martes, 20 de octubre de 2015

Acta del fallo del jurado Certamen 2015

        CONSEJO  FEDERAL  LOCAL   DEL  MAYOR

                            C/ Enmedio 128  -1º     12001  CASTELLON            


       A  C  T  A

El Jurando calificador del XI Certamen Nacional  Literario Gente Mayor, formado por:

               D.  Andrés Palazón Banegas
             D.  José Solsona Bellés      
              D. Santiago Fortuño Llorens
                      Dª  María José Sangorrin García
                D. Vicente José Nebot Nebot

Actuando como Secretario D. Rafael Guallart Blanco

En sesión celebrada el día 14 de septiembre de 2015, en el  local de la Asociación Ntra. Sra. del Perpetuo Socorro de Castellón,  los miembros del Jurado proceden a  examinar todos  los  trabajos presentados en PROSA y POESIA, y previa deliberación de los mismos, acuerdan otorgar los siguientes Premios:

PROSA

Primer Premio  
Al trabajo
 LA  JOVEN DEL ANUNCIO”
Autor: D. ANDRES MORALES ROTGER
De Barcelona

Accésit   Al trabajo, 
               “PERVERSIONES, LITERATURA Y CINTAS DE VIDEO”             Autor: Dº RAMON FREIXENET  ESTOL
De Blanes (Gerona)

POESIA

Primer Premio
Al  trabajo:
PIES”
Autor: D. JOSEP MANUEL SEGARRA BELLÉS
  De Quart de Poblet (Valencia)


Accésit 
Al  trabajo:
“PAISAJE  DE  SOMBRAS”
    Autor: Dº JUAN  CALDERON  MATADOR

De  Madrid


         Finalizado el acto, los miembros del Jurado, agradecen a todos los  participantes  su colaboración en la celebración  de este XI Certamen Literario

Y para que así conste y surta sus efectos, los miembros del Jurado firman la presente Acta, lo que como Secretario doy fe.


Castellón, 14 de septiembre 2015
                                                 

El Secretario


jueves, 2 de julio de 2015

30. Perversiones, literatura y cintas de vídeo, por Ramon Freixenet Estol

Fui precisamente yo, que no tengo nombre, quien la sorprendió infraganti en el lugar de los hechos. Auxilio Lacouture acababa de cometer un crimen atroz y ni siquiera intuyó mi sombra. Aquella noche de luna llena la pude espiar con total impunidad tras el ventanuco de su habitación iluminada por una nocturnidad ahíta de excesos y de insanos augurios. Resplandecía tanto su cabellera rubia platino como su considerable figura yaciente sobre el diván libanés de baratillo. Hacía tres horas que había cometido el delito, dos que se había despojado de la gorra nazi, el abrigo amarillo con fosforescencias sanguina, las botas de media caña verdes pistacho y, escasamente una hora, que se había lavado minuciosamente su cuerpo macizo, para borrar de su piel cualquier indicio que pudiese delatarla. Así que yo, en calidad de amante que exige obediencia, dedicación y absoluta fidelidad, controlo muy de cerca a esa mujer que atiende todos mis gastos a cambio de dejarle un sitio en mi casa. Yo que vengo de ascendientes intelectuales, mecenas y rentistas. Yo que suelo pasearme a caballo por las extensas propiedades familiares. Yo que me he especializado como coaching en inteligencia emocional. Yo que oriento y reubico a menores con problemas de conducta. Yo, a esa mujer del abrigo amarillo, a cambio de colmarla de amor, la dejo que dormite monda y lironda pegada a mi vera.

A su lado, desnuda, tendida como cada noche, simulo dormir. Me llamo Auxilio Lacouture y soy uruguaya de Montevideo. Cuando me visto prefiero la ropa extravagante de corte militar provocativa y, entre otras muchas cosas, además de la literatura, siempre me han gustado las emociones fuertes y un tanto turbias. Confieso que en alguna ocasión, llevada por el morbo, he cometido ciertos actos malsanos; sin embargo, también hay que decir que casi siempre han sido consecuencia de los juegos de rol que con cierta asiduidad practico de la mano de esa sombra china que tengo por amante. El que consigue hacerme feliz desmintiendo todo aquello que a gritos pregona la báscula. El que me hace ver mi figura de carnes prietas y apetecibles tan livianas como el merengue que incluye en algunos juegos de alcoba. El que sigo a pies juntillas y por el cual lo he dejado todo. El que sabe cómo relajarme y que jamás ha abominado de mí ni de mi cuerpo. Él es mi dueño, héroe y señor.

Conozco las paranoias de Auxilio, no en vano yo soy su sicólogo. Mi nombre es Arturito Belano, natural de Santiago de Chile aunque me he criado entre Méjico, Argentina y España. He de aclarar sin embargo que el nombre, nacionalidad y antecedentes, me los ha puesto la impronta novelesca de Auxilio, yo en realidad me llamo Rodolfo Cienfuegos y soy un sapo mejicano nacido en Ciudad Juárez. Auxilio tampoco es Auxilio Lacouture, su verdadero nombre es Mariquita Valparaíso y no es de Montevideo sino de Valencia. Vive con su amante en La Malvarrosa en un cuarto de terraza pegado a los lavaderos, debajo de los cuales tengo yo mi consulta. Es una fanática de la obra literaria de Roberto Bolaño y, de su novela "Amuleto", ha cogido prestada mi falsa identidad, y ella se ha adornado con el nombre de la protagonista, su nacionalidad y su voz, cuando dice en la primera página: Podría decir por ejemplo que yo conocí a Arturito Belano cuando él tenía diecisiete años y era un niño tímido que escribía obras de teatro y poesía y no sabía beber, pero sería de algún modo una redundancia y a mí me enseñaron (con un látigo me enseñaron, con una vara de hierro) que las redundancias sobran y que sólo debe bastar con el argumento. Este fragmento, siempre que tiene ocasión, lo recita ante sus conocidos imitando el ademán coqueto de taparse los labios, como hace Auxilio Lacouture en la novela, para esconder su desdentada boca. En cuanto al sin nombre que Mariquita tiene por amante, decir que es una sombra china con manía persecutoria, cuya toxicidad acostumbra a viajar pegada a la mente de sus víctimas. Se apodera de su libre albedrio como el chamán que guía, que controla sus voluntades y que las hace actuar al compás de su personalidad egocéntrica. Hablo de un tipo que gusta de hacerse pasar, entre otros falsos personajes, por escritor maldito en cenáculos y tertulias literarias, cuyos autores principales, todos inéditos, jamás pasaron de ser unos perfectos desconocidos. Allí despliega su juego de espejos y lee en voz alta la obra ajena que impunemente ha plagiado, reparte saludos, sonrisas, dedicatorias, peladillas y escapularios de la Virgen del Carmen. Después, harto de vino canalla e indiferencia colectiva, en el cuarto de terraza donde convive la pareja introduce a Mariquita en el puro aislamiento de la sociedad podrida, de la cual según él es necesario alejarse y abominar de ella en el sentido más grave del término. Según su discurso, aparte de que la culpa es de los otros, todo el mundo es malo, tanto amigos y conocidos como familiares próximos y lejanos. Insiste en señalar con su estrategia de asedio que, para preservar el tesoro de su amor, es necesario alejarse de las malas influencias; imprescindible dejar un margen suficiente, dice, un vacio innegociable, afirma, una ruptura sin posibilidad de enmienda. Sostiene de manera reiterada, minuto a minuto y sin posibilidad alguna de finalizar el discurso, que el amor infinito que sólo él puede darle merece por parte de ella los mayores sacrificios. Así que Mariquita ha dejado de lado a su hijo aún adolescente, a sus padres, hermanos y amistades íntimas, lo ha dejado todo por el capricho de esa sombra china y, de la noche a la mañana, se ha convertido en su principal proveedor y única encargada del servicio doméstico. Mariquita lo viste, le da de comer y le compra cuanto pide. Lo último una cámara para poder filmar cintas y más cintas de video, cuyo único argumento es el laberinto del juego de rol en el cual hace entrar a su pareja vestida con la indumentaria de Terminator que, como cada noche, le exige que venga en mi busca para ahogarme en el cubo de agua que tiene tras la puerta del cuarto de terraza, donde la sombra china rueda desde todos los ángulos posibles e imposibles, escena tras escena de su largometraje sobre la ejecución por asfixia de un sapo licenciado en sicología por la Universidad Autónoma de Ciudad Juárez. Graba imagen tras imagen de mi brillante graduación y posterior caída abismal. Tomas y contra tomas de aquello que fui y en qué me he convertido al socaire de su nocturnidad discursiva de bajo perfil y, sin embargo, eficaz en el caso de las ánimas benditas que caen en su red. La indemnidad que proporciona a la sombra china el ímpetu para acometer en nombre de la culpa que, noche tras noche, inocula a sus víctimas, a las cuales pretende hacer pagar el puñado de frustraciones y envidias que le acompañan. Yo no he sido siempre un sapo. Quizás soy en exceso simple y por ello he de pagar mi culpa. He de pagar por haber sido universitario, por conocerle ejerciendo yo de sicólogo, por mi carrera cinematográfica bajo su magisterio he de pagar. Con todo, me esfuerzo en la interpretación del personaje que me ha encomendado, procuro hacerlo verosímil ante el ojo de la cámara y, sobretodo, estoy muy atento a su voz de ¡Acción! El vocablo que muestra la realidad de aquello que no debería suceder y, sin embargo, sucede. Ocurre mientras su voz imperativa reclama ¡Silencio! Y añade: ¡Motor! Sucede noche tras noche en la hondura liquida. Sucede pasado un tiempo cuando Mariquita siente en su mano mi cuerpo de sapo inerte. Sucede que me deja ir a pesar del castigo con el que habrá de pagar la falta. Sucede, insisto, que en ese instante de desacato, en  ese espacio-tiempo de pura libertad, sin ofrecer resistencia me dejo elevar ingrávido, lentísimamente, cinematográficamente, camino de la gloria. Con lo cual la sombra china ordenará ¡Corten! Así que una vez eliminadas las pruebas del delito e indicios que pudiera aportar luz a la investigación de los hechos y, de haberme dejado exhausto bajo el lavadero, Mariquita Valparaíso derramará su humanidad sobre el diván libanés de medio pelo y esperará dormitando a la vera de su amante, dueño y señor a que llegue el día en que el Universo, que es un todo ordenado bajo el gobierno de la justicia, donde no existe crimen sin castigo ni buena acción sin recompensa, ponga fin a tanto extravío y muestre por fin, aunque sea en un incontenible espasmo, imagen tras imagen de vídeo al ralentí de ese sin nombre, atrapado en el ámbar de su propia ínsula.

