5. "Expiación"
Él esperaba sentado en su
silla de ruedas como cada día que coleccionaba en semana tras semana hasta
completar meses, e inexorable pasa el tiempo y por cada docena viene un año
para que sangrando de monotonía ya sean tres los años pasados.
Pasarían a recogerlo para
llevarle al Centro de Rehabilitación. Frisaba los cuarenta, el sufrimiento
mental le sugería mayor.
Una vez fue hombre alegre,
galán, conquistador, amante delicado cuando el amor surgía. Ahora, desde aquel
accidente, sus cuidadores del Centro comentan no haberlo visto reír nunca, y
los amigos no decían nada porque no quería recibirlos.
Sixto, así le llamaban,
tenía claro no tener ningún motivo para reír, si me apuran, según él no tenía
ningún motivo para vivir, pensaba no merecerlo desde aquella lluviosa noche,
cuando ocurrió el trágico incidente.
Su coche derrapó en una
curva despeñándose por un ribazo, él quedó parapléjico, su chica se despidió de
la vida.
Nadie tuvo la culpa, decían
los amigos, también el atestado de Tráfico, pero Sixto no se perdonaba haber
cogido el coche aquella noche de perros.
Su novia insistió en
quedarse en casa amándose al calor del fuego. Sixto no le hizo caso y no se
perdonaba. Ella muerta, él postrado, jodido y con toda la vida por delante para
sufrir lo que sufría, cada día, de cada semana, de cada mes, de cada año y ya
van tres.
En el Centro, todos los días
ejercicios rutinarios que hacía con desgana.
Era tosco, descortés, poco
faltaba para grosero. Más le jodía que sus cuidadores nunca daban una mala
contestación a sus desplantes, siempre intentando animarle, pero él con desdén,
les decía, "Vosotros podéis andar, besar a vuestra novia, yo jamás haré ni
una cosa ni otra". Pero oír su voz no era fácil, por lo general el
silencio era su única respuesta.
El sicólogo del centro
sufría su carácter cada semana, el día de consulta.
La única frase y la más
larga que Sixto le dijo fue, "Vete a tomar por culo", y fue en la
primera sesión cuando comenzaba la terapia. Algunos compañeros del Centro,
dicen con sorna que Menéndez, el sicólogo, aun añora esa amena conversación.
Como siempre, ni les mira ni les contesta. Desde ese día, la terapia es una
hora de silencio en respuesta al "Buenas tardes" del sicólogo.
Sixto no está en el Centro,
está en su purgatorio, con la vida enfurecido desde aquella maldita noche.
Vivía solo, le visitaba
todos los días su hermana para ayudarle en lo que podía, era soltera y como
único hermano estaban muy unidos desde que sus padres fallecieron hace años.
Con Pepi, nunca utilizó la ira, la adoraba, con ella vivía sus momentos menos
tristes, pero ni reír podía, en su regazo lloraba desconsolado ante la impotencia
de su hermana.
Lo habría tenido fácil, era
cazador, pero no se quitó de en medio por Pepi, no podía abandonarla.
Un día, mas cansino y
malhumorado como siempre que llovía, cuando sus recuerdos se hacían más
presentes, llegó una paciente nueva.
Por su experiencia de las
diversas tragedias que la desgracia, el destino o lo que coño fuera llevan a la
gente allí, intuyó que estaba tetrapléjica, solo podía mover la cabeza, se
cruzaron un momento mientras la llevaban a sus ejercicios, la miró y vio un
maltratado rostro, con ojeras, demacrada por el sufrimiento, pero con una
sonrisa luciendo en su cara.
La sonrisa le dejó perplejo,
no entendía cómo tenía motivos de alegría.
Como era natural, de allí
nadie sale corriendo, todos los días se cruzaban por las terapias y siempre su
sonrisa, su aparente alegría, los chistes con sus cuidadores confundían a
Sixto. Él notaba como le sonreía cuando sus miradas se cruzaban, había perdido
hace mucho tiempo el interés en las mujeres, pero aquella joven le intrigaba,
su raciocinio no entendía aquel buen humor.
Resuelto, una mañana
esperaba abordarla, cuando vio asombrado que aparecía por la puerta manejando
su silla con la boca. Volvió la mirada atrás por si no se dirigía hacia él.
Cuando paró delante, no le cupo duda.
-Hola, me llamo Paula, ¿y
tú?, le preguntó con su sempiterna sonrisa.
-Yo, Sixto. Y se quedó
callado.
-No eres muy hablador por lo
que veo. Insistió Paula.
-Paula, no tengo motivos
para serlo, con la que me ha caído.
-¿Quieres decir que, con la
que me ha caído a mí, debería estar siempre callada, enfadada y amargada como
tú?, preguntó molesta Paula.
-En tu situación no querría
estar vivo. ¿Para qué, Paula?
-Pues mira gilipollas, yo
estoy alegre por vivir. La contestación fue tajante. Dio media vuelta,
marchándose de muy mala leche, asomaban gotas de aflicción de sus grandes ojos.
En su cabeza, demasiado
atormentado por la culpa, cada día distorsionando más su realidad al no poder
asumir las consecuencias de su desatino, no cabía en su cabeza la idea de que
con su tetraplejia Paula quisiera vivir, es más, se comportaba con alegría
cuando su vida debía ser un tormento. Mentía, era imposible, Paula era una
hipócrita. Vivir como ella era morir cada día.
Estuvo varios días pensativo,
más iracundo si fuera posible. Una tarde decidió darle una lección a Paula por
farsante y de paso conseguir lo que su mente le pedía con obsesión enfermiza.
Al día siguiente sin previo
aviso, cuando Paula pasaba cerca de una escalera, Sixto la embistió con su
silla haciéndola rodar escalera abajo entre gritos, mezcla de sorpresa y dolor.
Desde el fondo del pasillo,
horrorizado por lo visto, Fulgencio el sicólogo corrió hacia la escalera,
mientras gritaba llamando a los celadores.
Sixto, le miró con una
sonrisa cínica, la primera en tres años, ahora sí que expiaría su culpa como su
mente le exigía, desde aquella maldita noche.
Francisco Juan Barata
Bausach