LOS CINES, CRÓNICA DE UNA MUERTE ANUNCIADA.
Muchos conservamos en la memoria con cariño el recuerdo de una película, Cinema paradiso, que plasmaba a través de los ojos de un niño en un cine sus sueños y su evasión de la difícil época en la que vivía. Nos empapaba de la magia del cine, de ese ritual casi religioso de juntarnos en una sala a oscuras frente a la gran pantalla, dejando fluir nuestras mentes para vivir con los actores las historias y las experiencias filmadas. La propia película reflejaba, al final, la decadencia de las salas de exhibición.
Si la película reflejaba la situación al final del siglo pasado, ahora la situación ha ido empeorando con los cierres por la pandemia. Pero es cierto que el sector de la exhibición en salas de cine ya se encontraba en crisis antes de la llegada del virus.
La transformación del sector audiovisual, con la mejora de calidad en los dispositivos caseros y la aparición de grandes plataformas ofertando, a precios asequibles, contenidos actuales y variados, ya había dejado tocadas a las salas de exhibición.
Competir con la comodidad de no salir de casa y ver cine barato era ya muy duro. Además, la aparición de series con buena producción y actores de primera línea introducía un producto más adaptable, por su estructura en capítulos y temporadas, al consumo en casa que en los cines.
Para hacer frente a esta competencia televisiva el cine dispone, en exclusiva, de su magia. Para los más jóvenes quizás estos cierres no resulten muy traumáticos, pues, aunque han tenido los cines como una parte de su ocio, no los han vivido como vía principal y casi única, junto a la lectura, de evasión, conocimiento y ensoñación, como sí ha ocurrido con la gente de mi generación.
Tengo sesenta y nueve años, y para mí los cines han sido compañeros fieles que me han acompañado en todas las fases de mi vida. Para empezar, recuerdo perfectamente las películas vistas en mis veraneos de niño en el pueblo de mis padres, Campos de Arenoso. El cine sin disponer de sala o lugar cerrado donde exhibirlo. Explicaré el misterio.
De vez en cuando, sin ninguna regularidad y exclusivamente en verano, aparecía en la plaza del pueblo el tío Rafael con su Citröen dos caballos, quien colocaba por la plaza unos cartones con fotogramas de la película que iba a proyectar por la noche, en una sábana colgada de la pared de la iglesia. Para complementar la publicidad pagaba un bando; el aguacil del pueblo lo recorría y en las esquinas estratégicas, después de un toque de su corneta, describía, con su peculiar estilo para la pronunciación de nombres extranjeros, el título de la película, sus actores principales, el tema y la hora de inicio.
Por la noche, la gente acudía con sus propias sillas desde casa y buscaba un buen lugar en la plaza donde acomodarse frente a la pared de la iglesia y gozar de una buena visión. El tío Rafael encendía su viejo proyector y montaba sucesivamente los rollos de la película, aunque no siempre en el orden adecuado, lo que provocaba las risas y las chuflas del respetable. Algunos no éramos tan respetables y variábamos de ubicación por los rincones de la plaza, para evitar pagarle al buen hombre el precio de su servicio, cuando pasaba con su linterna para cobrar. Con todo, aquellas escenas de lujos, aventuras, dramas o humor bajo el cielo estrellado nos sacaban a todos de nuestras rutinas cotidianas y nos permitían imaginarnos en la piel de los aventureros, gozando de los lujos de las películas de comedias americanas, riendo las parodias, o soltando alguna lagrimita, rápidamente reprimida para evitar el escarnio de los colegas.
En los inviernos en la ciudad, Castellón, el cine se constituía en el principal lugar de evasión, aunque fuera con la ayuda de la imaginación. Eran los años del franquismo, y la vida social estaba marcada por un puritanismo severo y para los jóvenes estaba casi todo prohibido o por lo menos reglado de forma rígida por la Iglesia. El cine tampoco se escapaba a esto, y tanto la censura del Régimen como las calificaciones de las películas por la Iglesia Católica, filtraban de forma muy severa las películas o las escenas permitidas. Lo que pasaba la censura se reglaba según edades. Para los jóvenes el gran reto era acceder a películas de rango de mayor edad de la que teníamos. Lo probábamos de mil maneras, vestimenta de adulto, bigotes tiznados, compañía de primas a modo de novias,…pero los porteros de los cines, imagino que escarmentados por las multas recibidas en caso de relajación, se mostraban como inquisidores extremadamente celosos de esta función, frustrando la mayoría de los intentos. Eso sí, cuando el engaño tenía éxito era un orgullo contarlo a los compañeros de clase el lunes siguiente, por supuesto, junto a las escenas supuestamente subidas de tono que parecían justificar la calificación.
También había un día del espectador, que creo recordar era en miércoles, en el que el precio de la entrada era tan reducido que nos permitíamos el lujo de hacer gamberradas en el cine, que el acomodador nos echara, y volver a pagar para entrar de nuevo.
