jueves, 2 de julio de 2015

24. El último viaje, por José Ignacio del Diego


Podía ver mi cuerpo en el quirófano rodeado de hombres y mujeres con sus mascarillas, sus gorros y sus batas, pero no sentía nada por él. Como si se tratase de un cuerpo ajeno o, mejor, de  un objeto. Sabía que era mi cuerpo pero no me producía ninguna emoción. Observé con atención al cirujano y sus auxiliares. Parecían abrumados, como si supieran que ya no podían hacer nada por mí. El cirujano  preguntaba con insistencia sobre los datos que los aparatos mostraban sobre mis constantes vitales. Las enfermeras contraían con violencia mi abierto tórax.
Recordaba  con precisión cómo había llegado hasta allí. Mi fatigado corazón no aguantaba más. Mi organismo no admitía trasplantes y se hacía necesaria una operación a corazón abierto, a vida o muerte. Eso era, por lo menos, lo que nos habían dicho a mi mujer y a mí en el hospital. Las pruebas clínicas me las habían realizado a petición del mismo cirujano que intentaba desesperadamente salvarme la vida. Nos habían garantizado un corto plazo de  espera para la intervención  y ahí estaba mi cuerpo insertado por  mil tubos que me conectaban a sofisticados aparatos. Pensé que estaba muerto y no me preocupaba, pero no conseguía saber a dónde iría. Siempre había visto la muerte como algo que le puede ocurrir a otros, pero no a mí. A pesar de mi maltrecho corazón, nunca había pensado en morir. Decidí esperar el desenlace de aquella operación que ya había terminado con mi existencia y a que se llevaran mi cuerpo. Traté de imaginar cual sería el destino de mi último viaje.
Transcurrió un cierto tiempo durante el cual vi cómo todas las etapas de  mi vida pasaban ante mí a vertiginosa velocidad. Luego percibí una luz débil y lejana que cada vez se hacía más brillante hasta alcanzar un resplandor sobrenatural que, sin embargo, no me deslumbraba. Poco a poco me sentí mejor, alcancé un estado de serenidad y bienestar cómo no había sentido nunca cuando vivía. Si eso que me había pasado era morir, era algo  maravilloso, no había experimentado ninguna desazón y mis desasosiegos, mis temores, mis limitaciones terrenales ya habían desaparecido.
Ahora podía desplazarme sin esfuerzo a través de  grandes distancias, percibía diáfanamente todo lo que me rodeaba y veía a mis hijos, a mis amigos, a mis compañeros de trabajo, a parientes lejanos que apenas recordaba. También distinguía a mi mujer y podía escuchar lo que hablaba con aquel cirujano, el mismo que me había operado. Dialogaban sobre mantener las apariencias,  que no los vieran juntos durante algunos  meses, que serían muy dichosos con su amor, que yo era un buen hombre pero que ella nunca había estado enamorada de mí. Él estaba casi seguro de que nadie le había visto desconectar el desfibrilador que hacía que mi corazón latiera durante la operación. Había sido un accidente y todos sus ayudantes lo habían entendido así.
Lo que más me sorprendió fue comprobar que no sentía odio ni rencor hacia ellos.
Desde mi etérea atalaya les deseé que fueran felices.

José Ignacio del Diego Lajusticia

No hay comentarios:

Publicar un comentario