HISTORIAS DEL ABUELO
Pseudónimo: David
El anciano reposaba en un mullido sofá hojeando el diario deportivo mientras ejercía una relajada vigilancia sobre su nieto atrafagado con un lego, hasta que al fin cansado de jugar se acercó con parsimonia.
-¡Venga abuelo, cuéntame una historia! –insistía aquel mozalbete de diez años, aburrido por tener que permanecer en casa durante una tarde de lluvia.
-¿Has hecho los deberes, David? –le preguntó el viejo consciente de las muchas responsabilidades que entraña la vida moderna.
-Lo tengo todo acabado y me sé la lección –replicó el chico fastidiado pues siempre le preguntaban lo mismo.
Incapaz de negarse a los caprichos de su nieto, el anciano dio una última calada al cigarrillo y exhaló una bocanada de humo mientras dejaba volar la imaginación en busca de un argumento que pudiese interesar al muchacho.
-Bien, te contaré una historia real que pasó no en un país lejano, sino aquí mismo, en Cataluña. Es la historia de un hombre, pero también la de un pueblo que sufrió las consecuencias de haber perdido una guerra –hizo una breve pausa para urdir el hilo de la narración-. Hace muchos años había una familia de campesinos que vivía tranquilamente del sudor de su frente, con tres hijos jóvenes y fuertes que faenaban desde el alba hasta el crepúsculo. A veces volvían a casa bien entrada la noche, pero no les espantaba la dureza del trabajo, sino que compartían todo tipo de privaciones y de sacrificios como buenos hermanos. No es preciso decir que aquellos padres se sentían muy orgullosos de tener unos hijos tan ejemplares. Además su carácter simpático y risueño los hacía ser envidiados por unos y admirados por los demás. Sin embargo, estalló una guerra. Una guerra que nadie deseaba y que empezó el ejército porque no quería someterse al resultado de las elecciones. Sí, David, se negaban a aceptar la decisión del pueblo de mantener la democracia.
-¿Qué significa democracia?
-Se dice que un pueblo tiene democracia cuando se respetan los derechos de los ciudadanos, cuando hay libertad y es justa para todos… Como iba diciendo, los militares se rebelaron contra el gobierno legítimo y el país se dividió entonces en nacionalistas y republicanos. Así pues, era preciso coger las armas para defender la libertad y Pere, el hermano mayor de aquella familia, se incorporó a filas de prisa y corriendo. Después de un rápido período de instrucción le trasladaron a Madrid, donde luchó y murió en la batalla del Jarama. Poco a poco la situación empeoró para los republicanos que no podían competir contra el armamento de sus enemigos. Entonces, Joan, el segundo hermano de la familia, sin pensárselo dos veces y sintiendo la necesidad de servir a su patria, marchó voluntario al frente de Aragón y murió como un héroe en Belchite, cerca de Zaragoza. Haciendo un último esfuerzo tratando de frenar la ofensiva nacional, el gobierno republicano concentró sus fuerzas en la ribera del Ebro bajo el lema de "no pasarán". Y el hijo pequeño de la familia, pensando que debía hacer algo para que el sacrificio de sus hermanos no hubiese sido en vano, y convencido que había llegado la hora de dar sentido a su vida, se despidió de sus padres y abandonó los campos. Se fue, como otros jóvenes, a luchar en la batalla del Ebro, la más encarnizada de todas ya que el resultado de la guerra dependería del bando vencedor. Allí en las trincheras, llenas a rebosar, Jaume soportó frío y hambre, agobios y privaciones, pero aquello no era nada comparado con la angustia de ver como iban cayendo sus compañeros de armas, el dolor de ver los cuerpos destrozados por la metralla de unos hombres que horas antes hervían de alegría y esperanzas. Padeció la soledad de verse rodeado de cadáveres silenciosos y de heridos agonizantes, con la desazón de saber que él mismo podía convertirse en una víctima más de aquella guerra cruel. Los hombres morían a millares mientras recordaba con nostalgia los buenos tiempos, cuando trabajaba de sol a sol con su padre y sus hermanos. Contempló el sufrimiento de los heridos, el miedo de los amigos, el valor de las malogradas tropas sostenidas únicamente por el coraje de defender una causa justa. Pero en las guerras no siempre gana quien tiene razón, sino el más fuerte y Jaume se vio obligado a huir, no por cobardía sino por prudencia, puesto que en caso de permanecer en el país se arriesgaba a ser fusilado de inmediato. No quería ser condenado a muerte, como Lluís Companys, el presidente de la Generalitat, a quien las autoridades españolas ordenaron fusilar en los fosos de Montjuïc tras un breve juicio. En febrero de 1939, junto a un alud de refugiados, cruzó la frontera francesa y dejó atrás la familia, la casa y los amigos... Su propia madre con lágrimas en los ojos le pidió que se apresurase a huir, ya que no hubiese podido soportar la tragedia de perder al último hijo, pues la guerra se había llevado ya a dos de ellos que jamás regresarían. Un precio demasiado elevado por defender unos ideales patrióticos. Y así, cargado solo con lo imprescindible, aquel mocetón de casi veinte años tuvo que marchar al exilio, hacia una tierra lejana, entre gente extraña a la que nunca podría amar de la misma forma que quería a los amigos de la pandilla; a los revoltosos chiquillos que le gastaban bromas los domingos por la tarde cuando paseaba por la Calle Mayor; a los abuelos que a menudo le invitaban a echar la partidita, al pueblo entero, donde se respiraba un ambiente de trabajo pero también de paz y de felicidad.
