2. Volver a verte.
Todo está empaquetado y las
cajas se apilan en las habitaciones. Reliquias de una vida que irían a parar a
un trastero, según les oí comentar a mis hijos; ¡qué más daba! Tanto la casa
como lo demás dejarían de ser míos muy pronto. ¿Qué importan unos cuantos
cachivaches comparado con todo lo que atesoro en mi memoria?, ese trastero sí
que está lleno y se viene conmigo. Después de dar una vuelta por las
habitaciones vacías, cojo un vaso de agua y mis pastillas y me dirijo al salón.
Esperaré a que vengan a por mí. Coloco el vaso sobre la mesita de madera
envuelta en una manta y preparada para la mudanza. El sofá se queda, lleva
demasiados años a cuestas y no le interesa a nadie. Tampoco la librería hecha a
mano que ocupa la pared de enfrente. Mi Juana la vio en una revista y con
el recorte nos fuimos al carpintero. Es exacta a la del modelo. Nos costó
más de cincuenta mil pesetas de entonces, pero ella se lo merecía todo.
El mueble, ahora vacío, estuvo repleto de libros, fotos, recuerdos…
Al lado del sofá, los de la
mudanza han dejado una caja abierta. Dentro, los álbumes donde se guardan las
instantáneas de nuestra vida.
—¡Estás aquí! Siéntate
cariño, todavía es pronto. Echemos un último vistazo antes de irnos. Eras una
buena fotógrafa, sabías cuando pulsar el disparador para conseguir la toma
perfecta. ¡Aquellas tardes invernales sentados a la mesa camilla! Mientras yo
leía, tú colocabas y ordenabas los álbumes.
«—Nadie podrá decir que no
existimos. Estoy dejando un rastro de nuestro paso por el mundo.»
—Sí, esa era tu respuesta
cuando yo te decía que para que te molestabas, si nadie se interesaba por
ellos. Mil novecientos sesenta y tres. Aquí estamos delante de nuestro
primer coche, recién salido de fábrica: Un 600 de dos puertas modelo D. No nos
poníamos de acuerdo a la hora de elegir el color y al final lo compramos
blanco, como tú querías. Te dejé ganar, como siempre. Las veces que te he
llevado la contraria han sido solo para pincharte. Jamás me hubiera perdonado
ser el causante de que se derramara una sola lágrima de esos preciosos ojos.
«—Ese color es un verde
confuso. No es verde, no es celeste. ¡Ni siquiera es un color!»
—Exacto. Así llamaste al
tono que me gustaba. Aún me producen risas tus palabras. Al vendedor te lo
ganaste con tu simpatía. Eres de León pero argumentas como una gaditana.
¡Cuántas veces no habremos contado esta anécdota! No te lo he dicho, pero ese
verde "confuso" me recordaba mi paso por la Legión, allá en Ceuta. Me
quedaban dos meses de mili, y sin familia a la que volver, pensaba continuar en
el ejército, pero te conocí. Una tarde de primavera en el Retiro te convertiste
en todo mi mundo; esos ojos verdes tuyos sí que me confundieron y la Legión
perdió a quien podía haber sido uno de sus mejores hombres. Mira, aquí
embarazada de María Victoria. ¿Recuerdas el día que la concebimos, nuestra
primera vez? Eso no fue un penalti, como lo llamó tu hermana, fue un partido
completo. Sé que no lo hemos hablado: los tabús, la educación, pero te lo digo
ahora: ese día me ataste a ti y nada tuvo que ver la niña. Fueron tus ojos, tus
manos, tu cuerpo. Nunca te avergüences por saber hacer feliz a tu marido.
Cuando se enteró tu familia, ¡qué rápido fue tu padre, organizando la boda! me
pagó hasta el alquiler del traje porque no tenía ninguno. En esta foto estoy
con tu tía Flora, la madrina, camino al altar. Me llamó sinvergüenza y algunas
palabras más que no se debían pronunciar en una iglesia, ¡vaya carácter! En
poco tiempo me la gané. Quiero que sepas que nunca me he arrepentido de casarme
contigo. Eres preciosa, antes y ahora. Les dije a todos que había encontrado la
mejor mujer del mundo; lo sabían, saltaba a la vista. En nuestra casa se comían
sopas en el suelo, nunca nos vieron con manchas o con la ropa arrugada y con
cuatro perras servías manjares para mesas de reyes. Además, ahorrabas sin ser
tacaña; una hormiguita. Mi sueldo de mecánico era chicle en tus manos. Por eso
podíamos irnos de vacaciones.