Autor: Ramon Freixenet Estol 

29. AMOR EN LA MADUREZ

Levaban 40 años de casados compartiendo momentos de pasiones, estrecheces y penurias al principio y después una merecida holgura económica cuando sus hijas acabaron sus estudios y decidieron emprender viaje ellas solas y se independizaron.
Su matrimonio podría calificarse como bien avenido,"estable" sin altibajos y tal vez por ello, la rutina se había instalado entre ellos. Él, nunca gusto de flirteos ni aventuras extra matrimoniales, porque a su lado, cada noche, dormía la mujer de sus sueños, la mejor, la única. A pesar de ello,había perdido ese hormigueo que, en sus primeros años de relación, le recorría de pies a cabeza cuando contemplaba a su mujer y las mariposas que antaño revoloteaban en su estómago hace tiempo que estaban aletargadas 
A ella jamás se le pasó por la cabeza que pudiera volver a enamorarse.
La infidelidad nunca estuvo en el terreno de lo probable.
El sexo se había convertido en una obligación que había que satisfacer un día a la semana... y no es que no disfrutaran cuando se ponían a ello, pero la falta de novedad se había convertido en un lastre. Nunca había tomado la iniciativa (su educación religiosa se lo impedía) pero su esposo disfruto de ella cuando quiso. Ella jamás lo rechazó .
Durante un tiempo, los dos echaron en falta un poquito mas de picante , pero ninguno se atrevió a sugerirlo. Él, porque pensaba que su mujer lo tomaría por un pervertido, y ella.... ella no quiso asustarlo con sus fantasías. Su marido era tan escrupulosamente correcto... Pero cuantas noches se había dormido pensando que era una lástima no haber conocido el sexo desenfrenado que veía en algunas películas, esa atracción fatal que te hace perder el norte y elevarte del suelo
Un día apareció...¿como decirlo?...su "alter ego". Un compañero de trabajo que a base de charlas, confidencias y sonrisas había conseguido ser indispensable en su vida. Le era imposible sacárselo de la cabeza . Descubrieron ambos lo a gusto que se encontraban juntos y habían llegado a tal punto de complicidad que cada uno era para el otro el hombro en el que querían desahogarse cuando les sacudía cualquier contrariedad en sus vidas. Y como las golondrinas en primavera, volvieron las mariposas a revolotear por sus tripas , y volvió la ilusión, y el sentirse en las nubes cada vez que el le regalaba una mirada o una tímida sonrisa. 
Sabía, que ella nunca iba a insinuarle nada, pues, fue educada en una sociedad en la que no le está permitido a la mujer tomar ciertas iniciativas.Eso es patrimonio de los hombres...pero intuía, que el día en que él se decida a llamar a su puerta iba a entrar hasta la cocina.
¿Que hacer? Ser o no ser infiel.
Sabe que contárselo a su marido solo serviría para deshacer su matrimonio pero tenía que ser coherente consigo misma , y su conciencia le decía que antes de empezar una segunda relación tenia que acabar con la primera.
Quería a su esposo y odiaba infringirle daño alguno, pero ya no lo amaba, y la pasión de antaño hace mucho se había esfumado... Y tomó cartas en esta historia de amor que en otoño de su vida le hacía sentirse como una adolescente .
Y habló... Le dijo que entendía que quisiera separarse que estaba dispuesta a dejar el hogar conyugal, porque si no vivía esta historia se arrepentiría todos los días del resto de su vida.
Su esposo calló y otorgó. Optó por mirar para otro lado y asumir el giro que había tomado su matrimonio.
Prefirió compartirla a perderla.
Ella ahora sigue casada y viviendo una historia en paralelo discretamente, sin hacer alarde en público del feliz momento que está viviendo
La infidelidad puede ser algo habitual entre las parejas, lo no frecuente es que se acepte y se consienta sobre todo si es la mujer quien se salta las normas, aunque tal vez haya otras deslealtades que deberían tenerse mas en cuenta.
Sigue viendo en su esposo a la persona junto a la que quería envejecer, consciente de que estaba a la vuelta de la esquina el día en que el sexo se acabaría entre ellos y serian dos ancianos prestándose ayuda, apoyo, y sobre todo ternura, cariño y compañía. Quería ser el hombro en el que su esposo descansara sus plateadas sienes, cuando de sus labios solo salieran besos inocentes.
Pero ella no eligió volver a enamorarse
No fue deshonesta ni desleal, sino valiente, pues sabiendo que podía perderlo todo quiso afrontar la situación sin esconderse. También fue egoísta... quiso sincerarse para aligerar su conciencia pero sobre su conciencia ahora está el pesar que le produce haberle hecho daño a su esposo.
Dedicaría el resto de su vida a compensarle por el dolor causado y por seguir a su lado apoyándola en silencio en esta nueva oportunidad que le brindaba la vida ...aunque sabía que a veces, a solas, se derrumbaba y le desbordaba un llanto que no podía contener
Decidió revivir la pasión a sabiendas del peligro que entrañaba , viviendo de la manera mas honesta posible. 
Jamás le faltó al respeto.
Por el amor de su juventud, hubiera dado la vida (y aún hoy mismo la daría) y hubiera ido al fin del mundo si él se lo hubiera pedido.
Por el amor de su madurez había roto todos sus esquemas y había entregado su alma al diablo.
Su esposo fue el hombre de su vida... El otro , el hombre de sus sueños

