miércoles, 31 de mayo de 2017

1. CUATRO MADRES / PILAR HERNÁN

CUATRO MADRES
Había oído mil veces historias como la suya y siempre tachaba a las mujeres de ingenuas por creer que ellos abandonarían su estatus social y su poder político para formar un hogar junto a ellas. Y ahora... ¿como había sido tan estúpida de quedarse embarazada? ¿como pudo creer que dejaría a su esposa por ella? Él le ofreció un viaje relámpago para desfacer el entuerto y unas largas vacaciones lejos, muy lejos y durante el tiempo necesario para que sus heridas cicatrizaran y él acabara ese oscuro proyecto que se traía entre manos. Ella no iba a poder vivir consigo misma después de una hazaña tan egoísta y cobarde. Decidió tirar sola para adelante, buscar el apoyo de los suyos y dejar que su bebe viera la luz. Hubiera apostado su mano derecha por que sus padres le apoyaría en estos duros momentos por los que estaba pasando. Se equivocó de nuevo. Pudieron mas los prejuicios sociales, el temor a qué pensarían sus amistades al saber que su hija sería madre soltera. Le rogaron que aceptara el viaje, que no siguiera con el embarazo. Ante la negativa de su hija, le dieron la espalda
Trabajó limpiando casas, portales y escaleras, se puso tras la barra de un bar donde servía cervezas a currantes insatisfechos que alargaban todo lo posible su vuelta a un hogar donde sus esposas les esperaban hartas de tanta desidia para verter sobre ellos todas sus insatisfacciones.
Alquiló un cuartucho en una pensión de mala muerte. Cuando su barriga tomó tal dimensión que ya no la contrataban en ningún sitio, no pudo seguir pagando el alquiler y la pusieron de patitas en la calle tal y como había llegado: con una mano delante y otra detrás... pero con su dignidad intacta
Sola, sin casa ni trabajo, se puso de parto una fría noche de Abril en la que hasta la luna se negó a salir para no ser testigo del despropósito que estaba a punto de cometerse.
Se dirigió a la "Casa Cuna" de la ciudad y allí parió una niña fuerte y sana con los puños prietos, unos intensos ojos negros y unas inmensas ganas de amarrarse a la vida.
Quiso que se llamara Luisa, como ella. La cogió en sus brazos y le pareció tan bello el milagro que acababa de suceder, que no se sintió digna de ella y decidió dejarla al cuidado de las religiosas encargadas de la institución. Ellas sabrían buscarle una buena familia que pudiera cubrir las necesidades de su niña y darle una vida mas digna que la que ella podía ofrecerle. Su hija se lo merecía todo. Las monjas le apoyaron en su decisión. Parecían más que satisfechas de que ella renunciara a su maternidad, seguramente porque en sus cabezas bullían los nombres de algunas parejas- de esas temerosas de dios que limpian sus pecados con monedas otorgadas a la iglesia- que estarían dispuestas a acoger a la niña como si fuera suya.
Esta vez fueron las monjas quienes se equivocaron. Todos los matrimonios que había pendientes de que les dieran un bebé en adopción querían un niño que perpetuara el nombre de su santa familia. Luisa fue dada a una familia de acogida en Gete, un pueblecito de la montaña burgalesa para que se hicieran cargo de su manutención, de su estancia y de su educación a cambio de un dinero que el estado concedía para estos menesteres. Era una familia humilde, agricultores que ya contaban con 5 hijos. Aunque los mayores ya estaban en edad de echar una mano en las labores del campo, pensaron que no les vendría mal una ayudita y tomaron a la niña bajo su tutela. El pequeño Juanito debió compartir con Luisa unos pechos maternos que se desbordaban de blanca y cálida leche. Le llamaban "la niña" y en pocos meses conquisto el corazón de grandes y pequeños de tal manera que no imaginaban tener que renunciar a ella, puesto que ya era una más de la familia. Cuando dejaran de pagarles la subvención, la adoptarían.
Habían pasado 5 años cuando llegó una carta de la administración informándoles de que en el plazo de una semana irían a conocer a la niña unos posibles padres adoptivos.
