De chiquillo, no le habían
tratado bien; le atizaban empellones, casi a diario le enviaban a la cama sin
cenar y la gente murmuraba que Julián, más que como hijo, en su casa ejercía de
doméstico:
—Si es que… eres un inútil,
anda, anda, deja eso que no sabes hacer nada y trae el agua. ¡Ay, qué va ser de
ti cuando yo me muera! —solía decir resoplando con fuerza la Juliana a su hijo.
—Pero madre…
Quizá por eso, Julián no se
lo pensó dos veces cuando, años más tarde, a poco de cumplir los veinticuatro,
la señora Concha, con inconfesables intenciones, lo paró en el paseo diciéndole:
—Oye, Julián, ¿tú estás
ennoviado?
Julián, después de aspirar el
agradable aroma de pasteles que le llegaba de una bandeja hábilmente manejada
por un camarero del cercano Café de Labradores, comprobar la hora en su reloj
de pulsera y dar un par de golpecitos en el suelo con la puntera del zapato
derecho, alguno de los escasos transeúntes de la calle Mayor murmuraron que le
oyeron decir:
—No, señora.
La señora Concha, viuda ya
más de tres años, era de aparatosos gestos, hablaba con firmeza y adoptaba en
público aires de grandeza. Tenía la tez blanca, el pelo negro y lustroso y casi
quince años más que Julián; pero al igual que estaba de buen ver también
estaba necesitada de un acompañante con quien compartir penas y mitigar
sofocos; y a Julián, entonces joven y apuesto, le vino al pelo.
—Escucha, Julián, ¿a ti te
gusta el té con pastas?
Poco le costó al joven salir
corriendo de su casa y caer en la de la señora Concha.
La boda dio mucho que hablar,
la Juliana aprovechó para echar alguna lágrima y dejar claro que ella no
gastaba los pocos ahorrillos que disponía en aquella boda:
—Ay, si yo pudiera, pero no
tengo, tu pobre padre me dejó sin blanca, y tú... bien lo sabe Dios, si yo
pudiera…
Pero no hizo falta, la señora
Concha tenía mucho y más y el convite, aunque algo escaso, fue del beneplácito
de todos.
En el banquete corrió el té
con pastas, el vino dulce, y no faltó el embutido y algún que otro plato con
lonjas de jamón serrano. Julián no cabía de gozo, no se sabe bien si por la
boda o porque por fin se alejaba de su casa y podía vivir liberado de su madre.
Y así anduvo después de casado, sonámbulo más de veinte días, pero pronto se
acostumbró a la nueva vida. Por las mañanas se atusaba el limitado bigotillo
que lucía por indicación de su esposa, se embadurnaba el rizado pelo negro de
gomina y, tras sacarle brillo a los zapatos, salía muy dispuesto a atender bien
y con soltura el mostrador de la ferretería que regentaba la señora Concha
desde que diez años antes la heredara de su padre. En poco tiempo, Julián
aprendió al dedillo aquello de la métrica de los tornillos y se hizo un maestro
en el manejo de las herramientas de carpintería.,
—No, señor, para eso es mucho
mejor usar el botador; mire, si usted necesita que los clavos queden empotrados…
Y Julián explicaba con
lucidez y cognición la usanza de la herramienta.
Y le hacían caso. Y la
compraban.
La señora Concha por su parte
se aplicaba a la contabilidad del negocio, pues de eso sabía largo.
—Mira, Julián, tú de
herramientas bien, pero de matemáticas lo que se dice de matemáticas, pues no.
—Es que a mí las cuentas…
—¿Pero qué va a ser de ti
cuando yo me muera? —le decía soltando un sonoro y prolongado suspiro.
Por las tardes, cuando el
tiempo lo permitía, salían de paseo por la calle Mayor. Ella siempre muy
peripuesta, con la cabeza manifiestamente elevada, que solo inclinaba para
saludar, y dándose fuerte golpes en el pecho con un abanico granate grabado con
dibujos chinos. Unos metros detrás le seguía Julián arrastrando los pies con
pasitos cortos, siempre cargado con algún que otro paquete, calle Mayor arriba
y abajo, a veces se sentaban en la terraza del Café de Labradores y allí
tomaban té con pastas, pues a ella le parecía muy fino y de saber estar.
—Mira, Julián, desengáñate,
donde esté un té al limón acompañado de unas pastas secas, que se quiten esas
tontunas del vermut con aceitunas —decía la señora Concha mientras se limpiaba
con el pico la servilleta la esquina del labio.
Dicen las malas lenguas que
andado el tiempo, la señora Concha empezó a pegarle voces y hasta algún que
otro pescozón que Julián aguantaba estoicamente, pero eso no se sabe de cierto.
Y así pasaron los últimos quince años.
Un día la señora Concha se
quedó en la cama, lo justificó con un ligero dolor de cabeza pero anduvo allí
metida casi una semana. Julián, por su parte, ante aquella situación, trataba
de satisfacerle con esmero, le llevaba la comida, le mullía la almohada y, a
veces, jugaban al parchís.
—Seis y tiro otra vez. ¡Ay!,
Julián, ¿qué va ser de ti si yo me muero?
—Pero, era un cinco, Concha.
—Calla, si es que no sirves
para nada. ¡Ay!, Julián, ¿qué va a ser de ti si yo me voy?
Nadie lo esperaba. Pero lo
cierto es que al séptimo día murió. La agonía fue vista y no vista, poco antes
de cenar, la señora Concha tosió dos veces, hizo un amago de levantarse,
inclinó la cabeza sobre el pecho y en un instante quedó tersa y fría como una
llave.
A la hora del sepelio, fueron
muchos los conocidos y amigos que acudieron a la casa de la muerta; de
parientes, pocos, que de eso la señora Concha andaba escasa. Un primo lejano
que vino de La Coruña, su marido Julián y su suegra la Juliana, pero esta no
cuenta, que ya andaba mayor y no estaba para trotes. Más tarde, camino del
cementerio, en la comitiva acompañante solo se oía un murmullo:
—¿Y qué va a ser de este
hombre ahora? ¡Siempre detrás de ella y ahora solo!
Pues fue, que después de la
muerte de la señora Concha, Julián anduvo silente más de veinte días, pero
pronto se acostumbró a la nueva vida, ahora ya no iba a la ferretería, que se
levantaba con el sol bien trepado al cielo, comenzó a fumar, se compró un traje gris marengo, una gorra de pana marrón estilo inglés y se aplicó a pasear la calle Mayor, acera arriba y acera abajo.
—Pero, hombre, Julián —le decían—, ¡parece que te has echado al monte!
Julián solía responder poniendo un gesto algo picarón:
—Pues, sí, ¡ya ve usted! Yo
no sé lo que me pasó, pero morir mi difunta y echar a andar fue todo uno, ¿qué
quiere usted?, y aquí me tiene, ¡de paseante!
—Ya lo veo, ya.
Pero pronto dejó los
paseos y la gente murmuraba que se le podía ver a diario sentado en algún
velador de la terraza del Café de Labradores disfrutando un vasito de vermut
acompañado de unas olivas preñadas de anchoa.
—Mire, usted, no me traiga
olivas, no, señor, que hoy es domingo, y hay que celebrarlo; haga el favor de
ponerme una ración de gambas.
Sentado en aquel velador,
dejaba pasar la vida y la gente al verle allí sentado solía murmurar:
—Pobrecillo, mírale, ¿y qué
va a hacer ahora con su vida?
Pero claro, ellos no sabían
que él no pensaba hacer nada, que ahora la vida para Julián era otra cosa.
Julio Pina Fernández
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