miércoles, 17 de junio de 2015

5. EXPIACIÓN. por FRANCISCO J. BARATA BAUSACH

5. "Expiación"

Él esperaba sentado en su silla de ruedas como cada día que coleccionaba en semana tras semana hasta completar meses, e inexorable pasa el tiempo y por cada docena viene un año para que sangrando de monotonía ya sean tres los años pasados.
Pasarían a recogerlo para llevarle al Centro de Rehabilitación. Frisaba los cuarenta, el sufrimiento mental le sugería mayor.
Una vez fue hombre alegre, galán, conquistador, amante delicado cuando el amor surgía. Ahora, desde aquel accidente, sus cuidadores del Centro comentan no haberlo visto reír nunca, y los amigos no decían nada porque no quería recibirlos.
Sixto, así le llamaban, tenía claro no tener ningún motivo para reír, si me apuran, según él no tenía ningún motivo para vivir, pensaba no merecerlo desde aquella lluviosa noche, cuando ocurrió el trágico incidente.
Su coche derrapó en una curva despeñándose por un ribazo, él quedó parapléjico, su chica se despidió de la vida.
Nadie tuvo la culpa, decían los amigos, también el atestado de Tráfico, pero Sixto no se perdonaba haber cogido el coche aquella noche de perros.
Su novia insistió en quedarse en casa amándose al calor del fuego. Sixto no le hizo caso y no se perdonaba. Ella muerta, él postrado, jodido y con toda la vida por delante para sufrir lo que sufría, cada día, de cada semana, de cada mes, de cada año y ya van tres.
En el Centro, todos los días ejercicios rutinarios que hacía con desgana.
Era tosco, descortés, poco faltaba para grosero. Más le jodía que sus cuidadores nunca daban una mala contestación a sus desplantes, siempre intentando animarle, pero él con desdén, les decía, "Vosotros podéis andar, besar a vuestra novia, yo jamás haré ni una cosa ni otra". Pero oír su voz no era fácil, por lo general el silencio era su única respuesta.
El sicólogo del centro sufría su carácter cada semana, el día de consulta.
La única frase y la más larga que Sixto le dijo fue, "Vete a tomar por culo", y fue en la primera sesión cuando comenzaba la terapia. Algunos compañeros del Centro, dicen con sorna que Menéndez, el sicólogo, aun añora esa amena conversación. Como siempre, ni les mira ni les contesta. Desde ese día, la terapia es una hora de silencio en respuesta al "Buenas tardes" del sicólogo.
Sixto no está en el Centro, está en su purgatorio, con la vida enfurecido desde aquella maldita noche.
Vivía solo, le visitaba todos los días su hermana para ayudarle en lo que podía, era soltera y como único hermano estaban muy unidos desde que sus padres fallecieron hace años. Con Pepi, nunca utilizó la ira, la adoraba, con ella vivía sus momentos menos tristes, pero ni reír podía, en su regazo lloraba desconsolado ante la impotencia de su hermana.
Lo habría tenido fácil, era cazador, pero no se quitó de en medio por Pepi, no podía abandonarla.
Un día, mas cansino y malhumorado como siempre que llovía, cuando sus recuerdos se hacían más presentes, llegó una paciente nueva.
Por su experiencia de las diversas tragedias que la desgracia, el destino o lo que coño fuera llevan a la gente allí, intuyó que estaba tetrapléjica, solo podía mover la cabeza, se cruzaron un momento mientras la llevaban a sus ejercicios, la miró y vio un maltratado rostro, con ojeras, demacrada por el sufrimiento, pero con una sonrisa luciendo en su cara.
La sonrisa le dejó perplejo, no entendía cómo tenía motivos de alegría.
Como era natural, de allí nadie sale corriendo, todos los días se cruzaban por las terapias y siempre su sonrisa, su aparente alegría, los chistes con sus cuidadores confundían a Sixto. Él notaba como le sonreía cuando sus miradas se cruzaban, había perdido hace mucho tiempo el interés en las mujeres, pero aquella joven le intrigaba, su raciocinio no entendía aquel buen humor.
Resuelto, una mañana esperaba abordarla, cuando vio asombrado que aparecía por la puerta manejando su silla con la boca. Volvió la mirada atrás por si no se dirigía hacia él. Cuando paró delante, no le cupo duda.
-Hola, me llamo Paula, ¿y tú?, le preguntó con su sempiterna sonrisa.
-Yo, Sixto. Y se quedó callado.
-No eres muy hablador por lo que veo. Insistió Paula.
-Paula, no tengo motivos para serlo, con la que me ha caído.
-¿Quieres decir que, con la que me ha caído a mí, debería estar siempre callada, enfadada y amargada como tú?, preguntó molesta Paula.
-En tu situación no querría estar vivo. ¿Para qué, Paula?
-Pues mira gilipollas, yo estoy alegre por vivir. La contestación fue tajante. Dio media vuelta, marchándose de muy mala leche, asomaban gotas de aflicción de sus grandes ojos.
En su cabeza, demasiado atormentado por la culpa, cada día distorsionando más su realidad al no poder asumir las consecuencias de su desatino, no cabía en su cabeza la idea de que con su tetraplejia Paula quisiera vivir, es más, se comportaba con alegría cuando su vida debía ser un tormento. Mentía, era imposible, Paula era una hipócrita. Vivir como ella era morir cada día.
Estuvo varios días pensativo, más iracundo si fuera posible. Una tarde decidió darle una lección a Paula por farsante y de paso conseguir lo que su mente le pedía con obsesión enfermiza.
Al día siguiente sin previo aviso, cuando Paula pasaba cerca de una escalera, Sixto la embistió con su silla haciéndola rodar escalera abajo entre gritos, mezcla de sorpresa y dolor.
Desde el fondo del pasillo, horrorizado por lo visto, Fulgencio el sicólogo corrió hacia la escalera, mientras gritaba llamando a los celadores.
Sixto, le miró con una sonrisa cínica, la primera en tres años, ahora sí que expiaría su culpa como su mente le exigía, desde aquella maldita noche.