Si Luisa cumplían las expectativas de la pareja se la llevarían consigo a su nuevo hogar. El terror se apoderó de todos. Los hijos suplicaban a los padres que no la dejaran marchar.
Los padres, tan acostumbrados a zanjar cualquier tema según los preceptos que dicta la santa madre iglesia, se encaminaron a la casa de Dios para pedir consejo al párroco. Luisa también había conquistado- como no podía ser de otra manera- el corazón del reverendo, pero con la frialdad y desapego que caracteriza al clero cuando no dirime temas concernientes a su dios, le puso una mordaza a su corazón y dejó que hablara su cabeza:
-Dejad que se la lleven, ya sois muchos en casa, y sabéis que una vez le deis vuestros apellidos, perderéis la ayuda por su manutención. Se que la queréis como si fuera vuestra y que vuestros hijos la consideran su hermana, pero en un futuro, cuando el poso del tiempo deje un manto de olvido en sus corazones, se olvidarán de la niña y agradecerán no tener que compartir con ella las tierras, la casa y los muchos o pocos ahorros que hayáis podido juntar a lo largo de los años. Si la adoptáis ahora, les estaríais robando a vuestros propios hijos una parte de sus derechos.
El día en que al seminarista le enseñaron lo que era la generosidad, la compasión, la caridad, la misericordia, la piedad, la magnificencia, la prodigalidad, cuando le adoctrinaban sobre los preceptos de la Santa Madre Iglesia que él después tendría que impartir a sus parroquianos, tal vez se le mezclaron los conceptos confundiéndolos con el egoísmo, la codicia, la mendacidad, la avaricia, la desafección, la deslealtad...
El matrimonio que llegó al pueblo a conocer a Luisa, acababa de perder a su hija-también adoptada- debido una afección respiratoria, por lo que buscaban una niña para que ocupara su puesto, que se le pareciera en edad y aspecto, que estuviera sana y fuera dócil en el trato. Luisa cumplía todos los requisitos. Con el corazón dolorido y el alma quebrada dejaron que se llevaran. Toda la familia recordará en el futuro ese día como uno de los más difíciles de sus vidas
El nuevo hogar de la niña no estaba demasiado lejos de Gete, pero eran tiempos en que las carreteras eran enrevesadas y los automóviles eran un lujo que muy pocos podían permitirse.
Ellos no estaban entre los elegidos. Para poder verla, debían desplazarse tres horas en autobús por carreteras tortuosas, y el mucho trabajo y el poco dinero hizo que las visitas se espaciaran. La niña los lloraba en silencio. Sus nuevos padres, rácanos con las demostraciones de afecto no supieron ganarse el corazón de la niña. Incluso en un intento por borrar su pasado y que se olvidara de quienes habían ejercido de padres y hermanos, le despojaron hasta de su nombre. Le llamaron Ángeles como su hija fallecida.
Nunca supieron cuanto le costó a Luisa hacerse al nombre que le impusieron. Cuando las lágrimas no le permitían hablar y tanto le dolía el alma que le costaba respirar, Emilia, una hermana de su nueva madre, supo consolarla y darle el cariño que necesitaba. Ya, de mayor, cuando en ocasiones trataba de ponerle cara a la mujer que le habría traído al mundo, se sorprendía poniéndole los rasgos de la tía Emilia. Luisa la quiso mas que a nadie en el mundo.
Pasaron los años. Luisa ya es toda una mujer que encontró en Mari el amor de su vida apenas cumplidos 20 años. Se casaron. Ella se había criado como hija única, pero el recuerdo de los buenos momentos pasados con sus hermanos de leche le hizo desear llenar su casa de risas, gritos, carreras, riñas y peleas, pero también de besos, caricias y abrazos. Empezaron a llegar los niños hasta completar casi la docena: cinco niñas y seis varones. Los iba pariendo con la misma capacidad de sufrimiento que su madre... en silencio. Sin una palabra mas alta que otra aguantaba los dolores hasta que, intuyendo un final inminente, mandaba a Mari en busca de asistencia médica para que la ayudaran en los últimos momentos del parto. A veces, cuando su esposo volvía a casa con Matilde- la comadrona- encontraban a Luisa agotada por el esfuerzo, con la frente perlada de sudor y al niño descansando sobre las sábanas de la cama.
