LAS VIDAS DE TELLO
–Tello, hijo, tápate bien, no vayas a resfriarte antes de morir.
–Tranquilo, padre –dijo Tello y le besó.
–Que tengas buena muerte.
–Gracias, madre, mañana mismo estaré de vuelta –y la besó.
–¿Qué pasó mientras estuve muerto? –preguntó al día siguiente.
–Verás –dijo su padre–. Con pagar a la funeraria, al médico, al cura, a la floristería y al ayuntamiento por todos los impuestos que le dio la gana cobrar, se nos fueron más de tres mil quinientos euros.
–¡Qué barbaridad! –comentó Tello–, no te puedes morir ni siendo pobre.
–Eran todos nuestros ahorros. Pero, tú no te preocupes –dijo su madre.
Sin embargo, Tello, preguntaba con interés cada vez que resucitaba.
–Mira, hijo. Tras la segunda vez que moriste, a la funeraria le dijimos que por qué cobraron un servicio funerario si tú no estabas muerto. No nos devolvieron el dinero, pero hicieron el segundo servicio sin pasar factura. A partir de la tercera vez, nos denunciaron por falta de formalidad. Al médico tampoco le pagamos más y, por otro lado, le denunciamos ante el colegio de médicos por certificar una defunción que no había sido; pero él, soberbio, hace un certificado de defunción cada vez que te mueres. El cura, tampoco nos devolvió el dinero por la primera misa, pero no se atrevió a cobrar nada por las que ha venido diciendo hasta ahora aunque, eso sí, se niega a hacerlo de cuerpo presente alegando que hace muy feo ver al muerto sobre el túmulo, sin ataúd. La floristería lamentó la pérdida de un cliente tan fiel y tan formal como tú, pero nada más. Por contra, el ayuntamiento, quiere cobrar cada vez que te vas porque dice que todo muerto debe ser enterrado y, por lo tanto, tiene que pagar su impuesto por ocupación de un lugar, ya sea nicho o fosa. Y, cuando les decimos que ya les hemos pagado y que nos devuelvan el dinero de la primera vez porque tú no estás muerto, se aferran al certificado que expide el médico cada mes. Es una auténtica mafia.
–¿Y qué ocurrió con todos mis amigos cuyos cuerpos aparecieron destrozados en el bosque?
–Por orden del ayuntamiento, entre todos los vecinos, recogimos con palas los restos que quedaban de ellos, los cargamos en carretillas y los enterramos en una fosa común. Ya ves, lo que son las cosas, ese día nadie tuvo que pagar nada –le dijo su padre con cierto aire de desconsuelo.
–¿Has visto a alguno de los que murieron en el bosque? –preguntó su madre con curiosidad.
–Allí, las cosas no funcionan como aquí. Son muy distintas.
–Cuéntanos algo, hombre –insistió su madre.
–Está bien –consintió Tello–. Cuando morí por primera vez, fui a parar a una familia muy buena. El padre, Fermín, tiene ya diez y ocho mil quinientos doce años y la madre, Palmira, un poco más joven, solo tiene diez y siete mil doscientos cuarenta. Yo soy el número mil trescientos doce de sus hijos. He estudiado ingeniero, abogado, arquitecto y médico. Mi tiempo libre lo dedico a pintar, esculpir, escribir, hacer deporte. He conocido a una chica, Meli, nos hemos enamorado y nos hemos casado. En los tres mil quinientos catorce años que llevamos casados, hemos tenido quinientos doce hijos.
Sus padres se miraban estupefactos.
–Tello, hijo, ¿te encuentras bien?
–Sí, madre.
–Hijo, ¿todo eso en un día? –preguntó su padre muy asombrado.
–Hay que tener en cuenta que eso que vosotros llamáis así, día, en el otro lado, se transforma en varios miles de eones y tened en cuenta que cada eón equivale a mil millones de vuestros años.
Esta explicación pareció tranquilizarles un poco.
–Por cierto, ¿cuántas veces piensas morirte? –insistió su padre.
