Fue un tres marzo, aunque
nunca pude saber cuándo fue la primera vez que la vi. Sí la recuerdo con la
mantilla blanca de las niñas del colegio de las Teresianas. Por mi bandeja
dorada pasaban todas. Yo, a la sazón, podría tener diez u once años. Me había
aprendido los latines, cuando las misas eran otra cosa. Ya no recuerdo cómo
empezaba el cura, pero sí que yo contestaba aprisa y sin saber lo que decía.
Ser monaguillo me permitía observar a las chicas de cerca cuando se arrodillaban
en el reclinatorio para que les pusieran la hostia encima de la lengua,
mientras yo les ponía la bandejita debajo de su barbilla.
Recuerdo unos ojos inquietos
y una trenza negra que le caía por el hombro. El resto, una falda gris plisada,
y una chaqueta de lana azul marino. Tenía las rodillas bonitas y la lengua
limpia. Eso era importante, según decía mi madre.
Aquella primera vez no me
miró cuando venía, ni tampoco cerró los ojos al arrodillarse. Olvidé ponerle la
bandejita debajo de la barbilla y me costó un coscorrón del cura. Ella se
marchó riendo mientras se tragaba la hostia. Desde entonces, todos los
domingos al acercarse me miraba con disimulo y cuando se arrodillaba en el
reclinatorio yo le tocaba la barbilla con la bandeja, como una caricia, y ella
cerraba los ojos. Entonces no sabía que se llamaba Rebeca.
Pronto dejé de ser
monaguillo y también dejé de verla. Al cabo de tres o cuatro años, una mañana
de marzo que caminaba deprisa porque llegaba tarde al instituto, tropecé de
frente con ella al doblar una esquina. Le ayudé a recoger los libros que le
habían caído al suelo por mi culpa. Después quise acompañarla al colegio de las
monjas. Aquella tarde en la clase de Historia no me enteré de nada porque me
perseguían sus ojos. Al salir, ciego, me fui en su busca.
Me aposté en la acera
de la plaza, frente a su colegio, cuando eran casi las seis y media, y vi como
salían todas las chicas. Salieron todas, menos Rebeca.
Muchas veces he sufrido
decepciones en mi vida y casi todas he ido olvidándolas, sin embargo aquella se
quedó para siempre en mi memoria y en la piel del olmo que había en medio de la
plaza, porque se me ocurrió escribir su nombre en él con la punta de mi navaja.
Pasaron los meses, y un día
—ya habían terminado las clases y el verano estaba avanzado —pasé junto al olmo
de la plaza. Busqué su nombre en el árbol, mientras apretaba la navaja en mi
bolsillo dispuesto a tacharlo para olvidar sus ojos y su trenza, y me encontré
que junto al suyo estaba el mío y una fecha: tres de marzo de mil novecientos
sesenta y nueve. Aquello me impactó, y también pasó a mi memoria, tanto que
escribí en el árbol la fecha de ese día. No se me olvida.
Cuando empezó el otoño y
hubo que volver a las clases, tuve que hacerlo muy lejos de aquel lugar. A mi
padre lo habían trasladado a un juzgado de Huesca y arrastró consigo a toda la
familia. Imaginé que a Rebeca le habrían cortado la trenza, pero sus ojos
inquietos continuaban apareciendo en mis sueños.
Una de las veces que volví
pasado mucho tiempo —ya estaba en la facultad de derecho porque iba vestido de
tuno—, fui a ver el olmo de la plaza y, como no tenía navaja, con la cucharilla
de café escribí debajo la fecha de aquel día, que ahora no recuerdo, pero sí
que era verano y el grupo de tunos tocábamos en las fiestas para los turistas.
A la vuelta de las milicias,
por culpa de la nostalgia, se me ocurrió regresar a aquel sitio de mi infancia
y de mi adolescencia, y por supuesto me acerqué curioso a ver el olmo de la
plaza donde estaba mi nombre y el de Rebeca. Con asombro vi que debajo de
aquellas fechas había otras más recientes. Eché mano al cinturón de mi pantalón
de alférez y con la púa de la hebilla escribí debajo la fecha del día. Corría
mil novecientos ochenta y uno.
Desde entonces pasaron
muchas cosas. Aprobé las oposiciones y fui notario en Parla, en Monforte de
Lemos y en Córdoba. También en un pueblo de Extremadura y en otro de Soria. Me
casé. Me separé. Me volví a casar. Tuve una hija y me torné a divorciar, y ya
no volví más a la plaza del olmo donde estaba mi nombre y el de Rebeca.
Un día, en una reunión de
colegas —era a mediados del último febrero—, le conté esta historia al que
ejercía la fe pública en aquel lugar, donde el olmo de la plaza, y a los pocos
días me remitió un mensaje a mi teléfono móvil en el que me decía que, por
curiosidad, se había acercado a mirar en el árbol si todavía aparecía mi
nombre, y que, no solo eso, sino que además había más fechas que, al parecer,
yo no conocía. Le llamé intrigado y me confirmó que la última que había debajo
de mi nombre y del de Rebeca era la de tres de marzo de mil novecientos noventa
y nueve, y la anterior de tres de marzo de mil novecientos ochenta y nueve, y
antes, la última, la que yo le había relatado. De todo ello daba fe.
Enseguida pensé en comprarme
una navaja. Reservé cuarto en una fonda y adquirí un billete para el tren que
me llevaría el día dos de marzo al lugar del olmo que había delante del que fue
colegio de las Teresianas, y que después había sido un Banco y también unos
grandes almacenes. Averigüé sin embargo, que todavía existía en la plaza el
mismo bar de entonces.
Al día siguiente me senté en
una mesa, pedí un café, y esperé que llegara Rebeca. Me tomé otro café, y más
tarde una cerveza y comí en el bar. La terraza estaba repleta. Una señora muy
rubia con unas gafas de sol y un bastón blanco estaba en la mesa contigua.
Junto a ella, en la acera, una niña con un vestido azul jugaba a las
canicas. Cuando se hizo media tarde, antes de que anocheciera, me acerqué
al olmo con la navaja. Pasé la mano por los nombres y las fechas. Los trazos
habían ennegrecido y se habían deformado con el paso del tiempo, como yo.
Cabizbajo me alejé del olmo sin haberme atrevido a herirle de nuevo. Una
chiquilla de ojos inquietos, vestida de azul, con dos trenzas negras, se acercó
al árbol. Llevaba de la mano a la señora que con el bastón parecía barrer el
suelo.
—¿Me permite, señor?
—dijo la niña.
Me detuve, perplejo.
Con una pequeña navaja se puso a escribir en el árbol y constaté asombrado que
aparecía la fecha. La señora, con la cara hacia el olmo, pregunto:
—¿Teo?
Miré a la niña que me
observaba con detenimiento.
—No, abuela, es un señor muy
mayor —contestó la niña. Ella, no obstante, esperó mi respuesta, pero no dije
nada. Luego tendió la mano a la niña y ordenó:
—Vamos, Rebeca.
Al alejarse me dieron la
espalda.
—Rebeca —grité. Se volvieron
las dos—. Has olvidado el año.
La niña se soltó de la mano
de su abuela y volvía.
—Nena, no importa —dijo.
La niña me miró y retomó la
mano de su abuela. Mientras esta barría el suelo con el bastón, escuché que
preguntaba:
—¿Cómo era?
—Abuela, era un señor mayor.
No era un chico.
Me quedé más de cinco
minutos todavía debajo del olmo de la plaza antes de completar la fecha.
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