TARDE DE LUCES Y SOMBRAS
Uno no piensa de verdad en la muerte hasta que le ve la cara. Mientras tanto, es algo que le ocurre a los demás, más o menos cercanos y que duele más o menos intensamente pero... verla de frente es otra cosa, pensaba Luis Miguel mientras asistía al velatorio. Allí, sentado y maltrecho, recordaba, en silencio, en la noche de rezos, la tarde en que todo ocurrió, en una pequeña ciudad andaluza, casi capital de provincia, y en donde se veneraba a la virgen de Linarejos.
Nada más poner el pie en el pueblo sintió un escalofrío que le partió la espalda: mal fario le dio esa pequeña plaza de toros, encalada de tal blanco que reverberaba bajo el sol de mediodía. Mucha calor incluso para estar en pleno mes de agosto.
Corrían tiempos de pasión contenida durante demasiados años y se manifestaba desbordada en alegría callejera. Muchas fiestas patronales llevaban lidiadas en el mes; poco sueño a lo largo de malos caminos polvorientos; y mucho cansancio. Pero la vida del torero es la que es, sobre todo cuando se está empezando.
Subió las escalerillas que llevaban al mirador de los toriles en donde se efectuaría el sorteo de los astados. Le acompañaba su hermano Antonio. Su primera corrida de veras, su alternativa, pensó emocionado mientras mantenía el tipo con aires de experiencia. Al llegar, le abrazó su padrino, nada más y nada menos que el famoso Manolete en lo más alto de su carrera, a quien perseguía de pequeño en su barrio de Córdoba. De su vecino copió la profesión y, aunque serio y circunspecto, siempre tenía unas palabras de ánimo cuando le veía jugar en la calle, con el delantal de su madre por muleta.
─Algún día seré tu padrino, ─le repetía el maestro con fe y una leve sonrisa en la seria cara.
Ya está, uno zaino y otro cárdeno ambos de pitones afilados, como todos los miura. Observó de reojo a su protector quien tuvo mejor suerte. Este le miró fijamente a los ojos y, dándole una palmada en la espalda, le dijo: «hijo, tendrás que echarle redaños»
Si pudiera volver atrás…, tendría que haber hecho caso a su instinto y haberse largado de allí. «Pardiez, qué más da la gloria a cambio de lo sucedido».
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Mientras su Antonio le vestía en aquella habitación oscura de persianas bajadas sentía como, a pesar de la calor, le recorrían el cuerpo gotas de sudor frío.
─Luis Miguel, los animales son muy bravos, no les pierdas de vista la mirada ─dijo Antonio apretando poco a poco los cordones de la taleguilla.
─Pierde cuidado hermano, ya no soy un chiquillo, prefiero la bravura a los mansos, esos son impredecibles. Pero, mientras pronunciaba esas palabras, apretaba con fuerza la medalla que le regaló su madre de la virgen de la Fuensanta.
─Ninguna temeridad que te conozco, no hemos salido sanos de una guerra para… ─Antonio calló guardando la siguiente palabra. Como buen torero, hijo de torero y nieto de torero, era supersticioso. ─¡Eah!, tú ya me entiendes, que hoy quiero celebrar tu alternativa por todo lo alto y dormir en cama blanda ─dijo cambiando de tema.
─No temas hombre, que ya estoy bragado en estas lides. Hoy voy a salir por la puerta grande, ─pronunció estas palabras para darse ánimo.
─Maestros, están dando las cinco en el reloj de la iglesia y en una hora empieza el festejo. Habrá que ir yendo para la plaza ─les recordó Manuel, el picador, tras llamar a la puerta.
─Vamos, hay que darse bulla Luis Miguel, cinco minutos para tus rezos ─apremió Antonio─. Yo voy abajo para comprobar que todo está en orden.
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La plaza estaba repleta. En la calurosa tarde de agosto, no cabía un alfiler. La banda de música animaba en lo alto y el brillo plateado de los instrumentos de viento deslumbraba a la cuadrilla mientras hacía el paseíllo.
Comenzó la fiesta y el padrino, tras una faena magnífica, cedió la muerte del primer animal al toricantano, a Luis Miguel. Silencio sepulcral en la plaza, sólo se oía el bufido del morlaco mientras esperaba su muerte. Varios pases de colocación y ya estaba preparada la suerte, giro de piernas apuntando a la cruz del toro quien, de repente, se arrancó en un último instinto de bravura, empitonando a Luis Miguel.
Uno no piensa de verdad en la muerte hasta que le ve la cara. En una fracción de segundo pasó ese pensamiento por su cabeza, sintiendo como se le escapaba la vida con cada gota de sangre derramada en la arena amarilla.
─Mira, parece la bandera de España ─se dijo mientras escuchaba de fondo los gritos de la gente.
Uno no repara en la muerte ni cuando se está muriendo, sentenció por lo peregrino del pensamiento, como si no tuviera importancia su propio sino.
De fondo escuchó más gritos, le salpicó más sangre y esa no era suya. Se sintió en volandas y antes de perder el sentido pudo ver a su hermano Antonio, vestido de plata, enfrentando al toro sin capote y cubriendo su retirada.
Uno no piensa de verdad en la muerte hasta que le ve la cara. Luis Miguel le vio la cara y tenía el rostro de su compadre Antonio, no el suyo. Él apenas sufrió una buena cornada pero su hermano yacía sobre la mesa del comedor materno rodeado de velas, llantos y rezos. Ya van dos en la familia, padre y hermano.
Ya nunca olvidaría que la muerte tiene rostro y es el de de su llegada, siempre llama con antelación, avisa de su presencia, la sentimos en las entrañas, un signo, un escalofrío, un presentimiento.
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Una coplilla acompañó durante su vida al maestro Luis Miguel, corrió como la pólvora de plaza en plaza, incluso saltó el océano, enredada en un famoso pasodoble, para llegar a las Américas. En ella, se rememoraba tan aciaga tarde:
La parca eligió a Antonio
en la plaza soleada,
la muerte bailó con Antonio
en una triste velada,
adornada de luces y sobras,
prefirió al oro, la plata.
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