lunes, 18 de septiembre de 2017

5. LA AUTOPSIA, LEONARDO ALBERT CASADÓ

LA AUTOPSIA
«El lunes, 14 de septiembre de 1938, me entregaron los cadáveres de mi hijo y de mi nuera, médicos los dos, muertos en la batalla del Ebro. Se dedicaban con entrega total a auxiliar a los heridos. Fueron víctimas de la locura humana, del horror de una estúpida guerra civil donde perdimos todos.
»Tras la tragedia, mi mujer no pudo soportar la penosa enfermedad que la aquejaba y no alcanzó la Navidad de ese año.
»Me quedé con mi nieta, de tan solo seis años sin saber lo que iba a pasar, no ya al día siguiente sino durante la próxima hora o el próximo minuto.
»A pesar de su corta edad, Beatriz comprendió muy bien lo que había ocurrido. Cada vez que me veía triste, me miraba a los ojos y sonreía. ¿Qué otra cosa podía hacer yo sino acompañarla en su sonrisa? Me contagió sus ganas de vivir. Me hizo entender que mi misión era cuidarla hasta que se hiciera mayor. Me entregué a ello en cuerpo y alma.
»Yo publicaba relatos infantiles en algunos diarios, lo que me permitía vivir con cierta dignidad pero, sobre todo, cubrir las necesidades de la niña.
»Cada vez que ella me hablaba de lo que recordaba de sus padres o de su abuela, lo hacía con tal ilusión, con tanto cariño y alegría que yo no podía por menos que seguirla. ¿Cómo no iba a echar de menos a mis hijos y a mi mujer? ¡Claro que sí! Pero, la presencia de la pequeña, me hacía comprender que la vida seguía. Ella lo llenaba todo. Su melena rubia, sus ojos azules, su sonrisa... era la viva estampa de su madre.
»Teníamos una vida normal. A nuestra manera, éramos felices, incluso, cuando depositábamos flores sobre las tumbas de los nuestros.
»El tiempo pasó muy deprisa. Un día de 1947, Beatriz, con sus quince años, y yo, con mis setenta y siete, fuimos al cementerio a cambiar las rosas de los floreros, como teníamos por costumbre. Allí, tosió por primera vez. No le dimos demasiada importancia. Pero, al poco tiempo, la tos se agudizó. Los colegas de mis hijos se volcaron con ella de inmediato. A pesar de todos los adelantos de la ciencia y todo el esfuerzo hecho por ellos, no había solución. Sin embargo, consiguieron que la ingresaran en el sanatorio de Porta Coeli, en Serra. Me buscaron también un sitio cerca donde alojarme.
»Mi querida Beatriz, recuerdo aquellas mañanas que llegaba hasta allí desde el Mediterráneo el aire fresco que acariciaba tus mejillas. Yo me sentaba junto a ti, mientras estabas tumbada en una hamaca, en la terraza.
»Poco antes de la hora de la comida, convocabas a tus compañeros de la sala, que estaban más o menos en tus mismas condiciones. Venían contentos a escuchar, cada día, lo que os contaba. Yo hacía de mi duelo una esperanza. Mi alma se engrandecía y me tragaba mis lágrimas. Ante vuestra alegría, ¿qué derecho tenía yo a estar triste?
»–Va, abuelo, cuéntanos más aventuras –y a una señal tuya, todos callaban. Yo entraba en mi papel y comenzaba a hablaros de mis héroes: el caballero andante, don Trístulo, y su escudero, Corticuno. Era una imitación muy personal y particular que yo hacía de don Quijote y Sancho Panza, cuyo libro, por fortuna, conocíais todos. Os contaba sus desventuras con la locura del uno y la cordura del otro. Qué carcajadas soltaba Patricia, la morena de las coletas. Y, Crispín, el de León, que sólo tenía una pierna y se retorcía de risa apoyado en sus muletas. Con qué atención seguía mis relatos Diego, aquel muchacho con la tez pálida por su leucemia. Siempre se ponía a tu lado. ¿Acaso había algo entre vosotros que nunca quisiste decirme? Ese amor hubiera tenido un sentido tan especial… tan hermoso…
