miércoles, 31 de mayo de 2017

3. Historia de un chiquillo, Ramón González Reverter

HISTORIA DE UN CHIQUILLO

Pseudónimo: David

Era un espléndido día de verano. La canícula obligaba a los bañistas a buscar refugio bajo las sombrillas y a remojarse de vez en cuando. Sin embargo, yo solo tenía ojos para mi nieto Adrián de ocho años, que se divertía saltando entre las olas de la playa, hasta que al fin cansado de jugar se acercó con parsimonia chorreando gotas de agua sobre la arena hasta la tumbona en la que yacía y desde donde yo ejercía una relajada vigilancia.
-Te quiero, abuelo –comentó abrazándose a mis piernas y colocando su mentón sobre las rodillas-. Venga, explícame un cuento.
Lo contemplé fijamente. Adrián era un chiquillo vivaracho y listo como él solo. De hecho, me había robado el corazón y era incapaz de negarme a sus caprichos. Le atusé el pelo mientras ponía orden a mis cábalas. Apelando a mis dotes de inventiva, pues no en balde antes de jubilarme me las daba de literato y solía participar en un sinfín de premios literarios con más o menos éxito, inicié mi relato:
-Veamos si te gusta esta historia. Érase una vez un niño llamado Toni que tendría tu misma edad cuando se produjo el ataque terrorista contra las Torres Gemelas de Nueva York. Las imágenes del derrumbe de los edificios quedaron grabadas en su retina y nunca olvidaría el rostro sucio de ceniza de los bomberos tratando de rescatar supervivientes entre los escombros de la tragedia. Un año más tarde, Toni empezó a tener problemas de salud. A raíz de las persistentes molestias, sus padres decidieron a acudir al pediatra, quien lo sometió a una exploración exhaustiva y realizó diversos análisis. El diagnóstico no hacía albergar excesivas esperanzas. Había que valorar otras opiniones. La incertidumbre era angustiosa, pero tras consultar a un par de especialistas, los padres asumieron que tenía leucemia, una enfermedad que se encontraba en fase terminal. Fue un golpe muy duro. Ingresado con carácter de urgencia en la planta infantil de un hospital, todo el mundo hacía lo posible para infundirle ánimos. El médico que le atendía explicó en privado a los padres que podían aliviar su sufrimiento a base de fármacos, pero que nunca desaparecería por completo. Éstos, con lágrimas en los ojos, optaron por permanecer abrazados en el pasillo para recobrarse de la noticia. Entonces el médico entró a visitar al enfermo y, pese a estar sedado, le preguntó con una sonrisa:
-¿Qué tal hoy, Toni?
-He pasado una mala noche, pero ya estoy mejor –repuso el aludido.
-Eres un chico muy valiente –prosiguió el médico-. Te confieso que estoy sorprendido por tu coraje... Toni, excepto la cura de tu enfermedad, que solo está en manos de la voluntad de Dios, imagínate que pudieras pedir un sueño y saber que algún día se haría realidad, ¿qué desearías?
-Me gustaría ser bombero –replicó el niño recordando las escalofriantes imágenes de los aviones estrellándose contra las Torres Gemelas, abarrotadas de gente y la ardua tarea de los bomberos trabajando entre los escombros.
Hice una pausa para constatar el interés de mi nieto y me congratulé de haber conseguido captar su atención. Satisfecho, continué:
-Al atardecer el médico, afectado por el drama de aquel inocente, habló con su hermano policía y le explicó el caso. Dio la casualidad de que dicho oficial conocía al jefe local de bomberos, porque a menudo policías y bomberos se enfrentaban en partidos amistosos de fútbol-sala. Tan pronto como éste se enteró, llamó al hospital y después de hablar con la familia pidió por el gerente. Lo puso al corriente del asunto y una vez obtenido su consentimiento, alegó:
-Mañana tened preparado a Toni. Pasaremos a recogerlo a primera hora y durante un día será el jefe honorario. No tenemos un casco de su tamaño, pero seguro que llevará una chaqueta naranja ignífuga.
Cogí aire para seguir mi alocución:
-Así empezó la amistad entre el niño y bomberos, hombres bondadosos que solo querían que Toni pudiera disfrutar de su sueño. Desde ese momento, le visitaron con frecuencia. Incluso un día lo llevaron a un incendio de verdad, en el que rescataron a un matrimonio y a su hija de morir asfixiados. Aquello le levantó tanto el ánimo que durante un tiempo pareció que una nueva energía brotaba de su interior. Lo cierto es que Toni vivió más que la previsión más optimista. Pero su destino era inexorable y sucedió lo que tarde o temprano tenía que suceder. Una tarde al percatarse la enfermera de guardia que las constantes vitales del paciente mermaban peligrosamente, informó el médico, quien negando con la cabeza, lo comunicó a la familia en tono serio:
-Me parece que no le queda demasiado tiempo. Lo siento mucho.
Hice otra pausa para recobrar el aliento, pero Adrián me apremió:
-¿Qué pasó entonces, abuelo?
-Pues que la desesperada madre llamó al jefe de bomberos preguntando si podían hacer algo para proporcionarle una muerte menos traumática.
-¡Claro que sí! –le aseguró el bombero-. Por favor, pida a su hijo que aguante un poco más. Dígale que es una orden mía. Estaremos allí en menos de un cuarto de hora. Advierta a los médicos que si escuchan sirenas o ven luces estroboscópicas destellando que no se preocupen. No hay ningún incendio en el hospital, tan solo vamos a ver a Toni por última vez. Y abra la ventana, porque llegaremos utilizando la escalerilla de un camión.
Hice chascar los dedos en señal de premura antes de proseguir:
-En un santiamén, toda la dotación de servicio del cuerpo de bomberos, una docena de hombres con el uniforme reglamentario, entraron por la ventana de la habitación, tal como habían prometido, para permanecer rectos uno junto a otro, como en un desfile. El jefe entró el último, mordiéndose el labio inferior para reprimir la emoción. Saludó a los presentes y se dirigió hacia la camilla para sentarse junto al enfermo. Los peores presentimientos se cumplieron al atisbar la cara demacrada del pequeño. Un escalofrío le recorrió el espinazo. Su templanza se fue al garete. Él hubiera querido dar la imagen de persona sosegada, capaz de actuar con sangre fría ante cualquier situación por dramática que fuera, pero en tales circunstancias, incluso las intenciones más firmes no servían lo más mínimo. Su serenidad se fundió como cera caliente.
-Hola, Toni. ¡Estoy aquí, amigo mío! –le saludó con un sollozo.
-¿Ya soy un bombero de verdad? –preguntó el chiquillo ante la solidaria demostración del cuerpo de bomberos.
-Por supuesto –repuso el bombero, sin poder reprimir las lágrimas que le resbalaban por las mejillas.
-¿Este cuento te lo estás inventado, abuelo? –preguntó entonces Adrián con un mohín de reproche.
-Claro que no. Es la auténtica historia de tu hermano mayor, del que tus padres no quieren hablar demasiado para ahorrarte sufrimientos. Y debo añadir que en los últimos instantes de su vida, ajeno al dolor, Toni fue muy valiente porque cerró definitivamente los ojos y murió entre los brazos de tu madre con una sonrisa de felicidad.

Ramon González Reverter

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