3. NUNCA ES TARDE
Aquella mañana bajé más tarde de lo habitual, pero tuve
suerte porque aún quedaban dos lugares libres. Azucena, la bibliotecaria, había
guardado en su mesa el libro con el que me entretenía desde hacía una semana.
Se trataba de un grueso volumen de la Historia General de España y América, de
Ediciones Rialp, en el que se contaba la expedición de Pedro Fernández de
Quirós a la isla de Australia.
Desde
niño me gustó la historia y también las biografías. Don Emiliano me metió en el
cuerpo el gusto por la lectura y luego más tarde, ya en la Academia, me
convertí en asistente habitual de la tertulia del comandante Lara en la que se
comentaban los aciertos y errores de las grandes batallas.
Con el tiempo, se fue haciendo más grata la compañía de
libros que la que me proporcionaban las mujeres, los familiares o los
compañeros de armas.
Por eso me refugiaba en la biblioteca. Por eso, y porque
allí nadie se sentía obligado a iniciar la conversación, o lo que era peor,
tener que corresponderla.
Sin embargo aquel confortable silencio se rompió en ese
instante por el crujido de unas patas de madera arrastrándose por el terrazo.
No pude por menos que levantar los ojos con disimulo para ver quién había
ocupado el asiento de aquella forma tan poco considerada.
La conocía de vista, pero no había cruzado una palabra con
ella. Es cierto que me pareció atractiva —llamaba la atención por sus ondulados
cabellos blancos— pero el calificativo que me vino a la mente fue, sin duda, el
de escandalosa. No contenta con el anuncio de su llegada nos obsequió con todo
tipo de sonidos mientras aguardaba que le sirvieran el libro: el broche del
bolso que se abre y se cierra, las pulseras de la muñeca chocando entre sí, los
suspiros profundos colgándose del aire...
Traté de concentrarme en la lectura pero, cuando estaba a
punto de partir con don Pedro desde El Callao, me pareció percibir una especie
de gimoteos. Ladeé ligeramente la cabeza para paliar la acusada pérdida del
oído izquierdo y poder confirmar la sensación; sin embargo, lo que me llegó
―con sorprendente claridad― fue el sonido de una estrepitosa sonada de nariz.
Quise lanzar una mirada de desaprobación y me topé con sus ojos azules, medio
enrojecidos y acuosos; solo pude desviar los míos a un lado y otro de la sala
haciendo como que buscaba a alguien.
―Disculpe señor ―me dijo―, ¿tendría usted un bolígrafo, o un
lápiz.... algo con qué escribir?
Eché mano al bolsillo interior de la chaqueta y palpé la
estilográfica que me habían regalado mis sobrinos cuando cumplí los ochenta
años, pero dudé un momento al pensar que la tinta podría estar seca, ya que
solía utilizar con más frecuencia el bolígrafo que, como un marido celoso y
fiel, siempre estaba a su lado.
Con una mueca que quería parecer una sonrisa y con algo de
vanidad decidí alcanzarle la Parker con capuchón de oro. Casi ni la miró.
―¿Y papel... tendría usted papel? ―insistía ahora.
Busqué afanosamente por mis bolsillos y en los departamentos
de la billetera, pero como suele ocurrir casi nunca aparece nada cuando lo
necesitas. Me levanté de inmediato y le dije que aguardara un momento mientras
me dirigía a la mesa de la entrada.
―Azucena, guapa, mira a ver si me puedes dar una hoja de
papel. A ver si esa señora deja de dar la lata.
Regresé a mi sitio y le alcancé el papel. Me dio las gracias
un tanto distraída puesto que hojeaba el libro impulsivamente, hasta que se
detuvo en una página. Entonces, cogió el folio, lo partió por la mitad y
escribió unas cuantas líneas. Leyó lo que había escrito (yo traté de hacer lo
mismo fijándome en sus labios), hizo dos dobleces y lo guardó en el bolso. A
continuación tomó la otra mitad y escribió de nuevo algunas palabras, no más de
dos o tres líneas.
―Gracias ―dijo mientras se levantaba― ha sido muy amable.
Tome, es para usted― y noté el roce de su mano al entregarme el trozo de papel.
Lamentando mi amor y tu desdén altivo
vive, créeme, no esperas a mañana
coge desde hoy las rosas de la vida.
Autor: Luis Alfonso GAMO RODRÍGUEZ
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