PILAR HERNÁN ARENZANA

28. MADRE Y ALZHEIMER, por PILAR HERNÁN

A ti madre, que una mañana
de otoño te desplegaste
para otorgarme la vida
para poder abrazarme.
Consolaste mi llanto
si me pellizcaba el hambre,
si veías que temblaba
me cubrías para abrigarme.
A ti, que aunque lo necesitaras
renunciabas a comprarte
un abrigo o un vestido
cuando el tuyo no te vale.
Te quitabas tu sustento
de la boca para darme
un mendrugo que curaba
las dentelladas del hambre.
Una bonita sonrisa
encendía tu semblante
a la que no pudo resistirse
cuando fue joven mi padre.
Hoy han pasado los años
pero no han pasado en balde
un señor con feo nombre
empeñado está en conquistarte.
Se ha encaprichado contigo
sea noche mañana o tarde,
en silencio te conduce
por caminos insondables,
no te permite cocinar
ni te permite asearte
se empeña en esconder tu bolso
tus gafas, cartera y llaves.
Es egoísta y celoso
solo quiere doblegarte
alejarte de nosotros
y convertirte en su amante
Es desigual esta lucha
y sé que él va a ganarme,
te convertirá en una niña
yo, me volcare en cuidarte,
te cobijaré en mis brazos
cuando el olvido te atrape
te susurraré al oído
¡te quiero, querida madre!

PILAR HERNÁN ARENZANA

27.El olmo de la plaza, por José Carrasco Llácer.

Fue un tres marzo, aunque nunca pude saber cuándo fue la primera vez que la vi. Sí la recuerdo con la mantilla blanca de las niñas del colegio de las Teresianas. Por mi bandeja dorada pasaban todas. Yo, a la sazón, podría tener diez u once años. Me había aprendido los latines, cuando las misas eran otra cosa. Ya no recuerdo cómo empezaba el cura, pero sí que yo contestaba aprisa y sin saber lo que decía. Ser monaguillo me permitía observar a las chicas de cerca cuando se arrodillaban en el reclinatorio para que les pusieran la hostia encima de la lengua, mientras yo les ponía la bandejita debajo de su barbilla.
Recuerdo unos ojos inquietos y una trenza negra que le caía por el hombro. El resto, una falda gris plisada, y una chaqueta de lana azul marino. Tenía las rodillas bonitas y la lengua limpia. Eso era importante, según decía mi madre.
Aquella primera vez no me miró cuando venía, ni tampoco cerró los ojos al arrodillarse. Olvidé ponerle la bandejita debajo de la barbilla y me costó un coscorrón del cura. Ella se marchó riendo mientras se tragaba la hostia.  Desde entonces, todos los domingos al acercarse me miraba con disimulo y cuando se arrodillaba en el reclinatorio yo le tocaba la barbilla con la bandeja, como una caricia, y ella cerraba los ojos. Entonces no sabía que se llamaba Rebeca.
Pronto dejé de ser monaguillo y también dejé de verla. Al cabo de tres o cuatro años, una mañana de marzo que caminaba deprisa porque llegaba tarde al instituto, tropecé de frente con ella al doblar una esquina. Le ayudé a recoger los libros que le habían caído al suelo por mi culpa. Después quise acompañarla al colegio de las monjas. Aquella tarde en la clase de Historia no me enteré de nada porque me perseguían sus ojos. Al salir, ciego, me fui en su busca.
Me aposté  en la acera de la plaza, frente a su colegio, cuando eran casi las seis y media, y vi como salían todas las chicas. Salieron todas, menos Rebeca.
Muchas veces he sufrido decepciones en mi vida y casi todas he ido olvidándolas, sin embargo aquella se quedó para siempre en mi memoria y en la piel del olmo que había en medio de la plaza, porque se me ocurrió escribir su nombre en él con la punta de mi navaja.
Pasaron los meses, y un día —ya habían terminado las clases y el verano estaba avanzado —pasé junto al olmo de la plaza. Busqué su nombre en el árbol, mientras apretaba la navaja en mi bolsillo dispuesto a tacharlo para olvidar sus ojos y su trenza, y me encontré que junto al suyo estaba el mío y una fecha: tres de marzo de mil novecientos sesenta y nueve. Aquello me impactó, y también pasó a mi memoria, tanto que escribí en el árbol la fecha de ese día.  No se me olvida.
Cuando empezó el otoño y hubo que volver a las clases, tuve que hacerlo muy lejos de aquel lugar. A mi padre lo habían trasladado a un juzgado de Huesca y arrastró consigo a toda la familia.  Imaginé que a Rebeca le habrían cortado la trenza, pero sus ojos inquietos continuaban apareciendo en mis sueños.
Una de las veces que volví pasado mucho tiempo —ya estaba en la facultad de derecho porque iba vestido de tuno—, fui a ver el olmo de la plaza y, como no tenía navaja, con la cucharilla de café escribí debajo la fecha de aquel día, que ahora no recuerdo, pero sí que era verano y el grupo de tunos tocábamos en las fiestas para los turistas.
A la vuelta de las milicias, por culpa de la nostalgia, se me ocurrió regresar a aquel sitio de mi infancia y de mi adolescencia, y por supuesto me acerqué curioso a ver el olmo de la plaza donde estaba mi nombre y el de Rebeca. Con asombro vi que debajo de aquellas fechas había otras más recientes. Eché mano al cinturón de mi pantalón de alférez y con la púa de la hebilla escribí debajo la fecha del día. Corría mil novecientos ochenta y uno.
Desde entonces pasaron muchas cosas. Aprobé las oposiciones y fui notario en Parla, en Monforte de Lemos y en Córdoba. También en un pueblo de Extremadura y en otro de Soria. Me casé. Me separé. Me volví a casar. Tuve una hija y me torné a divorciar, y ya no volví más a la plaza del olmo donde estaba mi nombre y el de Rebeca.
Un día, en una reunión de colegas —era a mediados del último febrero—, le conté esta historia al que ejercía la fe pública en aquel lugar, donde el olmo de la plaza, y a los pocos días me remitió un mensaje a mi teléfono móvil en el que me decía que, por curiosidad, se había acercado a mirar en el árbol si todavía aparecía mi nombre, y que, no solo eso, sino que además había más fechas que, al parecer, yo no conocía. Le llamé intrigado y me confirmó que la última que había debajo de mi nombre y del de Rebeca era la de tres de marzo de mil novecientos noventa y nueve, y la anterior de tres de marzo de mil novecientos ochenta y nueve, y antes, la última, la que yo le había relatado. De todo ello daba fe.
Enseguida pensé en comprarme una navaja. Reservé cuarto en una fonda y adquirí un billete para el tren que me llevaría el día dos de marzo al lugar del olmo que había delante del que fue colegio de las Teresianas, y que después había sido un Banco y también unos grandes almacenes. Averigüé sin embargo, que todavía existía en la plaza el mismo bar de entonces. 
Al día siguiente me senté en una mesa, pedí un café, y esperé que llegara Rebeca. Me tomé otro café, y más tarde una cerveza y comí en el bar. La terraza estaba repleta. Una señora muy rubia con unas gafas de sol y un bastón blanco estaba en la mesa contigua. Junto a ella, en la acera, una niña con un vestido azul jugaba a las canicas.  Cuando se hizo media tarde, antes de que anocheciera, me acerqué al olmo con la navaja. Pasé la mano por los nombres y las fechas. Los trazos habían ennegrecido y se habían deformado con el paso del tiempo, como yo. Cabizbajo me alejé del olmo sin haberme atrevido a herirle de nuevo. Una chiquilla de ojos inquietos, vestida de azul, con dos trenzas negras, se acercó al árbol. Llevaba de la mano a la señora que con el bastón parecía barrer el suelo.
—¿Me permite, señor?  —dijo la niña.
Me detuve, perplejo.  Con una pequeña navaja se puso a escribir en el árbol y constaté asombrado que aparecía la fecha.  La señora, con la cara hacia el olmo, pregunto:
—¿Teo? 
Miré a la niña que me observaba con detenimiento.
—No, abuela, es un señor muy mayor —contestó la niña. Ella, no obstante, esperó mi respuesta, pero no dije nada. Luego tendió la mano a la niña y ordenó:
—Vamos, Rebeca.
Al alejarse me dieron la espalda.
—Rebeca —grité.  Se volvieron las dos—. Has olvidado el año.
La niña se soltó de la mano de su abuela y volvía.
—Nena, no importa —dijo.
La niña me miró y retomó la mano de su abuela. Mientras esta barría el suelo con el bastón, escuché que preguntaba:
—¿Cómo era?
—Abuela, era un señor mayor. No era un chico.
Me quedé más de cinco minutos todavía debajo del olmo de la plaza antes de completar la fecha.

