jueves, 2 de julio de 2015

27.El olmo de la plaza, por José Carrasco Llácer.

Fue un tres marzo, aunque nunca pude saber cuándo fue la primera vez que la vi. Sí la recuerdo con la mantilla blanca de las niñas del colegio de las Teresianas. Por mi bandeja dorada pasaban todas. Yo, a la sazón, podría tener diez u once años. Me había aprendido los latines, cuando las misas eran otra cosa. Ya no recuerdo cómo empezaba el cura, pero sí que yo contestaba aprisa y sin saber lo que decía. Ser monaguillo me permitía observar a las chicas de cerca cuando se arrodillaban en el reclinatorio para que les pusieran la hostia encima de la lengua, mientras yo les ponía la bandejita debajo de su barbilla.
Recuerdo unos ojos inquietos y una trenza negra que le caía por el hombro. El resto, una falda gris plisada, y una chaqueta de lana azul marino. Tenía las rodillas bonitas y la lengua limpia. Eso era importante, según decía mi madre.
Aquella primera vez no me miró cuando venía, ni tampoco cerró los ojos al arrodillarse. Olvidé ponerle la bandejita debajo de la barbilla y me costó un coscorrón del cura. Ella se marchó riendo mientras se tragaba la hostia.  Desde entonces, todos los domingos al acercarse me miraba con disimulo y cuando se arrodillaba en el reclinatorio yo le tocaba la barbilla con la bandeja, como una caricia, y ella cerraba los ojos. Entonces no sabía que se llamaba Rebeca.
Pronto dejé de ser monaguillo y también dejé de verla. Al cabo de tres o cuatro años, una mañana de marzo que caminaba deprisa porque llegaba tarde al instituto, tropecé de frente con ella al doblar una esquina. Le ayudé a recoger los libros que le habían caído al suelo por mi culpa. Después quise acompañarla al colegio de las monjas. Aquella tarde en la clase de Historia no me enteré de nada porque me perseguían sus ojos. Al salir, ciego, me fui en su busca.
Me aposté  en la acera de la plaza, frente a su colegio, cuando eran casi las seis y media, y vi como salían todas las chicas. Salieron todas, menos Rebeca.
Muchas veces he sufrido decepciones en mi vida y casi todas he ido olvidándolas, sin embargo aquella se quedó para siempre en mi memoria y en la piel del olmo que había en medio de la plaza, porque se me ocurrió escribir su nombre en él con la punta de mi navaja.
Pasaron los meses, y un día —ya habían terminado las clases y el verano estaba avanzado —pasé junto al olmo de la plaza. Busqué su nombre en el árbol, mientras apretaba la navaja en mi bolsillo dispuesto a tacharlo para olvidar sus ojos y su trenza, y me encontré que junto al suyo estaba el mío y una fecha: tres de marzo de mil novecientos sesenta y nueve. Aquello me impactó, y también pasó a mi memoria, tanto que escribí en el árbol la fecha de ese día.  No se me olvida.
Cuando empezó el otoño y hubo que volver a las clases, tuve que hacerlo muy lejos de aquel lugar. A mi padre lo habían trasladado a un juzgado de Huesca y arrastró consigo a toda la familia.  Imaginé que a Rebeca le habrían cortado la trenza, pero sus ojos inquietos continuaban apareciendo en mis sueños.
Una de las veces que volví pasado mucho tiempo —ya estaba en la facultad de derecho porque iba vestido de tuno—, fui a ver el olmo de la plaza y, como no tenía navaja, con la cucharilla de café escribí debajo la fecha de aquel día, que ahora no recuerdo, pero sí que era verano y el grupo de tunos tocábamos en las fiestas para los turistas.
A la vuelta de las milicias, por culpa de la nostalgia, se me ocurrió regresar a aquel sitio de mi infancia y de mi adolescencia, y por supuesto me acerqué curioso a ver el olmo de la plaza donde estaba mi nombre y el de Rebeca. Con asombro vi que debajo de aquellas fechas había otras más recientes. Eché mano al cinturón de mi pantalón de alférez y con la púa de la hebilla escribí debajo la fecha del día. Corría mil novecientos ochenta y uno.
Desde entonces pasaron muchas cosas. Aprobé las oposiciones y fui notario en Parla, en Monforte de Lemos y en Córdoba. También en un pueblo de Extremadura y en otro de Soria. Me casé. Me separé. Me volví a casar. Tuve una hija y me torné a divorciar, y ya no volví más a la plaza del olmo donde estaba mi nombre y el de Rebeca.
Un día, en una reunión de colegas —era a mediados del último febrero—, le conté esta historia al que ejercía la fe pública en aquel lugar, donde el olmo de la plaza, y a los pocos días me remitió un mensaje a mi teléfono móvil en el que me decía que, por curiosidad, se había acercado a mirar en el árbol si todavía aparecía mi nombre, y que, no solo eso, sino que además había más fechas que, al parecer, yo no conocía. Le llamé intrigado y me confirmó que la última que había debajo de mi nombre y del de Rebeca era la de tres de marzo de mil novecientos noventa y nueve, y la anterior de tres de marzo de mil novecientos ochenta y nueve, y antes, la última, la que yo le había relatado. De todo ello daba fe.
Enseguida pensé en comprarme una navaja. Reservé cuarto en una fonda y adquirí un billete para el tren que me llevaría el día dos de marzo al lugar del olmo que había delante del que fue colegio de las Teresianas, y que después había sido un Banco y también unos grandes almacenes. Averigüé sin embargo, que todavía existía en la plaza el mismo bar de entonces. 
Al día siguiente me senté en una mesa, pedí un café, y esperé que llegara Rebeca. Me tomé otro café, y más tarde una cerveza y comí en el bar. La terraza estaba repleta. Una señora muy rubia con unas gafas de sol y un bastón blanco estaba en la mesa contigua. Junto a ella, en la acera, una niña con un vestido azul jugaba a las canicas.  Cuando se hizo media tarde, antes de que anocheciera, me acerqué al olmo con la navaja. Pasé la mano por los nombres y las fechas. Los trazos habían ennegrecido y se habían deformado con el paso del tiempo, como yo. Cabizbajo me alejé del olmo sin haberme atrevido a herirle de nuevo. Una chiquilla de ojos inquietos, vestida de azul, con dos trenzas negras, se acercó al árbol. Llevaba de la mano a la señora que con el bastón parecía barrer el suelo.
—¿Me permite, señor?  —dijo la niña.
Me detuve, perplejo.  Con una pequeña navaja se puso a escribir en el árbol y constaté asombrado que aparecía la fecha.  La señora, con la cara hacia el olmo, pregunto:
—¿Teo? 
Miré a la niña que me observaba con detenimiento.
—No, abuela, es un señor muy mayor —contestó la niña. Ella, no obstante, esperó mi respuesta, pero no dije nada. Luego tendió la mano a la niña y ordenó:
—Vamos, Rebeca.
Al alejarse me dieron la espalda.
—Rebeca —grité.  Se volvieron las dos—. Has olvidado el año.
La niña se soltó de la mano de su abuela y volvía.
—Nena, no importa —dijo.
La niña me miró y retomó la mano de su abuela. Mientras esta barría el suelo con el bastón, escuché que preguntaba:
—¿Cómo era?
—Abuela, era un señor mayor. No era un chico.
Me quedé más de cinco minutos todavía debajo del olmo de la plaza antes de completar la fecha.

Firma: José Carrasco Llácer.  

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