Francisco Juan Barata Bausach


4. MI TIO MIQUEL, por JOSE SANCHIS CISCAR

4. MI TIO MIQUEL       
  
Mi abuela siempre le decía:
-No te fiques en líos, Miquel.
Pero Miquel lo llevaba en la sangre, su padre, mi abuelo Miguel era militante de la CNT. Aunque hay que reconocer que lo era por sus aficiones teatrales. La CNT de Mislata tenía un grupo que todos los meses representaban una obra del repertorio clásico español.
Miquel, con doce años leía los textos con verdadera devoción. Como enseguida se los aprendía, le propusieron hacer de apuntador.  Su obra favorita era Don Juan Tenorio. Se podían pasar horas y horas recitando aquello de: "no es verdad, ángel de amor que en esta apartada orilla…"
 El galán joven de la "compañía" era Pepe, que trabajaba en una imprenta del Paseo de la Pechina. Pepe sí era un verdadero sindicalista. En sus ratos libres leía a Bakunin y le explicaba a Miquel la ideología anarquista. Era un devoto de Durruti, a quien seguía por las noticias de los periódicos y los boletines internos del sindicato. Así transcurrieron los años de la República.
Por su mediación, mi tío Miquel se empleó en la imprenta. Mientras le enseñaban los secretos del oficio, también lo utilizaban para hacer recados. Conoció a Isabel, la hija del propietario. Con solo 15 años era una joven que lo enamoró nada más verla.
 Cuando el 18 de julio las emisoras de radio difundieron la noticia del golpe de estado, Pepe y  Miquel acudieron a la central sindical para reclamar armas y una vez conseguidas, junto a otros camaradas se dirigieron al cuartel de la Alameda para hacer frente a los militares sublevados. Cumplida esta misión con éxito, con el tiempo justo de despedirse de sus novias y familiares, el sindicato les facilitó unos camiones con los que marcharon al frente.
Miquel enviaba todas las semanas una carta, tanto a sus padres como a Isabel. Con unas letras redondas y una perfecta redacción les explicaba su vida en los diferentes destinos: Aragón, Madrid, Cataluña…
Cuando terminó la guerra, la mayoría de los jóvenes  fueron volviendo al pueblo. Pero de Miquel no había ninguna noticia. A los dos meses  volvieron a recibir sus cartas, tan esperadas. Pero la letra había cambiado y apenas pudieron entender  que se encontraba en algún lugar de Cádiz, preso y condenado a muerte.
Mis abuelos, Isabel y su familia acudieron a las autoridades locales y al señor cura. Pero no sacaron nada en claro de aquellas gestiones. Unos días después, Isabel desapareció. Durante tres semanas nadie conoció su paradero. Regresó convertida en otra mujer. De su juventud no quedaba nada. Su cuerpo parecía que se había encogido y su mirada extraviada no presagiaba nada bueno sobre su estado mental. No quiso explicar dónde había estado y qué experiencias había podido vivir en esas tres semanas. Únicamente decía que ahora tenía poderes espiritistas, que sabía comunicarse con los muertos.
Los familiares de otros jóvenes también desaparecidos acudían a ella. Hacían sesiones cuyo contenido siempre fue un secreto para todos.
Al cabo de pocos meses, Isabel volvió a desaparecer, esta vez de forma definitiva. Sobre la mesa del comedor de su casa dejó una nota a sus padres: "No me esperéis. Me voy en busca de la luz y la verdad. Adiós."
Nunca más se supo nada de ella
De nuevo las gestiones ante las autoridades no dieron ningún fruto. La contestación que recibieron fue una frase que mucho después siguen repitiendo los hijos y nietos de aquellos que mandaban entonces.
 Les decían : "mejor no meneallo".