Firma: José Carrasco Llácer.  

26. LA LUZ PÁLIDA, por CARMEN SERRANO AYUSO

Los días pasaban con una frecuencia no anunciada. La tristeza la invadía.
Laura recordaba aquellos días en Leningrado. La luz siempre pálida sobre el Neva trazaba las sombras de las noches blancas que nunca acaban.
Bajó las escaleras hasta el patio y se acercó a la vieja fuente. Todo se consumía en el recuerdo.
Las noches se le hacían interminables. Con una voluntad prestada subió a su habitación. El piano la esperaba. Era su amigo fiel.
Una tarde de otoño Laura recibió una llamada de Alexander. Él le mostro sus ganas de verla, pero ella no se atrevió a confesarle las suyas.
Aquella noche, antes de irse a dormir descubrió en un cajón el diario de su abuela. Desde aquel día no dejó de leerlo.
Se acercó a la ventana. La hiedra ascendía por la pared como si quisiera llegar hasta ella para cubrirla y protegerla.
A medida que avanzaba en el diario se reconocía a ella misma en la vida de su abuela. La historia parecía repetirse.
Llegó el invierno. Los árboles parecían buscar alguna hoja para cubrirse mientras la hojarasca se mezclaba con la tierra de aquel otoño acabado.
Laura reconocía que en Villa Joana estaba bien. Era una posesión familiar centenaria, situada a las afueras de un pueblo de Mallorca. Las paredes encaladas reflejaban una luz siempre clara. Los ocres perfilaban las ventanas, las puertas y los balcones de la casa. La piedra le daba la quietud necesaria.
Laura sintió las campanas de la iglesia. Su madre había ido a misa como todos los domingos. Su padre estaba fuera por los negocios de las viñas.
Un día cuando Laura leía el diario de su abuela, una frase la conmovió:
"Como la hiedra aferrada al destino"…siguió leyendo: "Algunas ciudades como Leningrado han sido devastadas…¡cuántos recuerdos!..."
Su abuela también había estado en Leningrado.
Bajó las escaleras y se acercó al jardín para coger el correo. Cuál sería su sorpresa: había una carta de Alexander. Casi temblando la abrió. Al leerla sintió que el corazón le palpitaba con fuerza. Decía: "Laura, te quiero. ¡Deseo tanto verte! Perdóname."
Alexander estaba casado y esta vez se había dejado llevar por el amor y parecía que ya no podría volver atrás.
Una mañana fría  y casi inmóvil Laura miró tras la ventana y entre el paisaje distinguió un coche que al acercarse le era conocido. Bajó y caminó hasta la puerta de entrada. Era Alexander. Quiso abrazarla pero ella se negó diciéndole que todo había acabado. Alexander se alejó.
Laura lloró todo el día. Un frío generoso la recorría. Se deshacía en la debilidad de este amor imposible.
Subió al desván y cogió el diario de su abuela. Leyó: "Él me ama. Creo que estoy embarazada."
Laura le dijo a su madre que había visto a Alexander y acto seguido cayó al suelo desmayada. La madre la acompañó hasta su habitación. Le dijo que era mejor así y que no debía volver a verlo.
Laura, tras recuperarse, recordó algunas frases del diario y se preguntó si ella estaría también embarazada. Pensaba en el día que conoció a Alexander en aquel concierto, en Leningrado. Desde aquel día no dejaron de  verse. Se comunicaban con tanta facilidad.
Los días pasaban lentamente. Los árboles se desnudaban con impaciencia.
Se confirmó su embarazo.
Cada noche subía al desván y leía: "Mi vientre no tiene espera…he recibido una carta de él diciendo que su mujer está muy enferma y que no nos podremos ver". Tendré yo sola a mi hija."
Laura pensó que ella haría lo mismo. Criaría ella sola a su hija y no le diría nada a él.
Pero un día Alexander volvió, y esta vez la sorprendió sentada en el jardín. Pudo ver que estaba embarazada. Él le dijo que por qué no se lo había dicho, que la quería y que pensaba separarse de su mujer. Después de hablar, Alexander se fue con la promesa de que los tres estarían juntos para siempre.
Laura subió a su habitación y en el espejo vio su perfil creciente y le pareció que algo así sólo el amor lo había podido concebir.
Nació su hija. Tenía la piel blanca y rosada como la de la madre.
Cuando volvió a Villa Joana, una noche subió al desván y acabando ya el diario vió un cambio  de letra. Leyó: "Ella y mi hija tuvieron un accidente cuando salieron a mi encuentro. La niña se salvó."
Su madre nunca le había dicho cómo había muerto la abuela. No le gustaba hablar de ello.
La primavera había hecho volver a las golondrinas. Sus vuelos alegres y repetidos celebraban ese abril naciente. El verde lo cubría todo. Las buganvillas comenzaban a florecer y a mirarse en las aguas del estanque del jardín.
Por una llamada de Alexander supo que ya estaba todo resuelto. El verano  lo pasarían en Villa Joana y después ya decidirían donde vivir.
Alexander llegó en avión y Laura quiso darle una sorpresa saliendo a su encuentro. Se dirigió hacia el aeropuerto con su hija en el asiento trasero del coche. Laura miraba los naranjos floridos. Era feliz.
Mientras conducía pensaba en el reencuentro de sus abuelos y presagió que algo podía ocurrir. Un escalofrío la recorrió. No podía ser. Un coche en dirección contraria se le venía encima. Giró el volante bruscamente y perdió el conocimiento.
Despertó en una clínica y preguntó por su hija. Alexander le dijo que había tenido mucha suerte.
Ese verano reinó con plenitud, y juntos recordaron las noches blancas en Leningrado bañadas por aquella luz pálida.

