Podía ver mi cuerpo en el
quirófano rodeado de hombres y mujeres con sus mascarillas, sus gorros y sus
batas, pero no sentía nada por él. Como si se tratase de un cuerpo ajeno o,
mejor, de un objeto. Sabía que era mi cuerpo pero no me producía
ninguna emoción. Observé con atención al cirujano y sus auxiliares. Parecían
abrumados, como si supieran que ya no podían hacer nada por mí. El cirujano preguntaba
con insistencia sobre los datos que los aparatos mostraban sobre mis constantes
vitales. Las enfermeras contraían con violencia mi abierto tórax.
Recordaba con
precisión cómo había llegado hasta allí. Mi fatigado corazón no aguantaba más.
Mi organismo no admitía trasplantes y se hacía necesaria una operación a
corazón abierto, a vida o muerte. Eso era, por lo menos, lo que nos habían
dicho a mi mujer y a mí en el hospital. Las pruebas clínicas me las habían
realizado a petición del mismo cirujano que intentaba desesperadamente salvarme
la vida. Nos habían garantizado un corto plazo de espera para la
intervención y ahí estaba mi cuerpo insertado por mil
tubos que me conectaban a sofisticados aparatos. Pensé que estaba muerto y no
me preocupaba, pero no conseguía saber a dónde iría. Siempre había visto la
muerte como algo que le puede ocurrir a otros, pero no a mí. A pesar de mi
maltrecho corazón, nunca había pensado en morir. Decidí esperar el desenlace de
aquella operación que ya había terminado con mi existencia y a que se llevaran
mi cuerpo. Traté de imaginar cual sería el destino de mi último viaje.
Transcurrió un cierto tiempo
durante el cual vi cómo todas las etapas de mi vida pasaban ante mí
a vertiginosa velocidad. Luego percibí una luz débil y lejana que cada vez se
hacía más brillante hasta alcanzar un resplandor sobrenatural que, sin embargo,
no me deslumbraba. Poco a poco me sentí mejor, alcancé un estado de serenidad y
bienestar cómo no había sentido nunca cuando vivía. Si eso que me había pasado
era morir, era algo maravilloso, no había experimentado ninguna
desazón y mis desasosiegos, mis temores, mis limitaciones terrenales ya habían
desaparecido.
Ahora podía desplazarme sin
esfuerzo a través de grandes distancias, percibía diáfanamente todo
lo que me rodeaba y veía a mis hijos, a mis amigos, a mis compañeros de
trabajo, a parientes lejanos que apenas recordaba. También distinguía a mi
mujer y podía escuchar lo que hablaba con aquel cirujano, el mismo que me había
operado. Dialogaban sobre mantener las apariencias, que no los
vieran juntos durante algunos meses, que serían muy dichosos con su
amor, que yo era un buen hombre pero que ella nunca había estado enamorada de
mí. Él estaba casi seguro de que nadie le había visto desconectar el
desfibrilador que hacía que mi corazón latiera durante la operación. Había sido
un accidente y todos sus ayudantes lo habían entendido así.
Lo que más me sorprendió fue
comprobar que no sentía odio ni rencor hacia ellos.
Desde mi etérea atalaya les
deseé que fueran felices.
José Ignacio del Diego
Lajusticia
No hay comentarios:
Publicar un comentario