"Provi Miras
Flores"
El niño David Santamaría
estaba dispuesto a quemar las naves de la niñez en la noche de Reyes de aquel
aciago año en el cual su familia había tocado el fondo del fondo. Tumbado en el
suelo de la habitación, con la cabeza asomada por un resquicio de la puerta,
espantando al sueño con enérgicos frotamientos de los párpados y esporádicas
exhortaciones a lo mejor de sí mismo, logró la hazaña de permanecer despierto
hasta las dos de la madrugada, hora en que por fin vio una silueta
inconfundible cruzar sigilosamente el pasillo. Era el ilustre visitante que
esperaba. En cuanto el recién llegado se adentró en el salón comedor, David,
con los pies descalzos para no hacer ruido, se dirigió de puntillas al
vestíbulo, echó el doble cerrojo a la puerta de la calle y ocultó las
llaves detrás de la estatua del Sagrado Corazón de Jesús que, adosada a la
pared, lanzaba continuas bendiciones a los moradores de la casa, a los
visitantes también. Culminada la primera parte de su elaborado plan, David se
encaminó hacia el salón decidido a culminar su obra.
-Buenas noches, Baltasar.
Al monarca de Oriente, del
susto, se le blanqueó fugaz y súbitamente la negrura del rostro.
-¡David!
-¿Me conoce?
-Pues claro que te conozco.
Los Reyes Magos sabemos los nombres de todos los niños.
-Mejor así. Entonces,
seguramente también sabrá que este año no deseo que deje ningún juguete a mi
nombre.
-¿Nada de nada?
-¿No le ha llegado mi
carta? Se la escribí hace dos semanas y ahí le explicaba por qué
renunciaba a los juguetes.
-Pensaba que la había leído,
pero, escuchándote ahora, deduzco que debieron de darme otra. Tendré que
reprender a mi nuevo paje. No es el primer error que comete en estas
accidentadas Navidades. Sin ir más lejos, ayer me entregó la carta
escrita supuestamente por un niño muy enfermo, y en el texto comprobé que en
realidad me había dado la misiva de una chica que, a sus doce años, agárrate
que vienen curvas, me pedía que le arreglara los pechos esmirriados que
deslucían su figura.
-Está bromeando.
-Te aseguro que es verdad.
-Lo mío no es broma, pero lo
parece, y de mal gusto. Como no ha recibido mi carta, le repetiré de palabra lo
que le dije por escrito: No quiero ningún juguete, este año, no.
-¿Las videoconsolas son
juguetes para ti? -inquirió Baltasar sin poder disimular su inquietud.
-Las videoconsolas son
máquinas, pero tampoco quiero ninguna, me arreglaré con la que tengo.
El rey negro, que
extrañamente parecía blanco, exhaló un estruendoso suspiro de alivio.
-¿No querrás que te dé
dinero? –musitó, al cabo de unos segundos, entornando los ojos, como si le
avergonzara plantear semejante pregunta a un niño de la categoría de David
Santamaría.
-Tampoco. Lo único que le
pido es que encuentre empleo a mis padres que, además, se han separado
recientemente. Él trabajaba en un periódico; ella, de maestra en un colegio
religioso. Casi al mismo tiempo, por la dichosa crisis, los dos se han quedado
en el paro.
David reprimió un sollozo.
-Pero, hijo mío, lo que me
pides es un imposible incluso para Baltasar, el rey más mago de todos los reyes
magos. Mis competencias no llegan a tanto. Nosotros, como deberías saber, nos
dedicamos al reparto de regalos contantes y sonantes; el mercado laboral no es
de nuestra incumbencia. Si lo fuera, nos convertiríamos en unas piezas más de
la maquinaria de la sociedad mercantilista. Y lo nuestro es otra cosa, lo
nuestro es lo intangible: la ilusión.
-Pues esta noche tendrá que
serlo, Baltasar, aunque se arriesgue a perder su magia. Lo siento mucho, pero
he cerrado la puerta de la calle con doble cerrojo, y sólo la abriré cuando me
prometa que hará todo lo que esté en sus manos para cumplir mi petición. Y si
me lo promete, mis padres dejarán de estar en el paro. Seguro que sí. Usted es
el Rey Baltasar. La ilusión de mis padres ahora es la de trabajar.
-Puestos a pedir, David, me
extraña que no me hayas pedido la reconciliación de tus padres.
-No se lo pido, rey
Baltasar, porque creo que es mejor para ellos que sigan separados.
-¿Por qué? –preguntó el
monarca negro sin disimular el impacto que le habían causado las últimas
palabras pronunciadas por el niño.
-Vaya pregunta. Porque
antes, cuando vivían juntos, cada dos por tres se ponían a discutir, Y
las personas que se quieren no discuten por cualquier tontería, ¿a que no,
Baltasar?
-No, David –dijo el Rey Mago
en un susurro, hincando la barbilla en el pecho, como si de repente le
embargara la vergüenza.
En los siguientes
minutos, Baltasar, haciendo gala de la verborrea típica del periodista
que ha escrito durante años críticas literarias en el suplemento cultural de un
diario de tirada nacional, intentó persuadir al chiquillo de que le abriese
la puerta, ya que el tiempo apremiaba; pronto amanecería y le quedaban
bastantes regalos por entregar en la vecindad. Pero no hubo manera de convencer
a David. O promesa solemne de empleo remunerado para su padre y su madre, o
reclusión hasta el alba.
Baltasar, cuyo sudor,
copioso, empezaba a trazar surcos claros, como ríos lácteos, en su semblante
oscuro, decidió variar de táctica.
-¿Tú crees que yo, el rey
Baltasar, esta noche estoy trabajando?
-Por supuesto que está
trabajando.
-Removeré Roma con Santiago
para que tu madre encuentre pronto empleo en otro colegio. Te doy mi palabra,
que es lo más valioso que tengo.
-¿Y qué me dice del empleo
de mi padre?
Por toda respuesta, Baltasar
se humedeció las manos y se las pasó por las mejillas negruzcas.
-¡Papá!
-Y, ahora, David abre la
puerta antes de que se despierte tu madre. Rápido. Tengo mucho trabajo.
Autor:
Salvador Robles Miras
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