–No se trata de lo que yo piense. He de morir una vez por cada uno de mis amigos que desaparecieron en el bosque aquella trágica noche.
–Y eso, ¿por qué? –preguntó su madre.
Tello le cogió las manos y la miró con ternura.
–Alguien, superior a nosotros, lo ha decidido así porque estaba previsto que yo muriese igual que mis amigos. Pero, como me ausenté mientras ocurría la tragedia, ahora he de pagar las consecuencias.
–Y ¿cuántas muertes te faltan? –preguntó su padre con cierto temor.
–La próxima y otra, nada más.
–¿Y luego qué? –su madre estaba angustiada.
–Luego, será como con todo el mundo, me moriré para siempre.
–Hijo, ¿ya has visto a Dios? –preguntó su madre.
–No, madre. Pero, parece que estamos en el buen camino aunque nadie sabe cuándo llegará el momento.
–Y ¿qué tiempo tenéis por allí?
–Es de día cuando estás alegre y de noche cuando estás triste.
Transcurrido el plazo, después de cenar, Tello se fue al aseo, orinó, se lavó las manos y los dientes, se puso el traje de muerto y se tumbó en la cama.
Once cuarenta.
«Y todo esto está ocurriendo por haber ido yo al claro del bosque con mis amigos aquella noche y ausentarme en el momento más inoportuno. En qué mala hora me alejé de ellos para esconderme entre los árboles y que no me viera nadie con los calzoncillos y los pantalones bajados hasta los pies, agachado en cuclillas, con los músculos en tensión, haciendo ímprobos esfuerzos, en un silencio casi imposible de mantener, los ojos casi cerrados, luchando contra aquel contumaz estreñimiento que me obligaba a estar en aquella postura durante largo rato.
Once cincuenta.
»Cuando volví al claro del bosque, con el vientre aliviado, pero dolorido el ano, era demasiado tarde. Ya no se podía hacer nada. Me quedé escondido, aterrorizado. Ante mis ojos, los licántropos devoraron casi por completo a mis amigos dejando un fuerte olor a muerte.
Once cincuenta y cinco.
»Yo no pude soportar aquella impresión. El corazón me latía de manera brutal y quería salirse del pecho. Cada momento que pasaba me sentía peor. Como si fuera un volcán, mi estómago expelía todo cuanto tenía en su interior saliendo por mi boca en chorro casi continuo. Aquel pertinaz estreñimiento se convirtió de repente en una diarrea incontrolable. Me mareé, perdí el conocimiento, caí fulminado y morí».
Once cincuenta y ocho.
El joven, comenzó a sudar copiosamente. Cerró los ojos y adoptó la postura cadavérica cruzando las manos sobre su vientre. Como todas las noches de luna llena, desde hacía unos meses, a las doce en punto, Tello murió.
Cuando volvió a la vida, al día siguiente, habló con sus padres.
–¿Puedo hacer algo por vosotros antes de irme para siempre?
Los padres se miraron entre sí y, con no poca preocupación, le expusieron la idea que tenían. Tello escuchó en silencio.
–Me parece que es lo más justo.
Los tres se abrazaron muy emocionados entre abundantes lágrimas.
La noche en que le tocaba morir por última vez, Tello, tras besar a sus padres y despedirse de ellos, se puso la chupa de cuero repujado, única en el pueblo, y se fue al claro del bosque donde esperó, con cierta intranquilidad, la llegada de los licántropos que, fieles a su cita, se presentaron puntuales para descuartizar a Tello, dejando los trozos que les sobraron esparcidos por todo el lugar.
Al día siguiente, cuando los vecinos pudieron comprobar que Tello no estaba en casa, sospecharon lo peor. Se acercaron hasta el bosque y descubrieron los restos de Tello que identificaron por la chupa de cuero repujado.
Por orden del ayuntamiento, los vecinos, en el más absoluto, sobrecogedor y respetuoso silencio, recogieron con palas lo que quedaba de Tello, lo cargaron en una carretilla y le enterraron en la fosa común junto a sus amigos.
Gratis.
Nombre: Leonardo Albert Casadó.
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