Carmen Serrano Ayuso

25. IN MEMORIAM, por CARMEN SERRANO AYUSO

(Inspirado en el cuarteto de cuerda nº 8 de Shostakovich en homenaje a las víctimas  de la guerra y del fascismo)


Todo lo que acontece y que destaca.
La madera hace eco de silencio escondido.
Los sonidos se enlazan y componen
las sombras y recuerdos ya vividos.

Va creciendo la palabra que no se dice.
El paisaje es un cuadro de otro tiempo.
Hoy aquí se expone lo que no debió ocurrir.
La elegía continua se desplaza y amenaza.

La sangre ya no corre por las venas.
Las notas se columpian,
aletean inmensas;
a veces disonantes, otras precisas.

¡Muerte!
muerte sin proceso,
desencadenada
sin remedio.



Ya nada se sostiene.
Las heridas anidan
y todo lo creado
se desmenuza.

No cabe arrepentimiento póstumo.
Duele la impotencia.
La noche se descalza
embriagada de espanto.

El hombre desmerece
de su condición.
Se han secado las lágrimas
en agujeros rotos.

Luces imprevisibles,
arpegios inútiles.
Ni siquiera el silencio calma.
Hasta los niños mueren.

El horror ya se instala
y nada lo podrá borrar.
Los dioses dejan de creer.
Todo ya existe en vano.


Carmen Serrano Ayuso

24. El último viaje, por José Ignacio del Diego


Podía ver mi cuerpo en el quirófano rodeado de hombres y mujeres con sus mascarillas, sus gorros y sus batas, pero no sentía nada por él. Como si se tratase de un cuerpo ajeno o, mejor, de  un objeto. Sabía que era mi cuerpo pero no me producía ninguna emoción. Observé con atención al cirujano y sus auxiliares. Parecían abrumados, como si supieran que ya no podían hacer nada por mí. El cirujano  preguntaba con insistencia sobre los datos que los aparatos mostraban sobre mis constantes vitales. Las enfermeras contraían con violencia mi abierto tórax.
Recordaba  con precisión cómo había llegado hasta allí. Mi fatigado corazón no aguantaba más. Mi organismo no admitía trasplantes y se hacía necesaria una operación a corazón abierto, a vida o muerte. Eso era, por lo menos, lo que nos habían dicho a mi mujer y a mí en el hospital. Las pruebas clínicas me las habían realizado a petición del mismo cirujano que intentaba desesperadamente salvarme la vida. Nos habían garantizado un corto plazo de  espera para la intervención  y ahí estaba mi cuerpo insertado por  mil tubos que me conectaban a sofisticados aparatos. Pensé que estaba muerto y no me preocupaba, pero no conseguía saber a dónde iría. Siempre había visto la muerte como algo que le puede ocurrir a otros, pero no a mí. A pesar de mi maltrecho corazón, nunca había pensado en morir. Decidí esperar el desenlace de aquella operación que ya había terminado con mi existencia y a que se llevaran mi cuerpo. Traté de imaginar cual sería el destino de mi último viaje.
Transcurrió un cierto tiempo durante el cual vi cómo todas las etapas de  mi vida pasaban ante mí a vertiginosa velocidad. Luego percibí una luz débil y lejana que cada vez se hacía más brillante hasta alcanzar un resplandor sobrenatural que, sin embargo, no me deslumbraba. Poco a poco me sentí mejor, alcancé un estado de serenidad y bienestar cómo no había sentido nunca cuando vivía. Si eso que me había pasado era morir, era algo  maravilloso, no había experimentado ninguna desazón y mis desasosiegos, mis temores, mis limitaciones terrenales ya habían desaparecido.
Ahora podía desplazarme sin esfuerzo a través de  grandes distancias, percibía diáfanamente todo lo que me rodeaba y veía a mis hijos, a mis amigos, a mis compañeros de trabajo, a parientes lejanos que apenas recordaba. También distinguía a mi mujer y podía escuchar lo que hablaba con aquel cirujano, el mismo que me había operado. Dialogaban sobre mantener las apariencias,  que no los vieran juntos durante algunos  meses, que serían muy dichosos con su amor, que yo era un buen hombre pero que ella nunca había estado enamorada de mí. Él estaba casi seguro de que nadie le había visto desconectar el desfibrilador que hacía que mi corazón latiera durante la operación. Había sido un accidente y todos sus ayudantes lo habían entendido así.
Lo que más me sorprendió fue comprobar que no sentía odio ni rencor hacia ellos.
Desde mi etérea atalaya les deseé que fueran felices.

José Ignacio del Diego Lajusticia

23. EL REGALO por Leandro Fernández

Ayer cerré los ojos por última vez. No sé donde estoy ahora, Percibo sombras y de soslayo algún reflejo, quizá una luz. No tengo miedo, aunque parezca extraño; en cualquier caso esperaré tranquilo el devenir de los acontecimientos; esta situación no me genera ansiedad, sí curiosidad, a fin de cuentas el querer saber es condición del ser humano, aunque, sin embargo, ya no lo soy, de eso tengo la certeza.
Un instante antes de mi partida vi tus ojos lagrimosos y tristes, me hubiera gustado decirte  <<Siempre te he querido>>,  aunque creo que ya lo sabes, mas las nulas fuerzas que albergaba me lo impidieron. Confío en que hayas podido interpretar mi última mirada, en ella quise expresarte todo lo que no fui capaz de transmitirte de forma meridiana a lo largo de nuestra vida en común.
Juntos atravesamos gruesos muros y emergimos de entre tormentas perfectas, pero también la luz del día nos sorprendía con ilusiones renovadas, con emociones compartidas.
Me llevo esos ojos tuyos de color almendra, esa mirada felina y enigmática, y la provocadora sonrisa que me cautivó nada más verla por vez primera, cuando despertábamos de la niñez.
No te olvides de las estrellas a las que encomendábamos nuestros sueños y que bajo su tenue luz nos susurrábamos las primeras palabras de amor.
Te esperaré allá donde me encuentre y, si veo que tardas demasiado, suplicaré volver a nacer para hallarte de nuevo.   
No te olvides de recordarles a ellos, a nuestros hijos, lo que ya saben: que fueron un regalo,  aunque para mí haya llegado la fecha de caducidad, pero que sepan disfrutar del suyo, de esos pequeñines que les harán comprender que la vida vale la pena. 
Debo dejarte, percibo algo en mi interior, no es una voz, tampoco son mis pensamientos, no creo que se pueda pensar en mi situación… Siento inquietud… Adiós, mi niña, te quiero.
—Hola, vaya, con esa pila de libros que llevas no me extraña nada que se te hayan caído.
—¡Ah!, sí, hola, es que mi madre se empeñó en que me los llevase todos a la Academia esta mañana. ¡Vaya desastre!
—Espera, te ayudo; tienes unos ojos muy bonitos ¿Sabes?, se parecen al color de las almendras…