«—Desenchufa el frigorífico
y deja la puerta abierta. Retira el cabezal de la bombona de butano. Asegúrate
que has cortado el agua. Quita los plomillos…»
—Me acuerdo de tus palabras.
Durante muchos años me encargaste esas tareas, antes de marcharnos de Madrid,
los quince días de permiso. Al principio, cuando tu padre vivía, nos íbamos de
vacaciones a Morgovejo. Al morir fue cuando compramos el apartamento en
Benicassim. Déjame pensar. Tu padre murió en febrero y firmamos las escrituras
a finales de mayo. ¡Qué vacaciones! El coche cargado hasta las trancas y cómo
no, tu familia. Ya sabemos el dicho: si Mahoma no va León, la familia viene a
Castellón. Nuestro apartamento se llenaba. Quince días durmiendo como chinches
y comiendo de rancho, pero lo pasábamos bien. Te faltaba tiempo para agasajar a
todos. Al principio, Miguel, el marido de tu hermana Francisca, me dijo que
íbamos a medias. Cariño, el escote solo lo vi en tu bañador, él no sacaba la
cartera ni para bañarse. ¿Cuántos años veraneamos con ellos? Más de veinte,
¿no? Dejamos de ir cuando los chicos se hicieron mayores y después,… vendí el
apartamento. Tu hermana y tu cuñado no han puesto los pies en este piso, hace
mucho. Hará unos quince años que no les veo. Para lo que vinieron la última
vez, mejor que se hubieran quedado en el pueblo. Eso sí, me llaman por Navidad,
como en el anuncio del turrón. Juana, ¿recuerdas el año que nos entró un okupa
mientras estábamos de vacaciones?
«—Manuel, ¿has comprobado
que las ventanas estén cerradas?»
—Sí, esa era la pregunta que
me hacías siempre. Aquel año te dije que sí, pero no lo había hecho, te mentí y
es cierto que las mentiras tienen las patas muy cortas. Para una vez que no lo
compruebo, dejamos abierta la puerta que daba al patio y se nos coló un
indigente. Estuvo viviendo los quince días a cuerpo de rey. Se ventiló todas
las conservas que guardabas y el rioja que me regalaron con la cesta de Navidad
y reservaba para una ocasión especial. Cuando volvimos, lo encontramos
durmiendo en el sofá (gracias a eso compramos uno nuevo). No quisiste que
llamara a la policía. Le diste doscientas pesetas y un par de bocadillos que
los niños no se habían comido por el camino. Eso sí, cuando se marchó,
fumigaste toda la casa. Acabaste con toda la fauna invertebrada y microscópica
del lugar. Se debió de correr la voz entre el mundo de los insectos, porque
desde entonces, ni una hormiga se ha atrevido a acercarse a esta casa. Ha
llegado la hora. ¿Dónde he puesto las pastillas?...¡Ah, están aquí, en el
bolsillo de la chaqueta! Los chicos vendrán pronto y hay que prepararse. ¿Está
bien el nudo de la corbata? Cada día olvido más cosas y a veces hasta nuestros
hijos me perecen extraños. Juana, me da miedo olvidarme de ti. Dame la mano,
cariño. Entramos juntos en esta casa, salgamos juntos de ella.
El timbre sonó y después se
oyó la llave en el bombín de la cerradura.
—¿Papá? Tenemos que irnos.
—María Victoria entró en el salón —Papá despierta, ¡papá! …¡Papá!
José Manuel el hermano de
María Victoria y Cristóbal, su marido, entraron corriendo al oír los gritos.
Manuel, sentado en el sofá, con el semblante tranquilo, descansaba ya para
siempre. La hija, recogió el álbum de fotos que sostenía su padre sobre el
regazo y se abrazó a él. Recordó la última conversación que habían mantenido.
—Él no se quería venir a
vivir conmigo. Ayer fue la última vez que me pidió que le dejara quedarse.
"Tu madre me cuida muy bien", me dijo. Le volví a explicar que
con su demencia senil no era posible. Pensé que lo había entendido. —lloraba.
—Quince años desde la muerte
de mamá y nunca lo aceptó. El día que vinieron los tíos para el entierro,
recuerdo lo que les dijo: «mi Juana no se ha ido a ninguna parte.» Creo que ese
día fue él quien emprendió la marcha y nos ha ido dejando poco a poco —José
Manuel sacó un pañuelo y se secó los ojos.
Cristóbal descolgó el
teléfono.
—¿Urgencias? Mi suegro ha
muerto. Es posible que se haya quitado la vida.
FIRMA:
María Dolores Jiménez
García.
No hay comentarios:
Publicar un comentario