  
JOSE SANCHIS CISCAR


3. NUNCA ES TARDE, por ALFONSO GAMO

3. NUNCA ES TARDE

Aquella mañana bajé más tarde de lo habitual, pero tuve suerte porque aún quedaban dos lugares libres. Azucena, la bibliotecaria, había guardado en su mesa el libro con el que me entretenía desde hacía una semana. Se trataba de un grueso volumen de la Historia General de España y América, de Ediciones Rialp, en el que se contaba la expedición de Pedro Fernández de Quirós a la isla de Australia.
            Desde niño me gustó la historia y también las biografías. Don Emiliano me metió en el cuerpo el gusto por la lectura y luego más tarde, ya en la Academia, me convertí en asistente habitual de la tertulia del comandante Lara en la que se comentaban los aciertos y errores de las grandes batallas.
Con el tiempo, se fue haciendo más grata la compañía de libros que la que me proporcionaban las mujeres, los familiares o los compañeros de armas.
Por eso me refugiaba en la biblioteca. Por eso, y porque allí nadie se sentía obligado a iniciar la conversación, o lo que era peor, tener que corresponderla.
Sin embargo aquel confortable silencio se rompió en ese instante por el crujido de unas patas de madera arrastrándose por el terrazo. No pude por menos que levantar los ojos con disimulo para ver quién había ocupado el asiento de aquella forma tan poco considerada.
La conocía de vista, pero no había cruzado una palabra con ella. Es cierto que me pareció atractiva —llamaba la atención por sus ondulados cabellos blancos— pero el calificativo que me vino a la mente fue, sin duda, el de escandalosa. No contenta con el anuncio de su llegada nos obsequió con todo tipo de sonidos mientras aguardaba que le sirvieran el libro: el broche del bolso que se abre y se cierra, las pulseras de la muñeca chocando entre sí, los suspiros profundos colgándose del aire...
Traté de concentrarme en la lectura pero, cuando estaba a punto de partir con don Pedro desde El Callao, me pareció percibir una especie de gimoteos. Ladeé ligeramente la cabeza para paliar la acusada pérdida del oído izquierdo y poder confirmar la sensación; sin embargo, lo que me llegó ―con sorprendente claridad― fue el sonido de una estrepitosa sonada de nariz. Quise lanzar una mirada de desaprobación y me topé con sus ojos azules, medio enrojecidos y acuosos; solo pude desviar los míos a un lado y otro de la sala haciendo como que buscaba a alguien.
―Disculpe señor ―me dijo―, ¿tendría usted un bolígrafo, o un lápiz.... algo con qué escribir?
Eché mano al bolsillo interior de la chaqueta y palpé la estilográfica que me habían regalado mis sobrinos cuando cumplí los ochenta años, pero dudé un momento al pensar que la tinta podría estar seca, ya que solía utilizar con más frecuencia el bolígrafo que, como un marido celoso y fiel, siempre estaba a su lado.
Con una mueca que quería parecer una sonrisa y con algo de vanidad decidí alcanzarle la Parker con capuchón de oro. Casi ni la miró.
―¿Y papel... tendría usted papel? ―insistía ahora.
Busqué afanosamente por mis bolsillos y en los departamentos de la billetera, pero como suele ocurrir casi nunca aparece nada cuando lo necesitas. Me levanté de inmediato y le dije que aguardara un momento mientras me dirigía a la mesa de la entrada.
―Azucena, guapa, mira a ver si me puedes dar una hoja de papel. A ver si esa señora deja de dar la lata. 
Regresé a mi sitio y le alcancé el papel. Me dio las gracias un tanto distraída puesto que hojeaba el libro impulsivamente, hasta que se detuvo en una página. Entonces, cogió el folio, lo partió por la mitad y escribió unas cuantas líneas. Leyó lo que había escrito (yo traté de hacer lo mismo fijándome en sus labios), hizo dos dobleces y lo guardó en el bolso. A continuación tomó la otra mitad y escribió de nuevo algunas palabras, no más de dos o tres líneas.
―Gracias ―dijo mientras se levantaba― ha sido muy amable. Tome, es para usted― y noté el roce de su mano al entregarme el trozo de papel.