Mi afición por el mundillo del cine llegaba al punto de coleccionar los programas o prospectos que se repartían al comprar las localidades. Eran unos pequeños folletos, del tamaño de un tercio de folio aproximadamente, que en el anverso tenían una reproducción a pequeña escala del cartel de la película exhibida esa semana, y en el reverso figuraba el nombre del cine y el horario de sesiones. Por supuesto, yo no me limitaba a guardar los programas de mis espaciadas entradas a los cines. Con otro amigo, tan friqui como yo, pasábamos todas las semanas por todos los cines a pedir, sin adquirir entrada, el programa correspondiente. Normalmente con éxito, aunque a veces tuviéramos que ponernos un poco pesados o alegar que íbamos mandados por nuestros padres. Llegué a juntar una buena colección, llenando cuatro o cinco cajas de zapatos completamente repletas. En un traslado de vivienda de mis padres desaparecieron, y no sé si mi madre, aunque siempre lo negó después, tuvo alguna intervención en la pérdida, pues andaba aburrida de la cantidad de trastos que almacenábamos entre mi hermano y yo. Fue una pérdida que lamenté toda mi vida, me hubiera encantado curiosear los programas ahora o poder enseñárselos a mi hija.
Cuando mi hermano, seis años mayor que yo, se fue de casa, a estudiar primero y a trabajar después, me ponía al día de las novedades cinematográficas, en sus visitas vacacionales. Aún recuerdo perfectamente su detallada descripción de una secuencia de una película de James Bond, del que era gran fan, en la que mataban a una mujer pintando su cuerpo desnudo con oro, lo que se suponía le provocaba la muerte por falta de transpiración.
Al final de los sesenta me tocó a mí el turno y marché a estudiar a la Universidad de Valencia. Aquello sí que fue un cambio espectacular que me marcó profundamente. En Castellón, la programación solía ser muy comercial abarrotada de las películas taquilleras del llamado landismo, siendo escasa la llegada a la cartelera de películas con pretensiones culturales, de cine alternativo o con cierto reconocimiento en festivales. Al llegar a Valencia, la universidad, los cines de arte y ensayo, los cine-clubs de los colegios mayores, y sobre todo la programación del cine Xerea, verdadero templo de los cinéfilos de la época, hicieron que se me abriera un nuevo mundo ante mis ojos.
El Xerea, como le llamábamos, ofrecía un programa doble con películas de calidad, por lo menos de la calidad que se esperaba en círculos universitarios y alternativos, cine más comprometido políticamente con la izquierda, más experimental o más de vanguardia. Y ¿Cuál era la forma de valorar la calidad del cine que se ofrecía en Valencia? Por supuesto, La Cartelera Turia, verdadera biblia de los cinéfilos universitarios. Valoraba en puntos del cero al cinco todas las películas exhibidas en la ciudad, cebándose a la baja con el cine comercial español y americano de la época y valorando al alza el cine de los Bergman, Rossellini, Ford, Pasolini, Wilder, Fellini… y entre los españoles Buñuel, Saura, Berlanga…Como las disponibilidades monetarias de los universitarios en aquellas épocas eran escasas, recuerdo hacer análisis sesudos de las diferentes opciones de cine en función del coste de la entrada y los puntos otorgados por la Cartelera Turia. Así decíamos:
—¡Esta semana hay que ir al Xerea, sale el punto a seis pesetas…!
A partir de ese momento mi relación con el cine se hizo más sólida y permanente, convirtiéndose en uno de mis pasatiempos favoritos, y a medida que mis disponibilidades económicas fueron mejorando, fui ampliando las opciones a mejores salas o salas de estreno, eso sí, siempre siendo selectivo y estudioso a la hora de escoger mis opciones.
De hecho ahora, en esta difícil época que nos ha tocado vivir, en la que, por supuesto, me ha tocado sucumbir al uso de plataformas, mi mujer se enerva cuando empiezo a pasar películas sin acabarme de decidir, consumiéndose el momento de visionarlas. No me gusta ver películas sin saber de qué van, si tienen alguna cosa que me pueda llamar la atención, o dicho de otra forma que no me suenen nada. Leo bastante sobre cine y, aunque mi cabeza no almacena la información con la facilidad de otras épocas, suelo quedarme con las pelis que me suscitan interés o están recomendadas por personas cuya opinión respeto. Dicho de otra forma soy de ir a buscar la película, no de recibir cualquier cosa que me ofrezcan sin más. Cine escogido sí, televisión con lo que sea, no.
Por todo ello, contemplo con mucha tristeza este proceso de agonía del cine, o por lo menos, de lo que yo entendía como cine. Me ha ayudado tanto a soñar, a conocer, a disfrutar, a ilusionarme, a desolarme, a ver chicas guapas con poca ropa, a reírme hasta encanarme, a formarme, a evolucionar…, en una palabra, a vivir; que siento su muerte como la de un amigo que me ha acompañado toda la vida sin defraudarme nunca.
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