»Recuerdo cuando os contaba aquel suceso, con el que tanto os reíais y que casi me salía en verso. Ocurrió en el Campo de Salamanca. Pacían unos toros bravos: "Algún movimiento raro don Trístulo debió hacer porque dejó de pacer uno que emprendió una gran carrera hacia donde ellos estaban. Corticuno lo miraba sin saber muy bien qué era. Cuando se quiso dar cuenta, vio a su señor embestido por un toro dando por el aire vueltas. Cuando la bestia, cansada de pegarle revolcones, huyó dando trompicones en busca de la manada, don Trístulo echaba pestes, olvidando su clemencia, pues aquella astada bestia le dejó al aire sus vergüenzas y su culo magullado al caer sobre una zarza donde perdió su templanza gritando desaforado: –¡Maldito toro, bisojo! ¡Hijo de una vaca puerca! ¡Que tu abuela fue una perra y tu padre un burro cojo! ¡Hijo de una cabra loca! ¡Malandrín, baldón, cornudo! ¡Así se te obture el culo y defeques por la boca! Amigo escudero; socórreme, por tu vida, y sácame las espinas que me llenan el trasero. –Mi señor, que ya os escucho. Voy corriendo a socorreros en la medida que puedo, pues no puedo correr mucho, que me ha cogido tal susto cuando he visto al toro bravo, que me he encaramado a un árbol para evitar un disgusto. Pero con las emociones de veros saltar cual potro entre los cuernos del toro se ha formado en mis calzones una sustancia muy tierna que resulta muy molesta, pues no está un momento quieta y se me escurre por las piernas".
»Sor Águeda, la directora del sanatorio, para animar más la fiesta, de vez en cuando, lanzaba vítores a favor de don Trístulo y de Corticuno a los que vosotros respondíais con todo entusiasmo, aplaudiendo cuanto podíais.
»¿Cómo iba a imponer yo mi dolor a aquellos aplausos?
»Mi niña se demacraba por momentos… En el verano de 1952, el viernes, 15 de agosto, día de la Virgen, la estreché entre mis trémulos brazos por última vez. Debió sentirse segura porque expiró con una sonrisa en su cara angelical. Solo tenía veinte años.
»Querida nieta, me dejaste un vacío infinito. A pesar de todo, lleno de rabia, de impotencia, pero también de amor propio, he ido a diario al sanatorio, aunque solo fuera por   un rato, a alegrar la vida de los jóvenes enfermos, en la medida de mis posibilidades. He vivido las ausencias de Benito, de Crispín, de Violeta... han entrado otros, a los que tú no llegaste a conocer: Adelaida, Loli, Paquito... La rueda del infortunio ha seguido su camino implacable, en un relevo macabro, sin oír los gritos del dolor humano. ¡Qué difícil resulta entender y, sobre todo, qué triste es tener que admitir algo así!
»El médico me dice que no debo salir de casa. He cumplido ochenta y ocho años ya. Lo cierto es que estoy cada día más débil. Hoy, cambiaré las flores de los búcaros de vuestras tumbas e iré al sanatorio a despedirme.
* * *
Soy juez de guardia. Como parte de mi rutinario trabajo, ordené el levantamiento del cadáver y su traslado al instituto anatómico forense para practicarle la autopsia. Dado que el difunto no tenía parientes conocidos, me vi obligado a trasladarme a su domicilio para efectuar un registro en busca de razones que pudieran llevarnos a esclarecer las causas del óbito ocurrido en extrañas circunstancias en el día de hoy, sábado, 1 de noviembre de 1958. Había aparecido muerto medio tumbado sobre una lápida del cementerio.
En el cajón de una mesa encontré un cuaderno, tamaño cuartilla, de tapas negras muy gastadas por el uso. En las escasas hojas escritas, la letra era pequeña con renglones descendentes. Se habían arrancado las primeras hojas. Observé que la papelera, al lado de la mesa, tenía algunos trozos de papel, tanto dentro como a su alrededor, la mayoría quemados en parte. Recogí algunos de los fragmentos que se habían salvado y vi que el tipo de escritura era el mismo. Traté de recomponer alguna de las páginas. La tarea fue difícil, pero conseguí montar como la mitad de una de ellas que parecía contar la historia familiar. En aquel pedazo, la letra era más grande y los renglones ascendentes. Decidí leer, allí mismo, las que todavía estaban unidas en el cuaderno. Me senté en la silla que había delante de la mesa y empecé.
En cuanto terminé de leer aquellas páginas escritas, di la orden de que se le diera cristiana sepultura de inmediato. Aquel cuaderno equivalía a una verdadera autopsia.



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