Lamentando mi amor y tu desdén altivo
vive, créeme, no esperas a mañana
coge desde hoy las rosas de la vida.



Autor: Luis Alfonso GAMO RODRÍGUEZ

2. Volver a verte, por Mariló Jiménez

2. Volver a verte.

Todo está empaquetado y las cajas se apilan en las habitaciones. Reliquias de una vida que irían a parar a un trastero, según les oí comentar a mis hijos; ¡qué más daba! Tanto la casa como lo demás dejarían de ser míos muy pronto. ¿Qué importan unos cuantos cachivaches comparado con todo lo que atesoro en mi memoria?, ese trastero sí que está lleno y se viene conmigo. Después de dar una vuelta por las habitaciones vacías, cojo un vaso de agua y mis pastillas y me dirijo al salón. Esperaré a que vengan a por mí. Coloco el vaso sobre la mesita de madera envuelta en una manta y preparada para la mudanza. El sofá se queda, lleva demasiados años a cuestas y no le interesa a nadie. Tampoco la librería hecha a mano que ocupa la pared de enfrente. Mi Juana la vio en una revista y con el recorte nos fuimos al carpintero. Es exacta a la del modelo. Nos costó más de cincuenta mil pesetas de entonces, pero ella se lo merecía todo. El mueble, ahora vacío, estuvo repleto de libros, fotos, recuerdos…
Al lado del sofá, los de la mudanza han dejado una caja abierta. Dentro, los álbumes donde se guardan las instantáneas de nuestra vida.
—¡Estás aquí! Siéntate cariño, todavía es pronto. Echemos un último vistazo antes de irnos. Eras una buena fotógrafa, sabías cuando pulsar el disparador para conseguir la toma perfecta. ¡Aquellas tardes invernales sentados a la mesa camilla! Mientras yo leía, tú colocabas y ordenabas los álbumes.
«—Nadie podrá decir que no existimos. Estoy dejando un rastro de nuestro paso por el mundo.»
—Sí, esa era tu respuesta cuando yo te decía que para que te molestabas, si nadie se interesaba por ellos. Mil novecientos sesenta y tres. Aquí estamos delante de nuestro primer coche, recién salido de fábrica: Un 600 de dos puertas modelo D. No nos poníamos de acuerdo a la hora de elegir el color y al final lo compramos blanco, como tú querías. Te dejé ganar, como siempre. Las veces que te he llevado la contraria han sido solo para pincharte. Jamás me hubiera perdonado ser el causante de que se derramara una sola lágrima de esos preciosos ojos.
«—Ese color es un verde confuso. No es verde, no es celeste. ¡Ni siquiera es un color!»
—Exacto. Así llamaste al tono que me gustaba. Aún me producen risas tus palabras. Al vendedor te lo ganaste con tu simpatía. Eres de León pero argumentas como una gaditana. ¡Cuántas veces no habremos contado esta anécdota! No te lo he dicho, pero ese verde "confuso" me recordaba mi paso por la Legión, allá en Ceuta. Me quedaban dos meses de mili, y sin familia a la que volver, pensaba continuar en el ejército, pero te conocí. Una tarde de primavera en el Retiro te convertiste en todo mi mundo; esos ojos verdes tuyos sí que me confundieron y la Legión perdió a quien podía haber sido uno de sus mejores hombres. Mira, aquí embarazada de María Victoria. ¿Recuerdas el día que la concebimos, nuestra primera vez? Eso no fue un penalti, como lo llamó tu hermana, fue un partido completo. Sé que no lo hemos hablado: los tabús, la educación, pero te lo digo ahora: ese día me ataste a ti y nada tuvo que ver la niña. Fueron tus ojos, tus manos, tu cuerpo. Nunca te avergüences por saber hacer feliz a tu marido. Cuando se enteró tu familia, ¡qué rápido fue tu padre, organizando la boda! me pagó hasta el alquiler del traje porque no tenía ninguno. En esta foto estoy con tu tía Flora, la madrina, camino al altar. Me llamó sinvergüenza y algunas palabras más que no se debían pronunciar en una iglesia, ¡vaya carácter! En poco tiempo me la gané. Quiero que sepas que nunca me he arrepentido de casarme contigo. Eres preciosa, antes y ahora. Les dije a todos que había encontrado la mejor mujer del mundo; lo sabían, saltaba a la vista. En nuestra casa se comían sopas en el suelo, nunca nos vieron con manchas o con la ropa arrugada y con cuatro perras servías manjares para mesas de reyes. Además, ahorrabas sin ser tacaña; una hormiguita. Mi sueldo de mecánico era chicle en tus manos. Por eso podíamos irnos de vacaciones.