Cuando sus hijos fueron mayores la llevaban a Gete a visitar a sus hermanos. Esos días, preparaban una mesa enorme, digna de cualquier banquete de lujo para comer todos juntos como la familia que hubieran debido de ser si un vicario de dios con una nula capacidad de empatía, no hubiera antepuesto lo material a los sentimientos. A su hermana Fidela todavía se le quiebra la voz cuando recuerda las súplicas y llantos de todos ellos para que sus padres no la dejaran marchar.
En uno de los viajes, sus hermanos le informaron de la muerte de los padres que la habían criado hasta los cinco años.
En el último viaje que Luisa hizo al pueblo, lo encontró vacío. Los jóvenes lo abandonaron, buscaron trabajo en la ciudad y los ancianos habían ido muriendo poco a poco, incluidos sus hermanos. Ya nada le unía a aquel pueblo fantasma. Quiso despedirse de la casa que fue su primer hogar -ahora en ruinas-, de las desiertas calles y las cercanas praderas, de la plaza del pueblo con su fuente donde tantas veces había bebido su agua clara y fresca y que ahora estaba reseca como el vientre de una vieja.
Sus hijos la dejaron a solas con sus recuerdos. La tarde caía. Cuando las primeras sombras cubrieron la aldea volvió por última vez la cabeza a tiempo de ver como unas tímidas bocanadas de humo salían por las derruidas chimeneas. Vio el perro de Leoncio que correteaba por la pradera persiguiendo al gato de la señora Carmen, vio a Francisco con su carro y su mula que volvía a casa después de toda una jornada de trabajar la tierra y vio a una niña chiquita y morena de penetrante mirada que merendaba a las puertas de su casa mientras charlaba con su hermana Fidela. No quiso Luisa llevarse sus recuerdos. Los dejó allí, vagando por el pueblo de su niñez para que nunca volviera a estar tan deshabitado, tan desamparado oscuro y solo.
No quiso la luna perderse el espectáculo. Desde lo alto del cielo, irradiaba una luz tenue y plateada que iluminaba la cara de Luisa en la que se dibujaba una serena sonrisa mientras las lágrimas ponían un brillo especial en sus ojos. Regreso a casa con un regusto de satisfacción por una elección bien hecha.
Cuando al día siguiente despertó en su cama, encontró a su lado a un señor alemán de feo nombre enamorado de ella. Celoso y egoísta se empeño en acompañarla a todos los sitios y a todas las horas. No la dejó ni a sol ni a sombra. Poco a poco fue robándole todo lo que le pertenecía: las recetas de cocina, fechas de cumpleaños... le escondía las llaves, sus pijamas, hasta le ocultaba el nombre de sus hijos en lugares tan recónditos que a veces no lograba encontrarlos.
Hoy. Luisa ya no recuerda que fue abandonada por una madre, amamantada por otra y criada por una tercera. Se ha convertido en una niña feliz de ochenta y dos años, haciendo reír con sus ocurrencias a quien tiene alrededor. Se mira al espejo y se gusta, se volvió presumida como nunca lo fue en su vida.
Le gustan su labios color carmín que ella pinta cada mañana nada mas levantarse de la cama.
Mira embelesada las uñas de sus manos y sus pies que algún duendecillo travieso, por la noche, mientras ella duerme, se las pinta de rojo. Pero los afectos no se le borran, y en un lugar privilegiado de su memoria tiene un sitio reservado para la tía Emilia -su cuarta madre- la única mujer que sin haberla parido, la quiso siempre con un amor tan desprendido, como si la hubiera engendrado su vientre y Luisa fuera la niña que nunca tuvo.


TÍTULO: CUATRO MADRES
AUTORA : PILAR HERNÁN



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