jueves, 2 de julio de 2015

17. "El pozo"

El verano de 1955 mi hermano y yo fuimos al pueblo a pasar unos días con la abuela paterna que vivía sola en una casa de dos pisos, con bodega en el sótano. El abuelo había muerto cinco años antes, justo cuando yo nací. A mi hermano y a mí nos gustaba mucho estar con la abuela, pues era cariñosa comprensiva y liberal, quizá demasiado, como podremos comprobar en el presente relato.
 Uno de esos días soleados y calurosos de agosto, la abuela nos llevó a pasar el día a su huerto, donde solía pasar sus ratos de ocio cultivando  todo tipo de verduras y hortalizas. Disfrutaba de lo lindo con este pasatiempo, que le servía de entretenimiento y distracción. Además, los productos que recolectaba cubrían una parte importante de su alimentación.
Dicho huerto se encontraba en Vallalcalde: un pago situado en un pequeño valle, rodeado de viñedos, desde el que se podía ver los cerros abarrotados de cepas, de tal manera, que parecían estar cubiertos por unos enormes mantos verdosos. Un pequeño río cruzaba dicho valle de norte a sur, formando una pequeña cascada, cuyo relajante murmullo podía escucharse desde el huerto.   
También tenía una cabra nuestra abuela. Con ella paseaba por las calles del pueblo y, con ella, recorría todo el término municipal en busca de pastos para su manutención y solaz. Siempre la llevaba atada a una cuerda, que le quitaba cuando pacía.
Permíteme, amable y paciente lector, que antes de seguir adelante con el presente relato, cuente una anécdota referente a la abuela y la cabra. Años después del mencionado verano de 1955, acompañe a mi padre al pueblo para tratar de llevarnos a la abuela a vivir con nosotros a la ciudad, pues era muy mayor para estar sola. Cuando llegamos no se encontraba en casa, la buscamos por todas partes y no aparecía, hasta que un paisano del pueblo, al que apodaban el "Choto", nos dijo:
- Hace una hora me encontré con ella en la "Jarrina"  con la cabra, cuando venía yo de vendimiar.
De modo que nos dirigimos a ese sitio con el "alma en vilo", pues la Jarrina es un sitio muy accidentado y peligroso. Cuando íbamos llegando al lugar, divisamos una silueta humana subiendo por unas peñas, a una gran altura. Era la abuela que iba en busca de la cabra. Cuando nos disponíamos a ir en su busca, nos gritó:
-No subáis que os podéis caer. Esperad ahí que ya bajo.
Al poco rato bajó a nuestro encuentro, con la cabra, como la cosa más natural del mundo. Yo estaba alucinado, parecía imposible, en primer lugar, hubiera podido subir hasta allí una mujer de más de ochenta años y en segundo, que bajara con tanta facilidad.         
Dicho esto - que me parecía oportuno para conocer un poco mejor el personaje de la abuela, responsable de nuestra custodia, y para una mejor comprensión de esta, mi desdichada aventura – volvamos sin mas dilación al relato de los hechos acaecidos aquél fatídico día de 1955, en el mencionado pago de Vallalcalde, donde mi abuela tenía, un huerto de su propiedad, con  pozo, cigüeñal  y  pila para lavar.
Nada más llegar la abuela se puso a lavar la ropa, tarea que realizaba antes que ninguna otra. Primero llenaba la pila con agua del pozo que subía con una herrada, o cubo de latón y que estaba sujeta a uno de los extremos del cigüeñal, con el que se ayudaba para izarla. Mientras, la cabra pastaba a sus anchas, comiéndose la hierba y a veces los productos del huerto. Nosotros, los tres nietos, jugábamos a lo que se nos ocurría, con total libertad y sin limitación alguna. Una de esas ocurrencias, entre otras, fue  uno tras otro alrededor del pozo dando vueltas al "que te pillo", después de que la abuela terminara la colada  Como el pozo no tenía brocal y en ese momento se encontraba mojada la parte del suelo que había entre la pila y el pozo, a consecuencia del lavado de ropa, me resbalé y caí al fondo del mismo. En cuestión de segundos, sentí cómo mi cuerpo se deslizaba hacia aquel terrible y oscuro agujero. Parecía como si una mano desconocida y diabólica quisiera arrebatarme mi infancia de un golpe, llevándosela al fondo del foso  para no regresar nunca más.
