viernes, 2 de septiembre de 2022

XVI CERTAMEN LITERARIO GENTE MAYOR-SENSACIONES DE UN JUBILADO

SENSACIONES DE UN JUBILADO

Me acabo de jubilar. Cuesta de creer, dado que es difícil asimilar que no tendré que trabajar más para ganarme el pan como hace el resto de mortales. No me lo trago, eso de estar jubilado. Parece que esté soñando, pero es verdad. Aun así, no me limitaré a llevar una vida sedentaria propia de la gente mayor, pese a que algunos practican ejercicio físico por prescripción facultativa. Lejos de buscar el sosiego del Centro Cívico Municipal, donde holgazanear jugando al dominó o charlando en tertulias eternas, yo prefiero saborear cada instante con la máxima intensidad, día tras día y semana tras semana.

Por ejemplo, el día que me jubilé quería hacer una proeza especialmente genuina para demostrarme que aún conservo suficiente vigor para emprender cualquier aventura. Enfilé en coche hacia la Ampolla y, una vez allí, inicié la carrera por el camino de ronda hasta el islote del Águila, donde me bañé antes de regresar. Doce kilómetros trotando por un sendero agreste repleto de pinos, escalones y roquedal atravesando las calas más vírgenes y solitarias del sur de Cataluña. Fueron dos horas dándole caña a tope. Una experiencia estimulante y agotadora a la vez.

En resumidas cuentas, que me encuentro hecho un chaval. Incluso una agencia de viajes me ha propuesto hacer de modelo en un vídeo promocional sobre la tercera edad para el extranjero. Cabe decir que me siento fresco como una rosa, pese a que las rosas tardan poco en marchitarse. Cumplir sesenta años hoy en día no significa ningún descalabro, aunque si contamos un segundo por año, se tarda un minuto justo hasta llegar a los sesenta. ¡Uf, qué viejo soy! El paso del tiempo no se puede detener. Nuestro reloj biológico corre sin demora. Pero existen veteranos, rebosantes de optimismo, que piensan que la edad es sólo un número y que con ilusión se puede alcanzar cualquier meta.

Aunque la edad no perdona, necesito sentirme activo, por eso suelo calzarme unas zapatillas deportivas y salir a correr cada tarde. Por irónico que parezca me gusta sudar, resoplar como una cafetera. Correr es una especie de necesidad vital, puesto que noto los músculos trémulos por el esfuerzo, la adrenalina fluyendo por las venas y el corazón latiendo con la fuerza de un tambor. No obstante, he llegado a la conclusión que a mi edad debo participar en las carreras populares no con intención de disputarlas, sino de disfrutarlas. En cuestiones de salud, las cosas pueden cambiar de la noche a la mañana, aunque confío seguir trotando por los caminos de los alrededores. Hay que hacerlo mientras el cuerpo aguante, antes de convertirse en un carcamal.

Al echar la vista atrás me doy cuenta del cúmulo de experiencias vividas. Durante media vida, treinta y seis años concretamente, me he volcado en cuerpo y alma en la tarea docente. Cuando empecé a trabajar presumía de una exuberante cabellera castaña, unos años después ya tenía entradas y en estos momentos estoy calvo y con las sienes repletas de canas. Cabe añadir que la docencia es una de las faenas más estresantes que existen. Recuerdo que al final de mi etapa activa, una compañera me preguntó refiriéndose al trabajo: ¿no lo echarás de menos? Mi respuesta fue: "en absoluto". Sin embargo deseo ser recordado como ejemplo educativo de honradez y perseverancia.

Desde que ha llegado la hora de reposar, de relajarme lejos del ajetreo de la rutina laboral, poco me queda por hacer, excepto gozar de las vacaciones perpetuas que supone una jubilación dorada. A medida que pasa el tiempo, te adaptas a esa nueva realidad. Los días transcurren con pasmosa celeridad. Me limito a cavilar las actividades que quiero desempeñar cada día y voy haciendo lo que me place hasta final de mes para cobrar la paguita de la pensión.

