El verano de 1955 mi hermano
y yo fuimos al pueblo a pasar unos días con la abuela paterna que vivía sola en
una casa de dos pisos, con bodega en el sótano. El abuelo había muerto cinco
años antes, justo cuando yo nací. A mi hermano y a mí nos gustaba mucho estar
con la abuela, pues era cariñosa comprensiva y liberal, quizá demasiado, como
podremos comprobar en el presente relato.
Uno de esos días
soleados y calurosos de agosto, la abuela nos llevó a pasar el día a su huerto,
donde solía pasar sus ratos de ocio cultivando todo tipo de verduras y
hortalizas. Disfrutaba de lo lindo con este pasatiempo, que le servía de
entretenimiento y distracción. Además, los productos que recolectaba cubrían
una parte importante de su alimentación.
Dicho huerto se encontraba
en Vallalcalde: un pago situado en un pequeño valle, rodeado de viñedos,
desde el que se podía ver los cerros abarrotados de cepas, de tal manera, que
parecían estar cubiertos por unos enormes mantos verdosos. Un pequeño río
cruzaba dicho valle de norte a sur, formando una pequeña cascada, cuyo
relajante murmullo podía escucharse desde el huerto.
También tenía una cabra
nuestra abuela. Con ella paseaba por las calles del pueblo y, con ella,
recorría todo el término municipal en busca de pastos para su manutención y
solaz. Siempre la llevaba atada a una cuerda, que le quitaba cuando pacía.
Permíteme, amable y paciente
lector, que antes de seguir adelante con el presente relato, cuente una
anécdota referente a la abuela y la cabra. Años después del mencionado verano
de 1955, acompañe a mi padre al pueblo para tratar de llevarnos a la abuela a
vivir con nosotros a la ciudad, pues era muy mayor para estar sola. Cuando
llegamos no se encontraba en casa, la buscamos por todas partes y no aparecía,
hasta que un paisano del pueblo, al que apodaban el "Choto", nos dijo:
- Hace una hora me encontré
con ella en la "Jarrina" con la cabra, cuando venía yo de
vendimiar.
De modo que nos dirigimos a
ese sitio con el "alma en vilo", pues la Jarrina es un sitio muy
accidentado y peligroso. Cuando íbamos llegando al lugar, divisamos una silueta
humana subiendo por unas peñas, a una gran altura. Era la abuela que iba en
busca de la cabra. Cuando nos disponíamos a ir en su busca, nos gritó:
-No subáis que os podéis
caer. Esperad ahí que ya bajo.
Al poco rato bajó a nuestro
encuentro, con la cabra, como la cosa más natural del mundo. Yo estaba
alucinado, parecía imposible, en primer lugar, hubiera podido subir hasta allí
una mujer de más de ochenta años y en segundo, que bajara con tanta facilidad.
Dicho esto - que me parecía
oportuno para conocer un poco mejor el personaje de la abuela, responsable de
nuestra custodia, y para una mejor comprensión de esta, mi desdichada aventura
– volvamos sin mas dilación al relato de los hechos acaecidos aquél fatídico
día de 1955, en el mencionado pago de Vallalcalde, donde mi abuela tenía,
un huerto de su propiedad, con pozo, cigüeñal y pila para
lavar.
Nada más llegar la abuela se
puso a lavar la ropa, tarea que realizaba antes que ninguna otra. Primero
llenaba la pila con agua del pozo que subía con una herrada, o cubo de latón y
que estaba sujeta a uno de los extremos del cigüeñal, con el que se ayudaba
para izarla. Mientras, la cabra pastaba a sus anchas, comiéndose la hierba y a
veces los productos del huerto. Nosotros, los tres nietos, jugábamos a lo que
se nos ocurría, con total libertad y sin limitación alguna. Una de esas
ocurrencias, entre otras, fue uno tras otro alrededor del pozo dando
vueltas al "que te pillo", después de que la abuela terminara la
colada Como el pozo no tenía brocal y en ese momento se encontraba mojada
la parte del suelo que había entre la pila y el pozo, a consecuencia del lavado
de ropa, me resbalé y caí al fondo del mismo. En cuestión de segundos, sentí
cómo mi cuerpo se deslizaba hacia aquel terrible y oscuro agujero. Parecía como
si una mano desconocida y diabólica quisiera arrebatarme mi infancia de un
golpe, llevándosela al fondo del foso para no regresar nunca más.