Leandro Fernández

21. Los ancianos en crisis, de Llorens Bustos

Tras darse la vuelta en la cama, cogió el reloj de muñeca que permanecía debajo de la almohada y, con ojos entumecidos, miró las varillas fluorescentes que marcaban las siete y cuarto de la mañana). Toda su vida había despertado a esa misma hora para acudir al trabajo. Se levantó y se acercó al aseo. Después de orinar permaneció dubitativo, no sabía qué hacer: si tirar de la cadena, o esperar que alguien se levantara. Era domingo y tenía por costumbre acercarse a la panadería, cosa que hacía desde que se instaló en aquella casa con su único hijo al quedar viudo y no ser capaz de freírse un huevo de los de mojar con pan.
Cuidadoso, tiró de la correa de la persiana para ver el nuevo día, de no hacerlo, seguro que su nuera le recordaría el último pago del recibo de la luz. Después de vestirse, quedó sentado en la única butaca que había en su habitación y aguardó pendiente a que despertasen los demás. Podría adelantar su salida de la casa, pero con toda probabilidad molestaría al cerrar la puerta y despertaría a los niños que dormían en la habitaron continua a la suya; al ser festivo su madre les había permitido acostarse más tarde de lo habitual.
Tras dejar a uno de sus nietos en el colegio, se encontraba en un banco de la plaza de España; aguardaba la llegada de las palomas para desmenuzar el trozo de pan que le sobró del día anterior. Descubrió cerca de una de ellas que mantenía el equilibrio sobre la rama de un pino.
Apenas una miga tocó el suelo, la miró como el primer día en que se instaló en aquella ciudad, nada había cambiado desde entonces: compró una barra de pan y regresó a casa para desayunar dos tostadas untadas con aceite de oliva. A veces se preguntaba el por qué de aquella costumbre, si el único que comía pan era él y ahora, aquellas palomas reagrupadas, picoteaban el mismo cacho para conseguir mayor porción. Recordó cuando en el pasado las alimentaba su padre junto con gallinas y conejos en la casa del pueblo en donde vivía. Los domingos su madre solía cocinar arroz con palomo, alcachofas, o con cualquier otra verdura de temporada. Una mañana lo propuso a su nuera y se enfureció, hasta uno de los nietos le increpó cuando le indicó que podría conseguir alguna de las que ahora tenía entre sus piernas. Levantó la miraba para espantar sus deseos y observó a su nuera, por costumbre caminaba como si el mundo se fuera a terminar ese mismo día. Con cierta tendencia a lo teatral y sin hacer nada por evitarlo espantó a las palomas y tras un falso carraspeo quedó frente a él.
—Ya está todo aclarado, esta noche dormirá fuera de casa —le dijo a modo de quién relata una sentencia.
—Me lo suponía…
Ella tuvo que adelantar la cabeza para oír la respuesta.
—Así lo acordamos —añadió la mujer—, sabe que su hijo se lo aconsejó. Nos han avisado del asilo, hay una plaza libre.
—Por seguro será de uno que ha muerto —resopló para sí.
En anciano recibió un beso por despedida y ella marchó con el mismo frenesí que había llegado. Apenas quedó a solas, las palomas volvieron a reagruparse para picotear las migajas de pan. Mientras, él miró la fotografía en la que estaba con su esposa, a la que había perdido hacía el mismo tiempo que vivía en aquella capital, tan lejos de su casa y de su pueblo natal. Dos lágrimas brotaron de sus ojos que ni se molestó en replegar. El chirrido de las ruedas del andador de su amigo le sosegó; al terminar de lanzar la última miga le tenía frente a él sentado en aquel artilugio polivalente, su amigo aguardó a saludarle al verle con ojos vidriosos.
—¿Qué tal estás?  —Le preguntó el recién llegado.
—Échale aceite a las ruedecillas de tu carrillo, chirrean —le miró y añadió de sopetón—. ¡Hoy dormiré en el asilo!
—Mira lo que he traído —Le mostró la palma de la mano.
—¿No te llega para comprar un paquete?
—Es un porrete…
—¿Otro?
—¿Nos lo fumamos?
—Ya te advertí que nos engancharía.
—Más tiempo estuvimos con el Celtas y los Ideales. Acuérdate, el domingo pasado soltaste una carcajada que casi pierdes la piñata.
Le mostró una sonrisa lacónica y añadió.
—Haberte traído uno para cada uno. Celebraríamos mi independencia. Según la bruja de mi nuera, hoy dormiré fuera de la casa de mi hijo.
—¡Oye! que esto cuesta, no te creas que a mi nieto se lo regalan, es marroquí y del bueno, la china le sale a cinco euros. O sea, casi mil pelas.
—¡Es mucho dinero!, con los recortes no podemos permitírnoslo. Fíjate que la crema para los hongos, ya no me entra en el seguro.
Su amigo miró a su alrededor y al cerciorarse que no se aproximaba nadie, acercó su cuerpo sin menear el andador y con voz baja insistió:
—Tendrás que pasarme algo, una caja de Almax, o de Transilium.
—Es mucho lo que me pides por un par de porros. El Almax ya no lo cubre la seguridad social y me hace falta para dormir, mi nuera le da mucho al tomate frito y al pimentón. Y encima me compra vino cabezón, me sienta mal. Me repite. Y eso ella lo sabe. Te puedo pasar algo de paracetamol.
—¡Fíjate! Se lo puedo vender a mi yerno, el "Transilium" a mi hija, mi nieto dice que lo que más se cotiza es el "Ibuprofreno", del granulado, es para mezclar con —se le aproximó—, cocaína. Cuando estés en el asilo puedes conseguir bastante. Allí os dan de todo, no hay límite con tal de que a las enfermeras las dejéis en paz. Me lo ha dicho uno que conozco y que fue quién me quitó la novia cuando hice la mili. Hablo con él lo justo. Ahora, está muy bien enterado del trapicheo interno. Comercia con la crema para almorranas.
—¡Eso es tráfico de estupefacientes!
—¿Y qué quieres? Vivir con esta rutina… ¿Qué nos queda?
El que estaba sentado en el banco sacó de su bolsillo el mechero y prendió el porro. Dio dos pequeñas caladas y una intensa, al soltar la primera voluta de humo apestoso descubrió a lo lejos a un par de policías que salían de unos matorrales, su amigo con voz queda le reconfortó.
—Tranquilo, somos disolventes.
—¡Insolventes! Cosme… insolventes. No creo que tenga que trapichear para costearme los vicios. Según mi nuera, hay que añadir algo de mi cartilla, según yo, me deja lo justo para que pase el mes. No quieren que venda la casa del pueblo, dicen que es mala época, ni que yo tuviera que durar cien años.
—El asilo no es lo mismo que la residencia.
—¿No?
—Al no llegar las subvenciones, tienes que ir pagando la parte que les falta al coste mensual; con lo que te queda de paga no es suficiente. El trato es: tú contrólame el asilo y yo me ocupo del la residencia. Tengo unas cuantas amigas que los domingos, antes del baile les gusta darse alguna calada, eso les hace que pierdan la vergüenza. ¡Bailan como trompas!
—¿Cómo conseguiste entrar en la residencia?
—Mis hijos son muy listos, dejaron mi cartilla a cero. Vendieron todo lo mío y se lo repartieron. Está pendiente lo que los de Bankia me liquiden las acciones preferentes. Es un pico, les dieron poderes a los del asilo para cobrar cuando me devuelvan el dinero.
—¡Apágalo que vienen los policías!
—¿Qué te apuestas que por culpa tuya dormimos en la cárcel?
—Seguro que estaríamos mejor… y de gratis.
—¡Oye! Pues no sería mala idea.
—Chiiiii… que me da subidón.


