece y se oculta lo que viene a decirle que
aún no ha amanecido y sin embargo, el hombre ya está mirando el
horizonte, oscuro pero perceptible a la mirada del lobo de mar, título
conseguido después de cerca de cincuenta años batallando con aparejos, anzuelos
y redes, sintiendo en sus manos la vida y muerte de los peces, como hará el
destino con su vida, una vida de solitario, ausente de todo y aceptando que
peor que sentirse solo, es saber que nadie se interesa por él.
Por eso, baja y se acerca al mar, busca la mano de Dios y se moja, como una caricia
toca las olas, tratando de congraciarse, aunque sabe que el mar es
muy duro, que no se deja acariciar y es muy difícil engañar con palabras que
suenan la mayoría de las veces falsas, ya está cansado de promesas y salpica al
hombre que abandona las rocas para caminar hacia la playa que cercana está
llena de lo que trae el verano, chiringuitos, conchas y algún que otro cangrejo
vigilando que nadie ocupe sus dominios.
Diez años allí, viviendo en una casa vieja con muebles que se le están
rompiendo y a los que no va a sustituir, una vida que se le hace larga, pesada,
con hambre de peces y libertad en medio de la noche, sin mas compañía que el
sonido del motor y el del carrillo izando las redes, sin mas palabras que las
imprescindibles entre unos hombres que no necesitan hablar para decir de sus
sentimientos, de sus ideales y esperanzas.
Su mundo está debajo de las olas, entra los pies en el agua y siente como el
corazón le llega a la garganta cuando sube la marea, esperanzado de que haya
llegado el momento en que le llaman para dejarse poseer, pero no lo hace, las
olas blanquean la arena y se olvidan del hombre y del espacio que le espera
para cavar su tumba.
Abandona la playa y camina en silencio hacia su casa, buscando un futuro que le
va a llegar en forma de infarto, que le dejará en cualquier rincón a la espera,
de que alguien, algún día se de cuenta que la tumba número diez sigue vacía.
FRANCISCO BAUTISTA GUTIERREZ
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