miércoles, 17 de junio de 2015

3. NUNCA ES TARDE, por ALFONSO GAMO

3. NUNCA ES TARDE

Aquella mañana bajé más tarde de lo habitual, pero tuve suerte porque aún quedaban dos lugares libres. Azucena, la bibliotecaria, había guardado en su mesa el libro con el que me entretenía desde hacía una semana. Se trataba de un grueso volumen de la Historia General de España y América, de Ediciones Rialp, en el que se contaba la expedición de Pedro Fernández de Quirós a la isla de Australia.
            Desde niño me gustó la historia y también las biografías. Don Emiliano me metió en el cuerpo el gusto por la lectura y luego más tarde, ya en la Academia, me convertí en asistente habitual de la tertulia del comandante Lara en la que se comentaban los aciertos y errores de las grandes batallas.
Con el tiempo, se fue haciendo más grata la compañía de libros que la que me proporcionaban las mujeres, los familiares o los compañeros de armas.
Por eso me refugiaba en la biblioteca. Por eso, y porque allí nadie se sentía obligado a iniciar la conversación, o lo que era peor, tener que corresponderla.
Sin embargo aquel confortable silencio se rompió en ese instante por el crujido de unas patas de madera arrastrándose por el terrazo. No pude por menos que levantar los ojos con disimulo para ver quién había ocupado el asiento de aquella forma tan poco considerada.
La conocía de vista, pero no había cruzado una palabra con ella. Es cierto que me pareció atractiva —llamaba la atención por sus ondulados cabellos blancos— pero el calificativo que me vino a la mente fue, sin duda, el de escandalosa. No contenta con el anuncio de su llegada nos obsequió con todo tipo de sonidos mientras aguardaba que le sirvieran el libro: el broche del bolso que se abre y se cierra, las pulseras de la muñeca chocando entre sí, los suspiros profundos colgándose del aire...
Traté de concentrarme en la lectura pero, cuando estaba a punto de partir con don Pedro desde El Callao, me pareció percibir una especie de gimoteos. Ladeé ligeramente la cabeza para paliar la acusada pérdida del oído izquierdo y poder confirmar la sensación; sin embargo, lo que me llegó ―con sorprendente claridad― fue el sonido de una estrepitosa sonada de nariz. Quise lanzar una mirada de desaprobación y me topé con sus ojos azules, medio enrojecidos y acuosos; solo pude desviar los míos a un lado y otro de la sala haciendo como que buscaba a alguien.
―Disculpe señor ―me dijo―, ¿tendría usted un bolígrafo, o un lápiz.... algo con qué escribir?
Eché mano al bolsillo interior de la chaqueta y palpé la estilográfica que me habían regalado mis sobrinos cuando cumplí los ochenta años, pero dudé un momento al pensar que la tinta podría estar seca, ya que solía utilizar con más frecuencia el bolígrafo que, como un marido celoso y fiel, siempre estaba a su lado.
Con una mueca que quería parecer una sonrisa y con algo de vanidad decidí alcanzarle la Parker con capuchón de oro. Casi ni la miró.
―¿Y papel... tendría usted papel? ―insistía ahora.
Busqué afanosamente por mis bolsillos y en los departamentos de la billetera, pero como suele ocurrir casi nunca aparece nada cuando lo necesitas. Me levanté de inmediato y le dije que aguardara un momento mientras me dirigía a la mesa de la entrada.
―Azucena, guapa, mira a ver si me puedes dar una hoja de papel. A ver si esa señora deja de dar la lata. 
Regresé a mi sitio y le alcancé el papel. Me dio las gracias un tanto distraída puesto que hojeaba el libro impulsivamente, hasta que se detuvo en una página. Entonces, cogió el folio, lo partió por la mitad y escribió unas cuantas líneas. Leyó lo que había escrito (yo traté de hacer lo mismo fijándome en sus labios), hizo dos dobleces y lo guardó en el bolso. A continuación tomó la otra mitad y escribió de nuevo algunas palabras, no más de dos o tres líneas.
―Gracias ―dijo mientras se levantaba― ha sido muy amable. Tome, es para usted― y noté el roce de su mano al entregarme el trozo de papel.

Lamentando mi amor y tu desdén altivo
vive, créeme, no esperas a mañana
coge desde hoy las rosas de la vida.



Autor: Luis Alfonso GAMO RODRÍGUEZ

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