 Llorens Bustos Fernández

20. Evocando, por Julia Martí Constant

Lo contaba algunas veces Elisa, mi abuela. Era una de las muchas historias que entresacaba de sus recuerdos y, a menudo, nosotros, sus nietos, ignorábamos los límites entre realidad y ficción.
- Rita es un poco bruja – repetía constantemente, en voz baja y acercándonos el rostro, temerosa de que sus hijas la oyeran. Mi madre y mi tía siempre andaban reprochándole esa manía suya de adentrarse en lejanos paisajes de su vida.
- Son cosas pasadas, mamá. Ya no interesan a nadie –  observaban, aunque ellas mismas, al escucharla, corregían inexactitudes que la memoria de Elisa deslizaba con facilidad.
Yo, a pesar de haber oído centenares de veces esta anécdota, fingía mucho interés cuando ella, pasados ya los noventa años, volvía a anclarse en aquella etapa de su larga existencia. Además, Rita siempre me produjo intriga y desconcierto. Desde pequeña he intuido que Elisa la temía un poco, y a mí y al resto de sus nietos nos invadía el morbo cuando la veíamos  transitar por alguna calleja deforme del pueblo. Y nos desasosegaba su mirada. Ahora, tantos años después, no estoy segura de saber definirla. Sus ojos no eran fríos, ni siquiera penetrantes o misteriosos como creíamos entonces. Quizá sólo denotaran la falta de claridad de una mujer entrada en años. Tal vez Rita no fuera tan diferente de las viejas que habían sobrevivido a un ambiente entre hostil y monótono, donde las alegrías quedaban muy por debajo de los pesares, y donde se envejecía tan deprisa que se olvidaba con frecuencia la melodía de una canción.

- Es mucho mayor que yo – comenzaba Elisa. No era cierto, apenas se llevaban un par de años. Se conocían desde siempre. Habían nacido en los albores del siglo  y ambas compartieron lugares, gentes, conversaciones, tristezas y toda clase de acontecimientos de índole cotidiana.
- ¿De niña ya era tan siniestra? – le pregunté una de las últimas veces que conversamos sobre ella, pensando que, tal vez, no volvería a oírselo relatar. 
- ¿Siniestra? – repitió sorprendida por el calificativo – no, no. No era mala. Tenía poderes pero no hacía daño a nadie.
- ¿Qué clase de poderes?
- Veía cosas que los demás no alcanzábamos a ver. ¿No recuerdas su mirada? ¿no recuerdas su media sonrisa?  – preguntó de repente.
- Era muy mayor cuando yo la conocí, abuela. Supongo que  le fallaba la vista – respondí mientras evocaba su figura menuda vagando, eso creía entonces, por el pueblo.
- Esa mirada la tenía ya de pequeña – insistió Elisa. Y al decirlo su pensamiento transitaba por otros tiempos – La puedo ver como si la tuviera  delante. No era muy alta. El cabello áspero y negro, recogido en la nuca. Y vestida siempre de gris…  Recuerdo, sobre todo, su voz grave y su risa torpe y ruidosa.
- ¿Erais amigas?
- ¿Amigas? No, amigas exactamente no éramos. Pero yo nunca le tuve temor – dijo en un sorprende arrebato de valentía casi infantil.

La evocación de Elisa iba dando saltos, y casi siempre se detenía en los mismos hoyos. Muchas veces nos llegaba a cansar contando reiteradamente las historias que había seleccionado en su gastada memoria. Yo tenía mis preferencias desde que recuerdo haber empezado a escucharlas. Y, naturalmente, una de ellas era todo lo que concernía a Rita.
¿Sería vedad que aquella anciana de aspecto entre desvalido y oscuro poseía poderes extraordinarios? Cuando, de pequeña, me cruzaba con ella, no podía apartar mis ojos de su rostro irregular y, en algunas ocasiones, sentía cómo su vista me atravesaba con inocente curiosidad, pero jamás lograba oír las frases que salían de su boca, porque en ese momento concentraba todas mis fuerzas en la huida, mientras pensaba, aterrorizada, que me perseguía su risa.

-¿Qué pasó con el hombre del bigote? – le pregunté, consciente de lo mucho que debió impactarle lo que presenció tantos años atrás. Era la anécdota  favorita de Elisa con la que ilustraba cómo era Rita.
- ¡Ah! Aquello nos dejó muy asombrados. Verás. Nos habíamos reunido todos a la entrada del pueblo, porque esperábamos a Rosa, una chica que se fue e servir a Valencia y se casó con un señor importante. Se acababan de casar hacía sólo unos días y venían a visitar la tumba de su madre.
- Abuela ¿qué año era?
-  No sé bien. Yo tendría unos diez años – respondió con cierta humildad, segura de que ya se le escapaban datos, cifras, precisiones…
- Entonces sería  en 1910
- Sí, yo nací en 1900, vine con el siglo. Lo normal en la época era que la gente viajara en tartana. Estábamos todos allí y alguien exclamó, señalando el fondo del camino, "algo se mueve, son ellos". Yo miré y, en efecto, un minúsculo punto avanzaba con lentitud en el horizonte, tan lejos todavía que era imposible distinguir de qué se trataba. En ese momento se oyó la voz quebrada de Rita, que sonó emergiendo entre mutismo que se había instalado en nosotros cuando de su garganta salieron los primeros sonidos. "Sí, son ellos" gritó con absoluta seguridad, " ¡qué bigote tan enorme tiene el novio! ¡ qué ojos tan claros! ¡ cómo ríe, hasta se le va la muela de oro!" El silencio a su alrededor se acentúo con más densidad y la perplejidad se dibujó en nuestros rostros. Entonces Rita rompió a reír nerviosamente. Yo sabía que no podía ser una broma, hubiera sido algo inusual en ella…
Elisa se interrumpió intentando dar cierto misterio a la narración que, llegado a este punto, iba desgranando lentamente. Yo volví a fingir un desconcierto tal que me hizo preguntar impaciente, con la voz cargada de ansiedad, ese final que ya conocía.
-¿Eran ellos? ¿Tenía razón Rita?
- Claro. Llegaron al cabo de un buen rato. Rosa estaba radiante, guapísima, pero nadie se fijó apenas en ella. Todos observábamos atónitos el gran bigote de su marido. Él, viendo la expectación que había provocado su llegada, miró a su alrededor con unos intensísimos ojos azules. Y sonrió. Entonces se oyó una especie de "ooooh" susurreante, tras contener un aliento colectivo,  cuando la gente observó el destello de un molar de oro brillando en el interior de su boca.
Elisa ponía punto final con una mueca de satisfacción en el rostro perfilado por las huellas imborrables de tantos años vividos. La mirada turbia pero destilando sosiego. Las manos, abultadas por azulados surcos, reposando tranquilas sobre los brazos de su sillón. Pero yo deseaba prolongar sus vivencias, por eso intentaba continuar.
- Sentiríais algún temor, ¿no?
- ¿Temor? No, no. Es una historia divertida. Siempre reímos al recordarla. Fue lo primero que me hizo pensar que Rita es un poco bruja. Se habló mucho de ello. Hoy la gente aún la recuerda. – Extrañada de sus propias palabras, se detuvo un instante, pero su mente voló rápida a la realidad - Claro que… casi todos los que lo presenciaron están muertos  - dijo sonriendo. Y, de nuevo, vi, por su expresión, que se desplazaba, obstinada, hacia alguna  lejana etapa de su dilatada existencia.