«—Desenchufa el frigorífico y deja la puerta abierta. Retira el cabezal de la bombona de butano. Asegúrate que has cortado el agua. Quita los plomillos…»
—Me acuerdo de tus palabras. Durante muchos años me encargaste esas tareas, antes de marcharnos de Madrid, los quince días de permiso. Al principio, cuando tu padre vivía, nos íbamos de vacaciones a Morgovejo. Al morir fue cuando compramos el apartamento en Benicassim. Déjame pensar. Tu padre murió en febrero y firmamos las escrituras a finales de mayo. ¡Qué vacaciones! El coche cargado hasta las trancas y cómo no, tu familia. Ya sabemos el dicho: si Mahoma no va León, la familia viene a Castellón. Nuestro apartamento se llenaba. Quince días durmiendo como chinches y comiendo de rancho, pero lo pasábamos bien. Te faltaba tiempo para agasajar a todos. Al principio, Miguel, el marido de tu hermana Francisca, me dijo que íbamos a medias. Cariño, el escote solo lo vi en tu bañador, él no sacaba la cartera ni para bañarse. ¿Cuántos años veraneamos con ellos? Más de veinte, ¿no? Dejamos de ir cuando los chicos se hicieron mayores y después,… vendí el apartamento. Tu hermana y tu cuñado no han puesto los pies en este piso, hace mucho. Hará unos quince años que no les veo. Para lo que vinieron la última vez, mejor que se hubieran quedado en el pueblo. Eso sí, me llaman por Navidad, como en el anuncio del turrón. Juana, ¿recuerdas el año que nos entró un okupa mientras estábamos de vacaciones?
«—Manuel, ¿has comprobado que las ventanas estén cerradas?»
—Sí, esa era la pregunta que me hacías siempre. Aquel año te dije que sí, pero no lo había hecho, te mentí y es cierto que las mentiras tienen las patas muy cortas. Para una vez que no lo compruebo, dejamos abierta la puerta que daba al patio y se nos coló un indigente. Estuvo viviendo los quince días a cuerpo de rey. Se ventiló todas las conservas que guardabas y el rioja que me regalaron con la cesta de Navidad y reservaba para una ocasión especial. Cuando volvimos, lo encontramos durmiendo en el sofá (gracias a eso compramos uno nuevo). No quisiste que llamara a la policía. Le diste doscientas pesetas y un par de bocadillos que los niños no se habían comido por el camino. Eso sí, cuando se marchó, fumigaste toda la casa. Acabaste con toda la fauna invertebrada y microscópica del lugar. Se debió de correr la voz entre el mundo de los insectos, porque desde entonces, ni una hormiga se ha atrevido a acercarse a esta casa. Ha llegado la hora. ¿Dónde he puesto las pastillas?...¡Ah, están aquí, en el bolsillo de la chaqueta! Los chicos vendrán pronto y hay que prepararse. ¿Está bien el nudo de la corbata? Cada día olvido más cosas y a veces hasta nuestros hijos me perecen extraños. Juana, me da miedo olvidarme de ti. Dame la mano, cariño. Entramos juntos en esta casa, salgamos juntos de ella.
El timbre sonó y después se oyó la llave en el bombín  de la cerradura.
—¿Papá? Tenemos que irnos. —María Victoria entró en el salón —Papá despierta, ¡papá! …¡Papá!
José Manuel el hermano de María Victoria y Cristóbal, su marido, entraron corriendo al oír los gritos. Manuel, sentado en el sofá, con el semblante tranquilo, descansaba ya para siempre. La hija, recogió el álbum de fotos que sostenía su padre sobre el regazo y se abrazó a él. Recordó la última conversación que habían mantenido.
—Él no se quería venir a vivir conmigo. Ayer fue la última vez que me pidió que le dejara quedarse. "Tu madre me cuida muy bien", me dijo. Le volví a explicar que con su demencia senil no era posible. Pensé que lo había entendido. —lloraba.
—Quince años desde la muerte de mamá y nunca lo aceptó. El día que vinieron los tíos para el entierro, recuerdo lo que les dijo: «mi Juana no se ha ido a ninguna parte.» Creo que ese día fue él quien emprendió la marcha y nos ha ido dejando poco a poco —José Manuel sacó un pañuelo y se secó los ojos.
Cristóbal descolgó el teléfono.
—¿Urgencias? Mi suegro ha muerto. Es posible que se haya quitado la vida.

