EL PIANO
El tren avanzaba velozmente. Ante mis ojos pasaban vertiginosamente los campos sembrados de trigo, los inmensos viñedos y los pequeños pueblos que se vislumbraban en la lejanía donde destacaban las torres de los campanarios de las iglesias.
Me sentía muy cansando por lo que cerré los ojos y me sumergí en mis pensamientos.
¡Cuántas veces había hecho el mismo recorrido!. Pero esta vez iba solo…
Mi esposa había fallecido solo hacía unos meses y su sólo recuerdo hizo que unas lágrimas resbalaran por mi cara.
El sonido del altavoz anunciando la próxima llegada a la ciudad hizo que me secara rápidamente las lágrimas y me dispusiera a recoger mi pequeña maleta.
A pesar de los años transcurridos poco había cambiado en la estación.
Rápidamente me dirigí a coger un taxi para ir al hotel.
Cual sería mi sorpresa cuando vi el número del taxi era el 007. No pude por menos que sonreír.
Era el que solía coger con mi esposa y ella me decía:
¡Juan eres un espía famoso, vas en su coche!
La cara del taxista me resultaba familiar. Era aquel muchacho, ahora ya canoso, que dejó su Cádiz natal, para seguir a una mujer.
-Caballero, ¿dónde le llevo?
Todavía conservaba el ceceo de su tierra natal
-Al hotel Mediodía, le contesté.
Por el camino, como si fuera un turista más, me fue señalando los sitios más emblemáticos de la ciudad.
El no me había reconocido, los años pasados y los sufrimientos con la enfermedad de mi esposa, había plateado mis cabellos y cubierto de arrugas mi rostro.
Al llegar al hotel vi que se habían realzado muchos cambios. El hall se había agrandado y decorado con sumo gusto.
Me dirigí a la recepción y una joven y bella muchacha me recibió con una sonrisa.
Después de darme la bienvenida y anotar mis datos personales, me dio la tarjeta de mi habitación.
Ya en el ascensor me di cuenta de que me habían dado la habitación 501. Al abrir la puerta sentí como mi corazón latía aceleradamente. Era la habitación que solía ocupar con mi esposa cuando visitábamos la ciudad.
Agotado con tantas emociones, me deje caer pesamente en la cama y cerrando los ojos me sumergí en un sinfín de recuerdos.
Había abandonado mi ciudad para recorrer el mundo dando conciertos de piano, acompañado siempre de mi esposa, pero mi corazón se había quedado allí, en el recuerdo de mis amigos y familia.
Ahora volvía para despedirme de todos mis recuerdos y sobre todo de poder tocar de nuevo por última vez mi querido piano, ya que había visto en un periódico la noticia de que querían subastarlo.
Ya hacía mucho tiempo que en el Ateneo, ya no se realizaban conciertos y querían desprenderse de él.
El timbre del teléfono me hizo volver a la realidad.
Era la recepcionista preguntando si deseaba que me reservaran mesa para cenar. Le contesté que no.
Comprobé que todavía era temprano para ir al Ateneo, por lo que decidí descansar en la habitación.
Todos mis recuerdo se unían para recordar aquellos días en que daba conciertos los martes en la sala de la chimenea del Ateneo.
Media ciudad no faltaba a ninguno de ellos, por lo que me sentía arropado y querido por todas las personas que ningún martes faltaban a la cita.
De pronto sentí una fuerte punzada en el corazón. Tengo que darme prisa pensé, en cualquier momento como me había diagnosticado el médico antes de partir, me puede repetir el infarto y está vez mi corazón está demasiado dañado para soportarlo.
Tengo que darme prisa, murmuré, pueden cerrar el Ateneo y quiero aunque sea por última vez tocar en mi querido piano.
Me vestí lo más rápidamente que pude y después de haber comprobado mi aspecto en el espejo del armario, me dispuse a salir.
Intentando caminar con paso ligero atravesé la famosa plaza de Doña Juana, donde todavía se conservaba aquel olivo centenario donde numerosas aves lo utilizaban como refugio. Me encaminé dando un rodeo a la calle Hijosdalgo. El olor a flor de azahar de los numerosos naranjos impregnaba toda la calle. Crucé hacia la plaza del mercado y entrando en la calle Veracruz divisé el bello edificio del Ateneo.
La puerta del jardín se encontraba abierta. Aprovechando esta oportunidad entré en él. Estaba muy descuidado, en el suelo una alfombra de hojas demostraba que ya nadie se ocupaba de cuidarlo. En un rincón un enorme jazmín ponía con sus olorosas flores un poco de encanto a aquel lugar tan entrañable lleno de numerosos recuerdos.
Después de los conciertos, un grupo de amigos nos sentábamos en sus cómodas butacas, ahora desaparecidas, y continuábamos nuestras charlas, tomando una copa de vino, hasta que Mario, el conserje, nos invitaba a marcharnos.
Avancé hacia la puerta que daba a la cafetería, al entrar en ella vi que estaba descuidado, abrí la puerta que daba al hall y cual sería mi sorpresa al ver sentado en la mesa, con un periódico en la mano, a nuestro recordado Mario.
¡Como habían pasado los años!
Su pelo era totalmente blanco y al levantarse al verme puede apreciar una ligera cojera, que delataba la artrosis que le aquejaba.
-¡Don Juan!, exclamó al verme- y tendiendo los brazos me abrazó efusivamente.
-¿Cómo Vd. por aquí?-
-Mario, he leído en la prensa que van a subastar el piano y he tenido la necesidad de tocar por última vez en él-
-¿Hay algún problema para que pueda pasar unos minutos tocándolo?-
-Claro que no-, exclamó Mario y acercándose a la puerta de la sala, la abrió.
-Don Juan esté todo el tiempo que le plazca-, pero haciéndome un guiño, añadió
-No le garantizo que esté afinado. Hace mucho tiempo, desde que Vd. nos abandonó, que ya no se realizan conciertos.
-Eran otros tiempos – añadió.
Entré en la sala. Todo seguía igual. Las mismas butacas alrededor de la hermosa chimenea. Las columnas jónicas sujetando el techo, imitando a un templete, y justo en medio mi piano… y al fondo la lámpara que todavía conservaba la vieja pantalla manchada en aquel día aciago en que Doña Paquita vertió medio café en el salón salpicando todo lo que estaba a su alrededor.
Me acerqué al piano. Todo el salón estaba muy descuidado. Se notaba que ya no se usaba y nadie cuidaba de su conservación.
Al levantar la tapa y retirar la bayeta que cubría sus teclas, noté una punzada en el corazón, y deslizando la mano sobre ellas no pude por menos que acariciarlas.
Acerqué el asiento y sentándome en él, me dispuse a tocar mi pieza favorita, la que tantas veces había interpretado.
Las notas de la Polonesa de Chopin sonaron en el salón.
Mis manos cobraron vida por unos instantes. Se deslizaban rápidamente y la melodía invadía el lugar como años anteriores.
Por unos instantes cerré los ojos y ante mi desfilaron las imágenes de la época en que mis conciertos llenaban el salón. Siempre, al terminar, sonaban las campanas del reloj cercano.
De pronto mi mano izquierda quedo paralizada. Sentí un terrible dolor y mi cuerpo se fue deslizando desde el taburete hacia el suelo.
El piano dejo de sonar y se oyeron las campanadas del reloj, como en años anteriores.
El concierto había terminado…
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