 Julia Martí Constant

17. "El pozo"

El verano de 1955 mi hermano y yo fuimos al pueblo a pasar unos días con la abuela paterna que vivía sola en una casa de dos pisos, con bodega en el sótano. El abuelo había muerto cinco años antes, justo cuando yo nací. A mi hermano y a mí nos gustaba mucho estar con la abuela, pues era cariñosa comprensiva y liberal, quizá demasiado, como podremos comprobar en el presente relato.
 Uno de esos días soleados y calurosos de agosto, la abuela nos llevó a pasar el día a su huerto, donde solía pasar sus ratos de ocio cultivando  todo tipo de verduras y hortalizas. Disfrutaba de lo lindo con este pasatiempo, que le servía de entretenimiento y distracción. Además, los productos que recolectaba cubrían una parte importante de su alimentación.
Dicho huerto se encontraba en Vallalcalde: un pago situado en un pequeño valle, rodeado de viñedos, desde el que se podía ver los cerros abarrotados de cepas, de tal manera, que parecían estar cubiertos por unos enormes mantos verdosos. Un pequeño río cruzaba dicho valle de norte a sur, formando una pequeña cascada, cuyo relajante murmullo podía escucharse desde el huerto.   
También tenía una cabra nuestra abuela. Con ella paseaba por las calles del pueblo y, con ella, recorría todo el término municipal en busca de pastos para su manutención y solaz. Siempre la llevaba atada a una cuerda, que le quitaba cuando pacía.
Permíteme, amable y paciente lector, que antes de seguir adelante con el presente relato, cuente una anécdota referente a la abuela y la cabra. Años después del mencionado verano de 1955, acompañe a mi padre al pueblo para tratar de llevarnos a la abuela a vivir con nosotros a la ciudad, pues era muy mayor para estar sola. Cuando llegamos no se encontraba en casa, la buscamos por todas partes y no aparecía, hasta que un paisano del pueblo, al que apodaban el "Choto", nos dijo:
- Hace una hora me encontré con ella en la "Jarrina"  con la cabra, cuando venía yo de vendimiar.
De modo que nos dirigimos a ese sitio con el "alma en vilo", pues la Jarrina es un sitio muy accidentado y peligroso. Cuando íbamos llegando al lugar, divisamos una silueta humana subiendo por unas peñas, a una gran altura. Era la abuela que iba en busca de la cabra. Cuando nos disponíamos a ir en su busca, nos gritó:
-No subáis que os podéis caer. Esperad ahí que ya bajo.
Al poco rato bajó a nuestro encuentro, con la cabra, como la cosa más natural del mundo. Yo estaba alucinado, parecía imposible, en primer lugar, hubiera podido subir hasta allí una mujer de más de ochenta años y en segundo, que bajara con tanta facilidad.         
Dicho esto - que me parecía oportuno para conocer un poco mejor el personaje de la abuela, responsable de nuestra custodia, y para una mejor comprensión de esta, mi desdichada aventura – volvamos sin mas dilación al relato de los hechos acaecidos aquél fatídico día de 1955, en el mencionado pago de Vallalcalde, donde mi abuela tenía, un huerto de su propiedad, con  pozo, cigüeñal  y  pila para lavar.
Nada más llegar la abuela se puso a lavar la ropa, tarea que realizaba antes que ninguna otra. Primero llenaba la pila con agua del pozo que subía con una herrada, o cubo de latón y que estaba sujeta a uno de los extremos del cigüeñal, con el que se ayudaba para izarla. Mientras, la cabra pastaba a sus anchas, comiéndose la hierba y a veces los productos del huerto. Nosotros, los tres nietos, jugábamos a lo que se nos ocurría, con total libertad y sin limitación alguna. Una de esas ocurrencias, entre otras, fue  uno tras otro alrededor del pozo dando vueltas al "que te pillo", después de que la abuela terminara la colada  Como el pozo no tenía brocal y en ese momento se encontraba mojada la parte del suelo que había entre la pila y el pozo, a consecuencia del lavado de ropa, me resbalé y caí al fondo del mismo. En cuestión de segundos, sentí cómo mi cuerpo se deslizaba hacia aquel terrible y oscuro agujero. Parecía como si una mano desconocida y diabólica quisiera arrebatarme mi infancia de un golpe, llevándosela al fondo del foso  para no regresar nunca más.
Mi abuela no se hubiera enterado -afanosa como estaba en sus labores hortofrutícolas, a cierta distancia del hoyo -de no haber sido por mis compañeros de juego, que fueron corriendo muy asustados, a comunicarle mi desventura. La abuela, asustada y fuera de sí, comenzó a chillar pidiendo auxilio:
-¡Socorro, favor! ¡socorro, favor! – gritaba hasta desgañitarse.
 Pero era inútil. Por aquel intransitado lugar y tan lejos del pueblo, era muy raro que pasara alguien. Ni ella, ni mi primo, que era de mi misma edad, ni mi hermano, aunque tenía dos años más que nosotros, ni, por supuesto,  la cabra, se sentían capaces de rescatarme de aquel traicionero y mortal destino.
Mientras tanto, abajo en el pozo, hundido en el agua, no se me ocurría otra cosa que llamar a la abuela para que me ayudara. Pero, era inútil, cada vez que abría la boca intentando llamarla, el agua se colaba por mi garganta y me hundía cada vez más. Los pulmones se encharcaban de agua y el estómago se hinchaba. No obstante, yo insistía en  llamar a la abuela pero era inútil. ¡Inútil y perjudicial! Los brazos y las piernas las movía a un ritmo frenético, intentando, instintivamente, mantenerme a flote y respirar. Pero no podía, no sabía nadar.
Cuando estaba prácticamente asfixiado y a punto  de perder el conocimiento, noté que algo se movía, en el agua. A pesar de mi estado, y de mis pocos años, sabía  que tenía que aferrarme a aquello que se movía, fuera lo que fuese. Era una cuerda que habían arrojado unos paisanos que, casualmente, o "milagrosamente", ¡quien sabe!, pasaban por allí, en ese momento, y que regresaban de realizar sus labores vitivinícolas. Al parecer, oyeron los gritos de la abuela pidiendo socorro, desde el camino por donde regresaban del trabajo, a lomos de sus caballerías. Rápidamente se dirigieron a galope tendido, al lugar de donde venían los chillidos.
 Cuando notaron que me había agarrado me subieron rápidamente. Me había asido con tanta fuerza y desesperación a la soga, que una vez arriba, les costó trabajo arrancármela de las manos, a pesar de que mis manos estaban llenas de ampollas a causa de otra ocurrencia que solíamos tener en aquella época y que consistía en pasar de un lado a otro un puente colgados de las barandillas y que habíamos estado practicando unos días antes de ir al pueblo. Tampoco fueron obstáculo alguno, en aquellas trágicas circunstancias, para agarrarme fuertemente a la soga y no soltarme. .
Una vez arriba, después de quitarme la cuerda, mis bienhechores, a los que, por cierto, no volví a ver más, me tumbaron en el suelo y uno de ellos, apretándome el vientre con sus salvadoras manos, hizo que expulsara parte del agua que había tragado en esos terribles momentos de mi temprana existencia. Recuerdo, o creo recordar, como si fuera ayer, cómo el agua salía por mi boca a chorro, cada vez que apretaban mi vientre. Después me flexionaron el tronco, me apretaron el abdomen y volvió a salir mas agua por mi garganta. Estos fueron los primeros auxilios improvisados, de aquellos hombres, a los que, supongo, nadie le había enseñado, y que simplemente el instinto o el sentido común los guió.
 El resto del agua siguió saliendo por otro conducto en casa de la abuela, a la que me trasladaron a lomos de una gigantesca mula, propiedad de uno de mis socorristas. Me acostaron en la cama, en compañía de un orinal, cerraron la puerta y me dejaron en aquella habitación sin ventanas, parte de la tarde y toda la noche.
Esa fue mi cura y mi terapia.


Gerardo Seisdedos Alonso

16.Rosa y espina por César Fco. Gutiérrez de Manuel


Una rosa es una espina,
que puede llagar el alma,
hay que tomarlo con calma
si la púa araña fina.

Hace daño, la ladina,
no importa que sea malva,
el color sólo le salva
si es rojo intenso, sanguina.

No lo cierra la fibrina,
el hilo fluye en cruel danza
sorteando, con holganza,
un ánima que se arruina.

Es la justicia "divina"
a quien la rosa tomaba
con desdén; no le colmaba
con ese amor que contamina.


César Francisco Gutiérrez de Manuel