Lo contaba algunas veces
Elisa, mi abuela. Era una de las muchas historias que entresacaba de sus
recuerdos y, a menudo, nosotros, sus nietos, ignorábamos los límites entre
realidad y ficción.
- Rita es un poco bruja –
repetía constantemente, en voz baja y acercándonos el rostro, temerosa de que
sus hijas la oyeran. Mi madre y mi tía siempre andaban reprochándole esa manía
suya de adentrarse en lejanos paisajes de su vida.
- Son cosas pasadas, mamá.
Ya no interesan a nadie – observaban, aunque ellas mismas, al
escucharla, corregían inexactitudes que la memoria de Elisa deslizaba con
facilidad.
Yo, a pesar de haber oído
centenares de veces esta anécdota, fingía mucho interés cuando ella, pasados ya
los noventa años, volvía a anclarse en aquella etapa de su larga existencia.
Además, Rita siempre me produjo intriga y desconcierto. Desde pequeña he
intuido que Elisa la temía un poco, y a mí y al resto de sus nietos nos invadía
el morbo cuando la veíamos transitar por alguna calleja deforme del
pueblo. Y nos desasosegaba su mirada. Ahora, tantos años después, no estoy
segura de saber definirla. Sus ojos no eran fríos, ni siquiera penetrantes o
misteriosos como creíamos entonces. Quizá sólo denotaran la falta de claridad
de una mujer entrada en años. Tal vez Rita no fuera tan diferente de las viejas
que habían sobrevivido a un ambiente entre hostil y monótono, donde las
alegrías quedaban muy por debajo de los pesares, y donde se envejecía tan
deprisa que se olvidaba con frecuencia la melodía de una canción.
- Es mucho mayor que yo –
comenzaba Elisa. No era cierto, apenas se llevaban un par de años. Se conocían
desde siempre. Habían nacido en los albores del siglo y ambas
compartieron lugares, gentes, conversaciones, tristezas y toda clase de
acontecimientos de índole cotidiana.
- ¿De niña ya era tan
siniestra? – le pregunté una de las últimas veces que conversamos sobre ella,
pensando que, tal vez, no volvería a oírselo relatar.
- ¿Siniestra? – repitió
sorprendida por el calificativo – no, no. No era mala. Tenía poderes pero no
hacía daño a nadie.
- ¿Qué clase de poderes?
- Veía cosas que los demás
no alcanzábamos a ver. ¿No recuerdas su mirada? ¿no recuerdas su media sonrisa? –
preguntó de repente.
- Era muy mayor cuando yo la
conocí, abuela. Supongo que le fallaba la vista – respondí mientras
evocaba su figura menuda vagando, eso creía entonces, por el pueblo.
- Esa mirada la tenía ya de
pequeña – insistió Elisa. Y al decirlo su pensamiento transitaba por otros
tiempos – La puedo ver como si la tuviera delante. No era muy alta.
El cabello áspero y negro, recogido en la nuca. Y vestida siempre de gris… Recuerdo,
sobre todo, su voz grave y su risa torpe y ruidosa.
- ¿Erais amigas?
- ¿Amigas? No, amigas
exactamente no éramos. Pero yo nunca le tuve temor – dijo en un sorprende
arrebato de valentía casi infantil.
La evocación de Elisa iba
dando saltos, y casi siempre se detenía en los mismos hoyos. Muchas veces nos
llegaba a cansar contando reiteradamente las historias que había seleccionado
en su gastada memoria. Yo tenía mis preferencias desde que recuerdo haber
empezado a escucharlas. Y, naturalmente, una de ellas era todo lo que concernía
a Rita.
¿Sería vedad que aquella
anciana de aspecto entre desvalido y oscuro poseía poderes extraordinarios?
Cuando, de pequeña, me cruzaba con ella, no podía apartar mis ojos de su rostro
irregular y, en algunas ocasiones, sentía cómo su vista me atravesaba con
inocente curiosidad, pero jamás lograba oír las frases que salían de su boca,
porque en ese momento concentraba todas mis fuerzas en la huida, mientras
pensaba, aterrorizada, que me perseguía su risa.
-¿Qué pasó con el hombre del
bigote? – le pregunté, consciente de lo mucho que debió impactarle lo que
presenció tantos años atrás. Era la anécdota favorita de Elisa con
la que ilustraba cómo era Rita.
- ¡Ah! Aquello nos dejó muy
asombrados. Verás. Nos habíamos reunido todos a la entrada del pueblo, porque
esperábamos a Rosa, una chica que se fue e servir a Valencia y se casó con un
señor importante. Se acababan de casar hacía sólo unos días y venían a visitar
la tumba de su madre.
- Abuela ¿qué año era?
- No sé bien. Yo
tendría unos diez años – respondió con cierta humildad, segura de que ya se le
escapaban datos, cifras, precisiones…
- Entonces sería en
1910
- Sí, yo nací en 1900, vine
con el siglo. Lo normal en la época era que la gente viajara en tartana.
Estábamos todos allí y alguien exclamó, señalando el fondo del camino,
"algo se mueve, son ellos". Yo miré y, en efecto, un minúsculo punto
avanzaba con lentitud en el horizonte, tan lejos todavía que era imposible
distinguir de qué se trataba. En ese momento se oyó la voz quebrada de Rita,
que sonó emergiendo entre mutismo que se había instalado en nosotros cuando de
su garganta salieron los primeros sonidos. "Sí, son ellos" gritó con
absoluta seguridad, " ¡qué bigote tan enorme tiene el novio! ¡ qué ojos
tan claros! ¡ cómo ríe, hasta se le va la muela de oro!" El silencio a su
alrededor se acentúo con más densidad y la perplejidad se dibujó en nuestros
rostros. Entonces Rita rompió a reír nerviosamente. Yo sabía que no podía ser
una broma, hubiera sido algo inusual en ella…
Elisa se interrumpió
intentando dar cierto misterio a la narración que, llegado a este punto, iba
desgranando lentamente. Yo volví a fingir un desconcierto tal que me hizo
preguntar impaciente, con la voz cargada de ansiedad, ese final que ya conocía.
-¿Eran ellos? ¿Tenía razón
Rita?
- Claro. Llegaron al cabo de
un buen rato. Rosa estaba radiante, guapísima, pero nadie se fijó apenas en
ella. Todos observábamos atónitos el gran bigote de su marido. Él, viendo la
expectación que había provocado su llegada, miró a su alrededor con unos
intensísimos ojos azules. Y sonrió. Entonces se oyó una especie de
"ooooh" susurreante, tras contener un aliento colectivo, cuando
la gente observó el destello de un molar de oro brillando en el interior de su
boca.
Elisa ponía punto final con
una mueca de satisfacción en el rostro perfilado por las huellas imborrables de
tantos años vividos. La mirada turbia pero destilando sosiego. Las manos,
abultadas por azulados surcos, reposando tranquilas sobre los brazos de su
sillón. Pero yo deseaba prolongar sus vivencias, por eso intentaba continuar.
- Sentiríais algún temor,
¿no?
- ¿Temor? No, no. Es una
historia divertida. Siempre reímos al recordarla. Fue lo primero que me hizo
pensar que Rita es un poco bruja. Se habló mucho de ello. Hoy la gente aún la
recuerda. – Extrañada de sus propias palabras, se detuvo un instante, pero su
mente voló rápida a la realidad - Claro que… casi todos los que lo presenciaron
están muertos - dijo sonriendo. Y, de nuevo, vi, por su expresión,
que se desplazaba, obstinada, hacia alguna lejana etapa de su
dilatada existencia.
Julia Martí Constant