jueves, 2 de julio de 2015

20. Evocando, por Julia Martí Constant

Lo contaba algunas veces Elisa, mi abuela. Era una de las muchas historias que entresacaba de sus recuerdos y, a menudo, nosotros, sus nietos, ignorábamos los límites entre realidad y ficción.
- Rita es un poco bruja – repetía constantemente, en voz baja y acercándonos el rostro, temerosa de que sus hijas la oyeran. Mi madre y mi tía siempre andaban reprochándole esa manía suya de adentrarse en lejanos paisajes de su vida.
- Son cosas pasadas, mamá. Ya no interesan a nadie –  observaban, aunque ellas mismas, al escucharla, corregían inexactitudes que la memoria de Elisa deslizaba con facilidad.
Yo, a pesar de haber oído centenares de veces esta anécdota, fingía mucho interés cuando ella, pasados ya los noventa años, volvía a anclarse en aquella etapa de su larga existencia. Además, Rita siempre me produjo intriga y desconcierto. Desde pequeña he intuido que Elisa la temía un poco, y a mí y al resto de sus nietos nos invadía el morbo cuando la veíamos  transitar por alguna calleja deforme del pueblo. Y nos desasosegaba su mirada. Ahora, tantos años después, no estoy segura de saber definirla. Sus ojos no eran fríos, ni siquiera penetrantes o misteriosos como creíamos entonces. Quizá sólo denotaran la falta de claridad de una mujer entrada en años. Tal vez Rita no fuera tan diferente de las viejas que habían sobrevivido a un ambiente entre hostil y monótono, donde las alegrías quedaban muy por debajo de los pesares, y donde se envejecía tan deprisa que se olvidaba con frecuencia la melodía de una canción.

- Es mucho mayor que yo – comenzaba Elisa. No era cierto, apenas se llevaban un par de años. Se conocían desde siempre. Habían nacido en los albores del siglo  y ambas compartieron lugares, gentes, conversaciones, tristezas y toda clase de acontecimientos de índole cotidiana.
- ¿De niña ya era tan siniestra? – le pregunté una de las últimas veces que conversamos sobre ella, pensando que, tal vez, no volvería a oírselo relatar. 
- ¿Siniestra? – repitió sorprendida por el calificativo – no, no. No era mala. Tenía poderes pero no hacía daño a nadie.
- ¿Qué clase de poderes?
- Veía cosas que los demás no alcanzábamos a ver. ¿No recuerdas su mirada? ¿no recuerdas su media sonrisa?  – preguntó de repente.
- Era muy mayor cuando yo la conocí, abuela. Supongo que  le fallaba la vista – respondí mientras evocaba su figura menuda vagando, eso creía entonces, por el pueblo.
- Esa mirada la tenía ya de pequeña – insistió Elisa. Y al decirlo su pensamiento transitaba por otros tiempos – La puedo ver como si la tuviera  delante. No era muy alta. El cabello áspero y negro, recogido en la nuca. Y vestida siempre de gris…  Recuerdo, sobre todo, su voz grave y su risa torpe y ruidosa.
- ¿Erais amigas?
- ¿Amigas? No, amigas exactamente no éramos. Pero yo nunca le tuve temor – dijo en un sorprende arrebato de valentía casi infantil.

La evocación de Elisa iba dando saltos, y casi siempre se detenía en los mismos hoyos. Muchas veces nos llegaba a cansar contando reiteradamente las historias que había seleccionado en su gastada memoria. Yo tenía mis preferencias desde que recuerdo haber empezado a escucharlas. Y, naturalmente, una de ellas era todo lo que concernía a Rita.
¿Sería vedad que aquella anciana de aspecto entre desvalido y oscuro poseía poderes extraordinarios? Cuando, de pequeña, me cruzaba con ella, no podía apartar mis ojos de su rostro irregular y, en algunas ocasiones, sentía cómo su vista me atravesaba con inocente curiosidad, pero jamás lograba oír las frases que salían de su boca, porque en ese momento concentraba todas mis fuerzas en la huida, mientras pensaba, aterrorizada, que me perseguía su risa.

-¿Qué pasó con el hombre del bigote? – le pregunté, consciente de lo mucho que debió impactarle lo que presenció tantos años atrás. Era la anécdota  favorita de Elisa con la que ilustraba cómo era Rita.
- ¡Ah! Aquello nos dejó muy asombrados. Verás. Nos habíamos reunido todos a la entrada del pueblo, porque esperábamos a Rosa, una chica que se fue e servir a Valencia y se casó con un señor importante. Se acababan de casar hacía sólo unos días y venían a visitar la tumba de su madre.
- Abuela ¿qué año era?
-  No sé bien. Yo tendría unos diez años – respondió con cierta humildad, segura de que ya se le escapaban datos, cifras, precisiones…
- Entonces sería  en 1910
- Sí, yo nací en 1900, vine con el siglo. Lo normal en la época era que la gente viajara en tartana. Estábamos todos allí y alguien exclamó, señalando el fondo del camino, "algo se mueve, son ellos". Yo miré y, en efecto, un minúsculo punto avanzaba con lentitud en el horizonte, tan lejos todavía que era imposible distinguir de qué se trataba. En ese momento se oyó la voz quebrada de Rita, que sonó emergiendo entre mutismo que se había instalado en nosotros cuando de su garganta salieron los primeros sonidos. "Sí, son ellos" gritó con absoluta seguridad, " ¡qué bigote tan enorme tiene el novio! ¡ qué ojos tan claros! ¡ cómo ríe, hasta se le va la muela de oro!" El silencio a su alrededor se acentúo con más densidad y la perplejidad se dibujó en nuestros rostros. Entonces Rita rompió a reír nerviosamente. Yo sabía que no podía ser una broma, hubiera sido algo inusual en ella…
Elisa se interrumpió intentando dar cierto misterio a la narración que, llegado a este punto, iba desgranando lentamente. Yo volví a fingir un desconcierto tal que me hizo preguntar impaciente, con la voz cargada de ansiedad, ese final que ya conocía.
-¿Eran ellos? ¿Tenía razón Rita?
- Claro. Llegaron al cabo de un buen rato. Rosa estaba radiante, guapísima, pero nadie se fijó apenas en ella. Todos observábamos atónitos el gran bigote de su marido. Él, viendo la expectación que había provocado su llegada, miró a su alrededor con unos intensísimos ojos azules. Y sonrió. Entonces se oyó una especie de "ooooh" susurreante, tras contener un aliento colectivo,  cuando la gente observó el destello de un molar de oro brillando en el interior de su boca.
Elisa ponía punto final con una mueca de satisfacción en el rostro perfilado por las huellas imborrables de tantos años vividos. La mirada turbia pero destilando sosiego. Las manos, abultadas por azulados surcos, reposando tranquilas sobre los brazos de su sillón. Pero yo deseaba prolongar sus vivencias, por eso intentaba continuar.
- Sentiríais algún temor, ¿no?
- ¿Temor? No, no. Es una historia divertida. Siempre reímos al recordarla. Fue lo primero que me hizo pensar que Rita es un poco bruja. Se habló mucho de ello. Hoy la gente aún la recuerda. – Extrañada de sus propias palabras, se detuvo un instante, pero su mente voló rápida a la realidad - Claro que… casi todos los que lo presenciaron están muertos  - dijo sonriendo. Y, de nuevo, vi, por su expresión, que se desplazaba, obstinada, hacia alguna  lejana etapa de su dilatada existencia.

 Julia Martí Constant

No hay comentarios:

Publicar un comentario