El viejo hizo una pausa como para descansar del esfuerzo realizado, pero también para no demostrar la desazón que aquella historia le producía.
-Pese a vivir en un país extraño, lejos de las personas estimadas y de la tierra que lo había visto nacer, aquel joven tenía una voluntad de hierro para salir adelante y pronto encontró faena de mecánico. Y pasó el tiempo, las semanas, los meses y hasta los años. Jaume era un mozo bien plantado y, como era de esperar, un día conoció a una chica lozana y avispada. Después de un breve festejo se casaron. Y aunque el destino del pueblo catalán en su mente parecía algo sumido en el pasado, él como muchas otras personas no olvidaba sus raíces. Escribía a menudo a sus padres y a algunos amigos que lo ponían al corriente de la grave situación política del país. Y noche tras noche soñaba que regresaba a casa, pues ansiaba pisar de nuevo la tierra de sus antepasados. Él sabía que al finalizar la guerra se había iniciado la oposición al régimen franquista, pero aquel grupo de fanáticos catalanistas debían actuar en la clandestinidad, ocultos a las investigaciones de la policía. De momento, regresar era imposible. Demasiado arriesgado y peligroso. Al morir su padre a punto estuvo de meterse en la garganta del lobo para acudir a su entierro. Le retuvo la convicción y la seguridad de que si traspasaba la frontera dejaría viuda a su mujer y huérfano al bebé recién nacido. Pero aquella pérdida irreparable afligió su alma y desvaneció sus esperanzas. Cuando pocos meses después murió también su madre, quizá de vieja o quizá de soledad, su corazón estuvo a punto de estallar de dolor y pena. Por fortuna, el tiempo amortiguó aquellos sentimientos. Entonces, el destino, que suele apretar pero que no ahoga, tuvo piedad del pueblo catalán. Al morir el dictador, verdadero tirano de las costumbres y de las tradiciones catalanas, el país votó por la democracia y el nuevo rey instauró otra vez los derechos de los ciudadanos. La gente volvía a ser libre. La fidelidad del pueblo catalán a sus libertades se comprobó en las elecciones de junio de 1977 y en la concentración del 11 de septiembre del mismo año, una manifestación de gente sin precedentes ni parangón. Ese sentimiento logró el restablecimiento de la Generalitat y la vuelta del presidente, Josep Tarradelles, quien al dirigirse a la multitud que le aclamaba en Barcelona se limitó a decir: "Ya estoy aquí". Concluyendo así una etapa muy triste de nuestra historia y dando paso a la actual sociedad democrática. Y poco a poco, muchos de aquellos que habían marchado por obligación al exilio regresaron a sus casas. La tentación fue demasiado fuerte para resistirla y también Jaume, en compañía de su familia, acabó por volver a su pueblo. Y finalmente, aquel hombre pudo vivir en paz junto a los seres queridos.
-¿Ese hombre de la historia eres tú, abuelo? –preguntó David, quien pese a su tierna edad, era un chico muy espabilado.
-Sí, David, ese hombre soy yo –le confesó Jaume emocionado al recordar el fervor patriótico que la mayoría de exiliados mantuvieron vivo durante tanto tiempo.
-Ahora comprendo todo lo que has llegado a sufrir... y me siento orgulloso de tener un abuelo que ha arriesgado su vida luchando por nuestra tierra.
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