Mi abuela no se hubiera
enterado -afanosa como estaba en sus labores hortofrutícolas, a cierta
distancia del hoyo -de no haber sido por mis compañeros de juego, que fueron
corriendo muy asustados, a comunicarle mi desventura. La abuela, asustada y
fuera de sí, comenzó a chillar pidiendo auxilio:
-¡Socorro, favor! ¡socorro,
favor! – gritaba hasta desgañitarse.
Pero era inútil. Por
aquel intransitado lugar y tan lejos del pueblo, era muy raro que pasara
alguien. Ni ella, ni mi primo, que era de mi misma edad, ni mi hermano, aunque
tenía dos años más que nosotros, ni, por supuesto, la cabra, se sentían
capaces de rescatarme de aquel traicionero y mortal destino.
Mientras tanto, abajo en el
pozo, hundido en el agua, no se me ocurría otra cosa que llamar a la abuela
para que me ayudara. Pero, era inútil, cada vez que abría la boca intentando
llamarla, el agua se colaba por mi garganta y me hundía cada vez más. Los
pulmones se encharcaban de agua y el estómago se hinchaba. No obstante, yo
insistía en llamar a la abuela pero era inútil. ¡Inútil y
perjudicial! Los brazos y las piernas las movía a un ritmo frenético,
intentando, instintivamente, mantenerme a flote y respirar. Pero no podía, no
sabía nadar.
Cuando estaba prácticamente
asfixiado y a punto de perder el conocimiento, noté que algo se movía, en
el agua. A pesar de mi estado, y de mis pocos años, sabía que tenía que
aferrarme a aquello que se movía, fuera lo que fuese. Era una cuerda que habían
arrojado unos paisanos que, casualmente, o "milagrosamente", ¡quien
sabe!, pasaban por allí, en ese momento, y que regresaban de realizar sus
labores vitivinícolas. Al parecer, oyeron los gritos de la abuela pidiendo
socorro, desde el camino por donde regresaban del trabajo, a lomos de sus
caballerías. Rápidamente se dirigieron a galope tendido, al lugar de donde
venían los chillidos.
Cuando notaron que me
había agarrado me subieron rápidamente. Me había asido con tanta fuerza y
desesperación a la soga, que una vez arriba, les costó trabajo arrancármela de
las manos, a pesar de que mis manos estaban llenas de ampollas a causa de otra ocurrencia que
solíamos tener en aquella época y que consistía en pasar de un lado a otro un
puente colgados de las barandillas y que habíamos estado practicando unos días
antes de ir al pueblo. Tampoco fueron obstáculo alguno, en aquellas trágicas
circunstancias, para agarrarme fuertemente a la soga y no soltarme. .
Una vez arriba, después de
quitarme la cuerda, mis bienhechores, a los que, por cierto, no volví a ver
más, me tumbaron en el suelo y uno de ellos, apretándome el vientre con sus
salvadoras manos, hizo que expulsara parte del agua que había tragado en esos
terribles momentos de mi temprana existencia. Recuerdo, o creo recordar, como
si fuera ayer, cómo el agua salía por mi boca a chorro, cada vez que apretaban
mi vientre. Después me flexionaron el tronco, me apretaron el abdomen y volvió
a salir mas agua por mi garganta. Estos fueron los primeros auxilios improvisados,
de aquellos hombres, a los que, supongo, nadie le había enseñado, y que
simplemente el instinto o el sentido común los guió.
El resto del agua
siguió saliendo por otro conducto en casa de la abuela, a la que me trasladaron
a lomos de una gigantesca mula, propiedad de uno de mis socorristas. Me
acostaron en la cama, en compañía de un orinal, cerraron la puerta y me dejaron
en aquella habitación sin ventanas, parte de la tarde y toda la noche.
Esa fue mi cura y mi terapia.
Gerardo Seisdedos Alonso
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