Mi abuela no se hubiera enterado -afanosa como estaba en sus labores hortofrutícolas, a cierta distancia del hoyo -de no haber sido por mis compañeros de juego, que fueron corriendo muy asustados, a comunicarle mi desventura. La abuela, asustada y fuera de sí, comenzó a chillar pidiendo auxilio:
-¡Socorro, favor! ¡socorro, favor! – gritaba hasta desgañitarse.
 Pero era inútil. Por aquel intransitado lugar y tan lejos del pueblo, era muy raro que pasara alguien. Ni ella, ni mi primo, que era de mi misma edad, ni mi hermano, aunque tenía dos años más que nosotros, ni, por supuesto,  la cabra, se sentían capaces de rescatarme de aquel traicionero y mortal destino.
Mientras tanto, abajo en el pozo, hundido en el agua, no se me ocurría otra cosa que llamar a la abuela para que me ayudara. Pero, era inútil, cada vez que abría la boca intentando llamarla, el agua se colaba por mi garganta y me hundía cada vez más. Los pulmones se encharcaban de agua y el estómago se hinchaba. No obstante, yo insistía en  llamar a la abuela pero era inútil. ¡Inútil y perjudicial! Los brazos y las piernas las movía a un ritmo frenético, intentando, instintivamente, mantenerme a flote y respirar. Pero no podía, no sabía nadar.
Cuando estaba prácticamente asfixiado y a punto  de perder el conocimiento, noté que algo se movía, en el agua. A pesar de mi estado, y de mis pocos años, sabía  que tenía que aferrarme a aquello que se movía, fuera lo que fuese. Era una cuerda que habían arrojado unos paisanos que, casualmente, o "milagrosamente", ¡quien sabe!, pasaban por allí, en ese momento, y que regresaban de realizar sus labores vitivinícolas. Al parecer, oyeron los gritos de la abuela pidiendo socorro, desde el camino por donde regresaban del trabajo, a lomos de sus caballerías. Rápidamente se dirigieron a galope tendido, al lugar de donde venían los chillidos.
 Cuando notaron que me había agarrado me subieron rápidamente. Me había asido con tanta fuerza y desesperación a la soga, que una vez arriba, les costó trabajo arrancármela de las manos, a pesar de que mis manos estaban llenas de ampollas a causa de otra ocurrencia que solíamos tener en aquella época y que consistía en pasar de un lado a otro un puente colgados de las barandillas y que habíamos estado practicando unos días antes de ir al pueblo. Tampoco fueron obstáculo alguno, en aquellas trágicas circunstancias, para agarrarme fuertemente a la soga y no soltarme. .
Una vez arriba, después de quitarme la cuerda, mis bienhechores, a los que, por cierto, no volví a ver más, me tumbaron en el suelo y uno de ellos, apretándome el vientre con sus salvadoras manos, hizo que expulsara parte del agua que había tragado en esos terribles momentos de mi temprana existencia. Recuerdo, o creo recordar, como si fuera ayer, cómo el agua salía por mi boca a chorro, cada vez que apretaban mi vientre. Después me flexionaron el tronco, me apretaron el abdomen y volvió a salir mas agua por mi garganta. Estos fueron los primeros auxilios improvisados, de aquellos hombres, a los que, supongo, nadie le había enseñado, y que simplemente el instinto o el sentido común los guió.
 El resto del agua siguió saliendo por otro conducto en casa de la abuela, a la que me trasladaron a lomos de una gigantesca mula, propiedad de uno de mis socorristas. Me acostaron en la cama, en compañía de un orinal, cerraron la puerta y me dejaron en aquella habitación sin ventanas, parte de la tarde y toda la noche.
Esa fue mi cura y mi terapia.


Gerardo Seisdedos Alonso

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