¿Cuál es la principal diferencia con estar jubilado? La falta de horarios. No hay que poner el despertador para levantarse temprano. Puedes seguir con la costumbre de la siesta, como en las vacaciones de verano. Tienes el resto del día para realizar labores que antes no hacías como barrer, fregar y poner el lavavajillas. Otras que no sabías que existían: planchar y quitar el polvo. O dedicarte a cosas que te apetecen: leer, escuchar música, caminar... Puedes holgazanear por la orilla del mar cuando no hay casi nadie. El agua está algo fresca y es preciso hacer de tripas corazón para darse un chapuzón, pero vale la pena. Yo prefiero dejarme acariciar los tobillos por las olas que lamen la arena de la playa. O vagar por las calles. A veces te encuentras algún conocido de tu edad que te explica sus cuitas con el infortunio. ¡Qué bueno es sentirse bien! Lógicamente no estoy exento de las enfermedades que todo el mundo padece, tampoco es que sea el abuelo prodigio por haber llegado a los sesenta sin tropiezos graves. Pero debo reconocer que siempre me he considerado una persona afortunada. No me puedo quejar.

Otra peculiaridad es que todos los días son iguales. No importa que sea lunes, jueves o domingo. Se pierde la noción del tiempo, porque deja de ser importante para convertirse en relativo. Sin los entresijos de la escuela ni la obligación de bregar con alumnos de todo tipo, procurando captar la atención de unos chiquillos poco acostumbrados al hábito del esfuerzo, porque prefieren la tecnología digital que les proporciona una respuesta inmediata a sus afanes, dispongo de tiempo para ocuparme de cuidar el jardín de casa y de la finca de naranjos heredada de mis padres y abuelos. Sin el rígido horario del mundo laboral ni el deber de cumplir una serie de objetivos, poseo libertad absoluta para dedicarme a mis hobbies. Como amante del cine, veo películas de vídeo, leo con ahínco, escribo las historias que me rondan por la cabeza, que pese a ser producto de mi ingenio, me sirven de terapia y me ayudan a ejercitar la mente. De vez en cuando, mi esposa y yo hacemos escapadas a los rincones mágicos del país, porque considero el viajar como un regalo para los sentidos. O bien simplemente me acerco a la playa con el acicate de recibir los tibios rayos de sol del otoño, mientras contemplo extasiado el insondable mar hasta la línea del horizonte y dejo volar la imaginación… Son los pequeños placeres que me permiten saborear la vida.

Hoy día, lejos del bullicio de las clases, suelo pasear tranquilamente por los lugares donde hace tiempo se produjo algún evento relevante de mi vida, tratando de evocar con nostalgia ciertos acontecimientos del pasado que la memoria casi no retiene. A medida que envejeces, se van perdiendo facultades mentales y yo ya tengo lapsus angustiosos. Antes de que tales achaques me afecten seriamente y los recuerdos caigan en el olvido, me gusta rememorar los episodios de juventud que aún conservo. Dejo vagar la mente y de entre los recovecos del cerebro se filtra una anécdota especialmente voluptuosa. Hace unos cuarenta años, hacíamos una fiesta en la terraza del chalet de un amigo. Era verano. Anochecía y al disponer la vivienda de acceso directo a una cala, algunos decidieron bañarse bajo la luna. Yo opté por permanecer junto a una turista holandesa algo quisquillosa, casi huraña. Apenas recuerdo su fisonomía, solo que era alta, delgada, rubia, de ojos azules y piel clara. De repente, inicié un intrépido coqueteo. En un arrebato, al quitarle las gafas para darle un beso, vencí su pertinaz timidez y aquella chica extranjera dejó de mostrarse arisca para transformarse en un volcán en erupción. La gatita pusilánime se convirtió en una pantera salvaje... Sí, aún hay cábalas frívolas que logran arrancarme una pícara sonrisa y, por unos instantes, enardecen mis ánimos decaídos hasta volver a sentirme joven, a sentirme vivo.

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