¿MALA SUERTE?
Casimiro se metió decidido en el portal. Llevaba un tiempo pasando por delante, justamente desde el día en que se animó a volver a casa andando después del trabajo, y reparó en el rótulo de latón colocado junto a la puerta del edificio número trece. Al leerlo, le dio un vuelco el corazón y una lágrima como un puño le rodó mejilla abajo, hasta caer sobre un pobre que mendigaba un limosna recostado en el suelo. Pero a Casimiro no le importó ni la mirada furiosa ni el juramento con el que le obsequió el hombre al notarse empapado, porque Casimiro era feliz: al fin había encontrado un lugar donde no le tratarían como un bicho raro y le comprenderían. Sin embargo, era tan tímido, que no se atrevió a entrar ese día, ni al otro, ni al otro..., hasta esa tarde, en que tras el último "percance" resolvió que ya había llegado la hora de enfrentarse a sus miedos «¡Cuanto antes, mejor!», se dijo y respirando hondo, entró en el edificio. Subió al entresuelo y vio un rótulo exacto al de la calle. La puerta estaba entornada, no se lo pensó dos veces y se metió sin llamar. Se encontró en una habitación espaciosa repleta de gente sentada en una hilera de sillas, que bordeaba por completo la habitación. El blanco de las paredes solo se veía interrumpido por una puerta de color azul eléctrico que destacaba al fondo. Al ver la estancia tan concurrida se sintió gratamente sorprendido, nunca hubiera imaginado a tantos como él y acomodándose en el único asiento que quedaba libre, aguardó en silencio. Como no sabía muy bien como funcionaba este sitio, observó con disimulo a sus compañeros que, callados, apenas se miraban y si lo hacían era de reojo. Estaba claro que nadie se aventuraba a ser el primero en hablar. «Les dará apuro —pensó—, quizá es también la primera vez que vienen». Los minutos transcurrían con lentitud y una mezcla de nervios, ilusión y ansiedad se iba apoderando de él, hasta que de repente se abrió la puerta de color azul y salió un mujer de mediana edad con coloridas gafas de pasta y bata blanca. Cerró tras ella, se situó de pie en medio de la sala y anunció con voz cantarina: ¡¡¡EL SIGUIENTE!!! «Ahora o nunca» se infundió valor Casimiro y antes de que alguien reaccionara se levantó como un resorte y soltó de carrerilla alto y claro. "¡¡BUENAS TARDES, MI NOMBRE ES CASIMIRO Y SOY GAFE!!" Una vez pronunciadas esas palabras respiró con alivio. «¡Lo he logrado, me ha salido igualito que en las películas», pensó. La gente le contemplaba en silencio, expectante, atónita, las bocas abiertas en mayor o menor grado y él interpretó ese silencio como una invitación para continuar, así que aprovechando el "chute" de adrenalina y con la vista fija en las gafas de colores de la mujer y en la puerta azul, prosiguió:
«Según me diagnosticaron de pequeño, soy gafe de primer grado, vamos que no provoco en los de mi alrededor "su último viaje", gracias al cielo, solo pequeños "percances" más o menos molestos... ¡Qué les voy a contar! ¡Ustedes ya saben de qué les hablo!
Desde que era un niño de pecho todo el que estaba a mi lado sufría de esos "percances". La primera fue mi querida madre, que acabó tuerta del manotazo que le di, cuando glotón mamaba de su teta. "¡Mala suerte!" le dijo mi padre antes de taparle con un parche la cuenca vacía del ojo. Unos años más tarde, siendo yo todavía un tierno infante que no levantaba un palmo del suelo y soñaba con ser futbolista, mi amantísimo padre se quedó impotente del balonazo que le atiné en sus partes. "¡Mala suerte!", esta vez fue mi madre, la que lo pronunció sonriente antes de largarse al Amazonas con el vecino del quinto. Mi padre, a su vez, del disgusto se retiró de anacoreta al Himalaya. Ya no volví a ver a mis progenitores, solo me comunicaba con ellos por carta. Siempre he creído que no fue falta de amor por su parte, ni ganas de alejarse de mí lo que les hizo marcharse tan lejos, sino que tuvieron mala suerte al no hallar un lugar más cercano para vivir.
Convertido en un huérfano de padres vivos, me criaron mis abuelos. Los pobres me querían mucho, y digo pobres en sentido literal, ya que de poseer una de las mayores fortunas de Europa terminaron prácticamente en la indigencia. Acción que compraban en bolsa, acción que caía hasta el fondo del mar con un peso de plomo atado a los pies y ni cuento la de empresas que se arruinaron en el tiempo que viví con ellos. "Calma, Leocadio, que solo es mala suerte", recuerdo que decía mi abuela, y también recuerdo a mi abuelo vigilándome torcido mientras afilaba su navaja de Albacete. Sospecho que era un poco torpe… siempre se hacía un tajo en el dedo.