FIRMA:
María Dolores Jiménez García. 

1. EL INUTIL, por JULIO PINA FERNANDEZ


 1. El inútil

De chiquillo, no le habían tratado bien; le atizaban empellones, casi a diario le enviaban a la cama sin cenar y la gente murmuraba que Julián, más que como hijo, en su casa ejercía de doméstico:
—Si es que… eres un inútil, anda, anda, deja eso que no sabes hacer nada y trae el agua. ¡Ay, qué va ser de ti cuando yo me muera! —solía decir resoplando con fuerza la Juliana a su hijo.
—Pero madre…
Quizá por eso, Julián no se lo pensó dos veces cuando, años más tarde, a poco de cumplir los veinticuatro, la señora Concha, con inconfesables intenciones, lo paró en el paseo diciéndole:
—Oye, Julián, ¿tú estás ennoviado?
Julián, después de aspirar el agradable aroma de pasteles que le llegaba de una bandeja hábilmente manejada por un camarero del cercano Café de Labradores, comprobar la hora en su reloj de pulsera y dar un par de golpecitos en el suelo con la puntera del zapato derecho, alguno de los escasos transeúntes de la calle Mayor murmuraron que le oyeron decir:
—No, señora.
La señora Concha, viuda ya más de tres años, era de aparatosos gestos, hablaba con firmeza y adoptaba en público aires de grandeza. Tenía la tez blanca, el pelo negro y lustroso y casi quince años  más que Julián; pero al igual que estaba de buen ver también estaba necesitada de un acompañante con quien compartir penas y mitigar sofocos; y a Julián, entonces joven y apuesto, le vino al pelo.
—Escucha, Julián, ¿a ti te gusta el té con pastas?
Poco le costó al joven salir corriendo de su casa y caer en la de la señora Concha.
La boda dio mucho que hablar, la Juliana aprovechó para echar alguna lágrima y dejar claro que ella no gastaba los pocos ahorrillos que disponía en aquella boda:
—Ay, si yo pudiera, pero no tengo, tu pobre padre me dejó sin blanca, y tú... bien lo sabe Dios, si yo pudiera…
Pero no hizo falta, la señora Concha tenía mucho y más y el convite, aunque algo escaso, fue del beneplácito de todos.
En el banquete corrió el té con pastas, el vino dulce, y no faltó el embutido y algún que otro plato con lonjas de jamón serrano. Julián no cabía de gozo, no se sabe bien si por la boda o porque por fin se alejaba de su casa y podía vivir liberado de su madre. Y así anduvo después de casado, sonámbulo más de veinte días, pero pronto se acostumbró a la nueva vida. Por las mañanas se atusaba el limitado bigotillo que lucía por indicación de su esposa, se embadurnaba el rizado pelo negro de gomina y, tras sacarle brillo a los zapatos, salía muy dispuesto a atender bien y con soltura el mostrador de la ferretería que regentaba la señora Concha desde que diez años antes la heredara de su padre. En poco tiempo, Julián aprendió al dedillo aquello de la métrica de los tornillos y se hizo un maestro en el manejo de las herramientas de carpintería.,
—No, señor, para eso es mucho mejor usar el botador; mire, si usted necesita que los clavos queden empotrados…
Y Julián explicaba con lucidez y cognición la usanza de la herramienta.
Y le hacían caso. Y la compraban.
La señora Concha por su parte se aplicaba a la contabilidad del negocio, pues de eso sabía largo.
—Mira, Julián, tú de herramientas bien, pero de matemáticas lo que se dice de matemáticas, pues no.
—Es que a mí las cuentas…
—¿Pero qué va a ser de ti cuando yo me muera? —le decía soltando un sonoro y prolongado suspiro.
