jueves, 30 de junio de 2016

9. Papas con perdiz. Mariló Jiménez


Papas con perdiz

Aquella mañana, bien temprano, me encaminé al huerto. Con el azadón al hombro pensaba en el menú de aquel día. No tenía mucho tiempo, ya que otras tareas requerían mi atención. Me decidí por algo rápido de cocinar y que no requiriera muchos ingredientes.

Cuando llegué, el sol aún se desperezaba y el  rocío mantenía la tierra húmeda, eso favorecería mi trabajo. Me agaché y con mimo fui dejando al descubierto los hermosos tubérculos que la Naturaleza me había ofrecido como agradecimiento a mis desvelos. Un manjar de dioses que trajeron los conquistadores, mucho más valioso que el oro que llenaron las arcas reales. Las  había mimado desde su inseminación en el útero de la madre Tierra. Allí, a oscuras, a su abrigo, habían madurado hasta la hora en que debían cumplir la función para la que habían sido creadas: ser objeto de deseo y hacernos pecar de gula. Después de limpiarlas bien, las metí en una talega. 
 Recreándome en lo que estaba al alcance de mi vista, me acerqué al surco donde se encontraban las anaranjadas zanahorias, cuyo pináculo verde sobresalía por encima de la superficie, avisándome de que estaban preparadas para aderezar mis platos. Arranqué un par de ellas, solo las necesarias. Caminé entre las hendiduras de mi atestado huerto. Observé las matas de pimientos de carnes rojas y prietas, y los brillantes tomates, debido al rocío mañanero, que colgaban  como pendientes de zafiro. Recolecté un par de cada.

Regresé a casa. El domingo anterior se había abierto la veda y unas hermosas perdices colgaban de un gancho en la pared a la espera de ser desplumadas. Me puse a la tarea mientras rezaba una oración por aquellos pequeños animalillos que servirían de sustento a otros mayores. No era más que la cadena alimenticia que el Creador había impuesto a los seres vivos, me dije intentando limpiar la culpa.

En una tabla de madera vieja, descolorida por el uso, troceé una cebolla; sus efluvios consiguieron saltarme las lágrimas. Me acordé de mis seres queridos que ya no estaban. El bulbo conseguía ese efecto cada vez que tomábamos contacto  el uno con el otro, dejar la pena al descubierto. 

Descolgué una cacerola y eche un poco de oro líquido, aquel que brota del fruto del legendario olivo. Un precioso y humilde árbol tan antiguo, que acompañó a los faraones en tumbas piramidales y al mismísimo Jesús de camino a Jerusalén para reunirse con Dios Padre, después de salvarnos del pecado.

Puse dentro de la marmita, además de la cebolla, el pimiento cortado en tiras, milimétricamente medidas,  y cuando el calor maceró el conjunto, sofreí la carne roja que poco a poco fue cambiando a un tostado brillante. Un tomate lavado y rayado fue el complemento perfecto para aglutinar el contenido. Eché un pellizco de sal; aquella especia que sirvió de moneda para pagar a obreros, alimento esencial que curtía la carne y la convertía en comestible durante más tiempo, la nevera  de la Edad Media.

Una vez peladas y quebradas las papas y zanahorias las dejé en un barreño con agua, el tiempo justo de coger una bota de vino y rociar el guiso. Esperé a que los efluvios del alcohol terminaran en volutas de oloroso humo. El aroma que desprendía activó mis jugos gástricos y, aunque era pronto, mis papilas gustativas salivaron ante la expectativa  de un exquisito bocado. Debían esperar, aún no estaba el guiso en el punto en el que debía probarse. Terminé de colocar los tubérculos y le añadí el agua, el principio de la vida en el universo, y que en casa provenía del limpio y fresco manantial que surtía mi pozo, sin cloro ni otro elemento de la tabla periódica que no fuera natural y no puesto por la mano del hombre, finalmente, tapé la cazuela. Reduje el fuego que alimentaba la cocción para que el calor fuese entrando de poco a poco, convirtiendo todas aquellas viandas diferentes en una sola esencia.

Cuarenta minutos de cocción y cuatro horas de reposo más tarde, tanto mi familia como la comida estaban preparados para degustar aquello que la Madre Naturaleza tan gentilmente nos había ofrecido y yo había transformado al calor de la lumbre.

—Trabajo y sudor con ellos comerás, dijo Dios, antes de arrojar a Adán y Eva del Paraíso. —Aparté un plato y sonreí—. Se le olvidó decirles que el placer también entraba en el lote.



María Dolores Jiménez García.


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