Pese a todo tuve una infancia y una juventud feliz y eso que mis amigos, con brazos y piernas continuamente rotas, me duraban poco; por desgracia a sus padres le trasladaban por trabajo y todos terminaban mudándose de ciudad. En el colegio, mis profesores inexplicablemente, sufrían una baja tras otra, así que cambiaba de maestro lo mismo que de camisa y no los llegué a conocer mucho. Debían de ser muy majos, porque aunque no era muy buen estudiante y suspendía, nunca llegué a repetir curso. Lo que si se me daba bien era el fútbol, sin embargo, apenas pude jugar, el equipo se disolvió el primer año. Aún es un misterio qué pudo pasar para que la plantilla casi al completo, incluido el entrenador, acabara lesionada. "Cuestión de mala suerte" se comentaba ¡Qué pena, estoy seguro que podía haberme convertido en un gran futbolista!
Cuando cumplí los dieciocho años mis abuelos se mudaron a una residencia y me matricularon en la universidad, no en la que yo quería cerca, sino en la de Minnesota. "Aprenderás inglés", decía mi abuelo. "Te vendrá muy bien el aire de sus montañas y sus lagos", continuaba mi abuela. Con pesar me despedí de ellos, era la primera vez que nos separábamos, y se quedaron, al igual que yo, muy tristes. Por eso imagino que los ancianos que vislumbré desde el aire bailando un chotis en la entrada del aeropuerto, no eran mis abuelos sino otros que casualmente se le parecían mucho. Del viaje en avión no les puedo contar nada ya que me dormí, tengo el sueño muy profundo, por lo que no me enteré de las turbulencias, como me refirió al aterrizar el señor de cara blanca con tonos verdes que se sentaba a mi lado. ¡Lástima, con lo que me gustan las cosquillitas de la montaña rusa! Al llegar a mi destino dudé entre estudiar Medicina o Historia, pero no me pude decidir; ya que solo estuve un mes, fue mala suerte que un rayo cayera en el tejado y se incendiaran todos los edificios. Regresé a España contento por volver a estar con mis abuelos y cual fue mi sorpresa al descubrir que habían desaparecido. ¡Vaya mala suerte que los de la residencia perdieron su nueva dirección y no pudiera encontrarles!
Desde aquel momento mi vida ha sido solitaria, ni familia, ni amigos, ni novia..., las mujeres siempre me han rehuido. Me compré una funeraria y trabajo solo; los muertos no tienen percances. Y ahora, que soy un hombre de mediana edad, estoy harto de que todos me esquiven, que se cambien de acera, que me examinen con recelo. Solo anhelo ser alguien normal, disfrutar de compañía, cariño y amigos; querer y que me quieran. Supongo que no es tanto pedir..., por eso, no saben bien la alegría que me llevé al leer el cartel de la puerta, "ASOCIACIÓN ESPAÑOLA; GAFES ANÓNIMOS" supe que era la señal de que iba a cambiar mi vida...»
Casimiro, con la garganta seca y la mirada fija en las coloridas gafas de la mujer y en la puerta azul, calló de repente. Sorprendido miró a su alrededor y descubrió que se encontraban los dos solos. Tan ensimismado había estado con su relato, que no se había dado cuenta que poco a poco y en silencio se habían marchado todos los presentes, mientras agarraban con fuerza sus patas de conejo, cruzaban los dedos, tocaban madera y musitaban por lo bajo:"¡Lagarto, lagarto!"¿Qué había ocurrido?.No entendía nada. Sintió un pinchazo en su interior, había abierto su corazón a la gente y esta había huido, y ahora su corazón estaba hecho trizas y sus ilusiones desvanecidas como el humo. ¡Qué ingenuo había sido al pensar que había esperanza para él! Desanimado y arrepentido se dio la vuelta para marcharse. "Espera", le frenó la mujer con su voz melodiosa. Casimiro se volvió y ella sin mediar palabra se quitó las gafas, se acercó y se las puso a él con cuidado. De inmediato, el hombre, vio con claridad los ojos marrones con chispitas verdes de la mujer, el reflejo dorado de sus rizos y el lunar junto a su boca sonriente. Ella le agarró con suavidad de la mano y lo llevó fuera de la habitación, hasta el rótulo de metacrilato de la puerta. El hombre leyó con nitidez "ASUNCIÓN ESCAROLA: GAFAS ECONÓMICAS" y en ese instante lo comprendió todo, su rostro se encendió igual que una llama y se quiso morir de la vergüenza. "¡Qué idiota he sido! ,—exclamó en alto—. ¡Mala suerte la mía, además de gafe soy un ridículo cegato" Asunción le hizo callar con un leve gesto y mirándole a los ojos como nunca antes nadie le había mirado le dijo. "No ha sido mala suerte, el destino quería que entraras aquí."
Querubina Meroño de Larriva
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