Por las tardes, cuando el tiempo lo permitía, salían de paseo por la calle Mayor. Ella siempre muy peripuesta, con la cabeza manifiestamente elevada, que solo inclinaba para saludar, y dándose fuerte golpes en el pecho con un abanico granate grabado con dibujos chinos. Unos metros detrás le seguía Julián arrastrando los pies con pasitos cortos, siempre cargado con algún que otro paquete, calle Mayor arriba y abajo, a veces se sentaban en la terraza del Café de Labradores y allí tomaban té con pastas, pues a ella le parecía muy fino y de saber estar.
—Mira, Julián, desengáñate, donde esté un té al limón acompañado de unas pastas secas, que se quiten esas tontunas del vermut con aceitunas —decía la señora Concha mientras se limpiaba con el pico la servilleta la esquina del labio.
Dicen las malas lenguas que andado el tiempo, la señora Concha empezó a pegarle voces y hasta algún que otro pescozón que Julián aguantaba estoicamente, pero eso no se sabe de cierto. Y así pasaron los últimos quince años.
Un día la señora Concha se quedó en la cama, lo justificó con un ligero dolor de cabeza pero anduvo allí metida casi una semana. Julián, por su parte, ante aquella situación, trataba de satisfacerle con esmero, le llevaba la comida, le mullía la almohada y, a veces, jugaban al parchís.
—Seis y tiro otra vez. ¡Ay!, Julián, ¿qué va ser de ti si yo me muero?
—Pero, era un cinco, Concha.
—Calla, si es que no sirves para nada. ¡Ay!, Julián, ¿qué va a ser de ti si yo me voy?
Nadie lo esperaba. Pero lo cierto es que al séptimo día murió. La agonía fue vista y no vista, poco antes de cenar, la señora Concha tosió dos veces, hizo un amago de levantarse, inclinó la cabeza sobre el pecho y en un instante quedó tersa y fría como una llave.
A la hora del sepelio, fueron muchos los conocidos y amigos que acudieron a la casa de la muerta; de parientes, pocos, que de eso la señora Concha andaba escasa. Un primo lejano que vino de La Coruña, su marido Julián y su suegra la Juliana, pero esta no cuenta, que ya andaba mayor y no estaba para trotes. Más tarde, camino del cementerio, en la comitiva acompañante solo se oía un murmullo:
—¿Y qué va a ser de este hombre ahora? ¡Siempre detrás de ella y ahora solo!
Pues fue, que después de la muerte de la señora Concha, Julián anduvo silente más de veinte días, pero pronto se acostumbró a la nueva vida, ahora ya no iba a la ferretería, que se levantaba con el sol bien trepado al cielo, comenzó a fumar, se compró un traje gris marengo, una gorra de pana marrón estilo inglés y se aplicó a pasear la calle Mayor, acera arriba y acera abajo.
—Pero, hombre, Julián —le decían—, ¡parece que te has echado al monte!
Julián solía responder poniendo un gesto algo picarón:
—Pues, sí, ¡ya ve usted! Yo no sé lo que me pasó, pero morir mi difunta y echar a andar fue todo uno, ¿qué quiere usted?, y aquí me tiene, ¡de paseante!
—Ya lo veo, ya.
 Pero pronto dejó los paseos y la gente murmuraba que se le podía ver a diario sentado en algún velador de la terraza del Café de Labradores disfrutando un vasito de vermut acompañado de unas olivas preñadas de anchoa.
—Mire, usted, no me traiga olivas, no, señor, que hoy es domingo, y hay que celebrarlo; haga el favor de ponerme una ración de gambas.
Sentado en aquel velador, dejaba pasar la vida y la gente al verle allí sentado solía murmurar:
—Pobrecillo, mírale, ¿y qué va a hacer ahora con su vida?
Pero claro, ellos no sabían que él no pensaba hacer nada, que ahora la vida para Julián era otra cosa.

Julio Pina Fernández